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Opinión

8 de Septiembre de 2015

Columna: Tribunal Constitucional y los riesgos de la pulsión transparentadora

Cabría examinar si es realmente conveniente y deseable que los miembros de la Corte Suprema hagan explícita su opción respecto del candidato por el cual votan. Por lo pronto, se justifica la transparencia de una decisión cuando podemos pedir cuentas a aquellos que la adoptan. Pero ¿qué cuentas debiésemos poder pedir los ciudadanos ante la Corte Suprema cuando elige a un integrante del Tribunal Constitucional? ¿Tiene sentido exigirle a los integrantes de un órgano cuya principal función como recurso institucional es la de producir legitimidad en la última línea de declaración de lo que es jurídico y antijurídico, que reconozcan trinchera en una decisión política?

Eduardo Aldunate
Eduardo Aldunate
Por

Tribunal Constitucional 2015
En una reciente columna, el profesor Christián Viera realiza un examen crítico de las designaciones de ministros al Tribunal Constitucional.

Si bien su análisis tiene un carácter general, lo realiza con ocasión del reciente nombramiento del abogado José Ignacio Vásquez por parte de la Corte Suprema. Si no entiendo mal las ideas centrales del profesor Viera, ellas son dos: la falta de explicación para preferir, en la elección, a un candidato de más discreta trayectoria académica o científica que otros tres, (dentro de los cuales gentilmente me incluye y por lo cual le expreso mi agradecimiento) y la falta de transparencia que resultaría de no haberse hecho públicas las preferencias individuales de quienes participaron en el respectivo pleno. En las siguientes líneas quisiera fundamentar mi discrepancia con las implicaciones de la primera de estas ideas y plantear al menos alguna interrogante respecto de la segunda.

La Constitución no permite afirmar que cualquiera sea el órgano que designa a un o una integrante del Tribunal Constitucional deba elegir a quien sea “mejor” candidato o candidata desde una perspectiva académica. Por una parte, porque sólo exige que la persona sobre quien recaiga el nombramiento debe haberse destacado en la actividad profesional, universitaria o pública. La forma disyuntiva en que establece el requisito la Constitución deja en claro que los méritos académicos ni son los únicos, ni prefieren respecto de una destacada trayectoria profesional (por ejemplo, un abogado de destacado ejercicio profesional) o pública (por ejemplo, un senador). Y por otra, porque todo nombramiento a un órgano que ejerce poder, y particularmente si ese poder es el de la justicia constitucional, es un acto de opción política, y esta dimensión, en oposición a procesos de elección de carácter técnico, se mueve en la dimensión de valoraciones subjetivas.

Podrá criticarse al constituyente del año 2005 el que haya radicado esta facultad en la Corte Suprema pero, asumido este diseño, no me parece que existan argumentos para reprocharle a este tribunal que haga lo que la Constitución le encomienda hacer: tomar una decisión política. En especial por que dicha dimensión, ni debe circunscribirse a la valoración curricular de los candidatos – lo que sería pretender que se transforme en una especie de resolución técnica-, ni se agota en las preferencias político ideológicas de quienes la componen.

El mayor o conocimiento de los candidatos, la información que se obtenga de tal conocimiento, y la valoración de diferentes aspectos de su carácter, cualidades personales y trayectoria son, también, aspectos que quien realiza una elección en esta dimensión puede legítimamente tomar en cuenta.

Decisiones políticas son aquellas que se toman allí donde no existe posibilidad de concordar criterios “objetivos” sobre la bondad de la decisión, ya que ésta consiste precisamente en la valoración del mayor o menor peso, en la opción de prioridad que deba darse a unos respecto de otros factores. Por ello, me parece que el reproche del profesor Viera, en lo tocante a la apreciación comparativa de los candidatos (la elección de un candidato frente a otros “mejores” ), no sólo no se sustenta en las exigencias constitucionales del artículo 93 CPR, sino que envuelve de alguna manera un intento de despolitizar una decisión que no puede sino ser política. Los criterios que él expone, y que para muchos pueden ser los criterios a los que subjetivamente adheriríamos de estar en posición de decidir, no tienen por qué ser los criterios de quienes están efectivamente en dicha posición; y ello no deslegitima la decisión.

Precisamente por lo mismo es que el segundo punto, el alegato en favor de la transparencia que hace el profesor Viera, me genera algunas dudas. De entrada, el discurso pro transparencia que se ha instalado de manera generalizada y con ciertas pretensiones de universalidad en nuestro país (y en muchos otros) ameritaría, al menos, una cierta revisión crítica. Byung Chul Han, en un tan breve como enjundioso ensayo, “La sociedad de la transparencia”, pone de manifiesto las dimensiones negativas de esa suerte de pulsión transparentadora que viven muchas de nuestras comunidades contemporáneas y que, por la vía del efecto igualador que tiene un sistema de transparencia total podría -colijo- llegar a constituirse en una amenaza grave a la subjetividad individual.

En lo particular y para la cuestión que aquí discuto, cabría examinar si es realmente conveniente y deseable que los miembros de la Corte Suprema hagan explícita su opción respecto del candidato por el cual votan. Por lo pronto, se justifica la transparencia de una decisión cuando podemos pedir cuentas a aquellos que la adoptan. Pero ¿qué cuentas debiésemos poder pedir los ciudadanos ante la Corte Suprema cuando elige a un integrante del Tribunal Constitucional? ¿Tiene sentido exigirle a los integrantes de un órgano cuya principal función como recurso institucional es la de producir legitimidad en la última línea de declaración de lo que es jurídico y antijurídico, que reconozcan trinchera en una decisión política? Ya suficiente hizo el constituyente de 2005, como se ha mencionado, al ponerlos en la línea de fuego y entregarles esta facultad. ¿Será necesario, además, obligarlos a reconocer bandera? Y si así fuera ¿con qué fin o propósito, o evidente o velada utilidad?

La reserva de la individualización del voto puede abrir, por el contrario, mayores y saludables márgenes de acción para que quienes participan de la votación, en el sentido de considerar libremente las opciones, sin verse expuestos a ningún tipo de presión o reproche posterior, ni siquiera de las más sutiles pero no por eso menos dolorosas o sensibles expectativas de preferencias políticas o simpatías personales.

El secreto del voto protege también a los electores de alternativas espurias de intentos de presión o de compromiso, hasta de las propias opiniones que cuando anticipadas y dichas luego nos atan e impiden retroceder, nuestra sociedad perdona tan poco el arrepentimiento aunque sea fundado o motivado.

En resumen: creo que, más allá de la verificación de los requisitos constitucionales, una crítica a la elección de una determinada persona para el cargo del Tribunal Constitucional por parte de la Corte Suprema sobre la base del argumento del “mejor candidato” no es compatible con la naturaleza misma del procedimiento -político- de que se trata, y estimo que al menos amerita una discusión o examen ulterior el que, particularmente tratándose de un órgano que no debe rendir cuenta ante la ciudadanía en ejercicio de esta función – a diferencia de el o la presidente, o los parlamentarios- sea conveniente someter la respectiva votación de cada uno de los integrantes del pleno a una exigencia de publicidad.

* Profesor de derecho constitucional de la P. Universidad Católica de Valparaíso

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