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Opinión

14 de Octubre de 2015

Andrés Claro, filósofo: “Estamos paralizados entre el entusiasmo y el escepticismo”

Entre intelectuales anestesiados por los criterios de los fondos de investigación y periodistas farandulizados por la necesidad de crear conflicto, el espacio común de la cultura quedó vacío. Eso cree Andrés Claro (46), quien más allá de sus credenciales académicas –su tesis de posgrado la dirigió Jacques Derrida, luego se doctoró en Oxford y ha enseñado en universidades de Europa, EE.UU. y América Latina–, prefiere presentarse como ensayista. Está convencido de que las formas poéticas del lenguaje determinan nuestras formas de entender y habitar el mundo. También encontró en la traducción de poesía –oficio que practica– el modelo de una posible utopía que nos permita enfrentar la globalización de otra manera. El 8 de noviembre estará en Puerto de Ideas y aquí analiza las paradojas que nos tienen dando la hora en pleno siglo XXI.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
Por

Andrés-Claro

-¿Qué problema filosófico es más complejo, la nada o Chile?
-Bueno, hasta ahora la nada ha sido un problema filosófico mucho más recurrente, pero no podría asegurar que Chile sea más fácil de entender.

-¿Qué es lo más difícil de entender, últimamente?
-Me parece que la gran paradoja del Chile de hoy es que se quiere reponer un ideario republicano –lo que es a todas luces necesario– pero con las actitudes y estilos de un mundo privatizado a ultranza. Todos vimos cómo una generación que se suponía apática, apolítica, de repente salió a la calle y dio la pauta de la crítica al modelo. Sin embargo, por hacer una caricatura, el mismo estudiante que marcha en la mañana por la igualdad y contra el lucro, en la tarde puede estar en un centro comercial endeudándose a tasas delirantes para comprarse un iPod. Y en el plano institucional lo mismo: desde los rectores del CRUCH hasta los de algunas de las privadas, enarbolan un discurso republicano que apunta a romper con la idea del estudiante como cliente, pero a la hora de las decisiones defienden pequeños intereses corporativos, al punto que terminan acomodando sus concepciones de lo público para que la institución que representan quede en primera fila. Me parece que el país está viviendo de manera muy fuerte, y algo inconsciente, esta contradicción entre discursos que reivindican un ideal comunitario y comportamientos donde todos quieren capitalizar de manera privada. Apenas asoma la posibilidad de constituir un espacio común, todo el mundo empieza a barrer para adentro.

-A propósito de espacios públicos, tienes una visión bien crítica del rol que está jugando el periodismo.
-El periodismo se ha farandulizado. No tanto por los temas que toca, sino por usar el estilo de la farándula, que es buscar el conflicto permanente. Uno ve los noticiarios y la palabra que más aparece es “polémica”. “Una nueva polémica se desató hoy entre X y X…”. Entrevistan a un economista premio Nobel y le preguntan si es cierto que se peleó con no sé quién en el último foro de no sé dónde. Sería un buen experimento que los medios se abstuvieran de usar la palabra “polémica”, quizás los liberaría de estas anteojeras que los hacen ver la realidad como una fuente de conflictos para presentarle al público. Mira, una vez, hace años, la directora de un suplemento literario de un diario cuyo nombre prefiero olvidar me llamó para ver si podía hacer crítica de poesía. Me gustó la idea, pero pronto entendí que no querían que desplegara un libro para ponerlo en contacto con el público, sino que polemizara, que dijera si era bueno o malo. Ojalá, que era malo. La frase literal que usó esta persona fue: “Es que tú sabes, a la gente le gusta que haya un poquito de sangre, ¿no?”. Eso es muy provinciano. Y a menudo la crítica literaria en Chile es provinciana en ese sentido. Hay excepciones, por supuesto.

-¿Atribuyes sólo al periodismo esa sed de sangre?
-No. También tiene que ver con que vivimos en una época bastante escéptica, donde no estamos muy dispuestos a creer en construcciones estables. Entonces esa dinámica de creación y destrucción permanentes nos acomoda. Y de eso también se hace parte el mundo intelectual, que adopta un cierto aire cínico, de bajo compromiso con las ideas, en el mejor de los casos limitándose a diagnosticar tensiones irresolubles.

-¿Eso redunda en que los intelectuales tengan poco que decir en la arena pública?
-Bueno, en Chile, aunque también en otros lugares, es alucinante la falta de intervención de los intelectuales en la discusión cultural, incluido lo político y lo social. Por otro lado, no hay que ser muy paranoico para darse cuenta de cómo se ha anestesiado al mundo universitario con el formateo que imponen los fondos de investigación. Esos fondos son valiosos, a nadie se le ocurriría eliminarlos, pero imponen parámetros que obligan a las humanidades a justificar su tarea como “investigación”, no como pensamiento. O sea, recopilar mucho y pensar poco. Y sobre todo, investigar cosas que nadie haya investigado.

-La exigencia de “originalidad”.
-Claro, el parámetro de “dime algo que no esté en ninguna parte”. Y la pregunta de por qué nadie, en dos mil años de historia de la filosofía, se preocupó antes de ese tema, no parece incomodar a las personas que imponen estos criterios. Esto obliga a los intelectuales a concentrarse en su pequeño coto de caza, a indagar arqueológicamente datos irrelevantes. Todo lo cual vuelve muy natural evitarse la molestia de pensar.

-¿Cómo te llevas con la tiranía del paper?
-Creo que es un formato aberrante para las humanidades. ¿Qué propone un paper? Que hables de un tema nimio de una manera exhaustiva y fácil de evaluar. ¿Y qué es fácil de evaluar? Algo medible. Por ejemplo, que alguien fue a tal archivo y descubrió que tal autor, en tal año, en un papel perdido, escribió tal cosa. Y un experto en ese tema lo revisa y dice: “Este paper vale, al fin sabemos lo que pensó tal filósofo mientras estaba sentado en el excusado”. Es algo bastante catastrófico para las humanidades, cuya tarea es pensar y renovar nuestras aproximaciones a los grandes problemas del ser humano: el amor, la muerte, el conocimiento, la educación, la construcción del espacio público, en fin.

-¿A qué fondo podría postular un filósofo con un ensayo sobre la muerte pensada por él mismo?
-¿Sin hacer un estudio genealógico sobre las ideas de la muerte que han existido en tal tradición? Probablemente sólo al fondo de la muerte misma…

EL LUGAR QUE YA NO EXISTE

-La ausencia de intelectuales en el debate público, ¿no pasa también porque todos están hablando una jerga distinta?
-Creo que en otra época hubo una exacerbación de la jerga, en parte por la moda que impuso el postestructuralismo, pero también como una suerte de lenguaje de resistencia frente a la dictadura, que permitía crear comunión en la resistencia. Pero hoy eso ha pasado.

-Los antropólogos, los psicólogos, los filósofos, los teóricos literarios, ¿no escriben cada vez más al uso de sus corrientes dentro de sus disciplinas?
-Bueno sí, tienes razón, eso ocurre, y remite una vez más a la ausencia del espacio común, de un lenguaje común, en ese ámbito que debiese ser la cultura, pero que ya no existe.

-¿Por qué no existe?
-Porque la cultura desaparece cuando deja de ser un lugar de cruce. Y ese lugar de cruce se ha vaciado desde que sus habitantes naturales quedaron atrapados en la universidad, de una parte, y en el periodismo, de otra. Lo normal sería que todas esas disciplinas que nombraste, e insisto en incluir al periodismo, pudieran interactuar y parafrasearse entre sí. Y es cierto que hay una tendencia a apoyarse en conceptos que remiten a un campo especializado pudiendo usarse en su lugar palabras bastante comunes. Yo reconozco que la jerga es inevitable y hasta necesaria, porque ahorra tiempo. Pero en general implica una cierta privatización del lenguaje. Y la misión del intelectual no es crearle ejercicios de comprensión de lectura a la gente, sino tratar de explicar lo que uno piensa sobre las preguntas que compartimos, o tratar de que otros hagan suyas nuevas preguntas. Ahora, insisto, en esto de las jergas también influye la necesidad de justificarse frente a los criterios de la “alta investigación”. Y creo que ahí deberíamos saber cuidar una cualidad latinoamericana.

-¿Cuál?
-Que nosotros no estamos cazados en tradiciones intelectuales específicas, en genealogías culturales cerradas. Eso que dice Borges, de que los latinoamericanos, los judíos y los irlandeses pueden entrar y salir de la cultura occidental, saquear lo que quieran y armar el collage que les convenga, también ocurre en nuestra relación con las disciplinas. Somos una mezcla de tradiciones y de disciplinas, y en lugar de reprimir eso –que es lo que promueven los criterios de investigación– deberíamos explotarlo. Ese diletantismo latinoamericano puede ser muy productivo en estos tiempos, y es quizás el gran aporte que podríamos hacer al pensamiento contemporáneo. Pero lo estamos desaprovechando.

-¿Por qué?
-Porque seguimos creyendo que nuestro desarrollo pasa por recorrer tarde las etapas que otros recorrieron antes. Cuando nuestra capacidad de pensar con referencias cruzadas, distantes entre sí, tiene mucho que ver con cómo se está constituyendo el mundo hoy: un panorama enorme donde los vínculos son cada vez más electivos. Y si algo han sabido hacer los intelectuales latinoamericanos, es tomar de todas partes sin achicarse frente a la cultura universal. Borges, Raúl Ruiz, Alfonso Reyes, son gente que practicó una cierta patudez, y creo que por ese camino podríamos, tal vez, tomar un atajo hacia el mundo por venir.

-¿Un atajo entre el ideal republicano y la globalización?
-A mí me atrae mucho el ideal republicano, pero es impensable actualizarlo sin crear alianzas que vayan más allá del Estado-nación. Creo que debiéramos ser capaces de inventar un republicanismo 2.0, por decirlo así. Simplificando, uno podría decir que la modernidad se jugó entre dos modelos: el romántico, que apelaba a una nación asociada al particularismo de la lengua propia, y el ilustrado, que era el sueño de una lengua universal –la razón– en que todos nos íbamos a entender. Y el modelo neoliberal globalizado que domina hoy es muy astuto, porque se promueve como universalista, pero obedece a intereses particulares, muchas veces coordinados de manera transnacional. Ha sabido proyectar sobre la globalización un efecto privatizador, y esa es otra paradoja que paraliza. ¿Cómo recuperamos un universalismo efectivo?

-Los proyectos alternativos sudamericanos se basan en renovar la idea de la soberanía nacional: que no sea sólo territorial sino política, cultural, etc. Competirle al neoliberalismo fronteras adentro.
-Claro, ese discurso soberanista, a veces con un componente etnicista, new age, que apela a algo así como la identidad atávica de una comunidad o un pueblo que resiste al ciclón. Esa reacción, muy apreciada por ciertas sensibilidades políticamente correctas, es aberrante en términos republicanos.

LA UTOPÍA DE LA TRADUCCIÓN

-Ese republicanismo 2.0, entonces, ¿por dónde crees que podría buscarse?
-Quizás consista en pensar el universalismo más como un proceso de intercambios permanentes que como un estado final de cosas. O sea, la utopía tras la cual poner nuestras energías podría consistir la promoción de ciertas operaciones de contacto, sin predeterminar el resultado de los intercambios.

-En tu libro “Las vasijas quebradas” (Ediciones UDP, 2012), encuentras en la traducción de poesía un modelo para esa utopía de los intercambios.
-Sí. Porque la utopía ilustrada, como te decía, supuso que la razón humana hacía posible una comunicación transparente, total, entre personas y entre culturas. Que si una parte decía A, la otra entendería A. Y la experiencia mostró que esto no es así: los cortocircuitos de comunicación entre grupos humanos no son siempre problemas de mala fe, sino también de distintas concepciones de mundo configuradas por sus respectivos lenguajes. De allí que sea en la traducción donde se juega la posibilidad del intercambio.

-¿Y qué modelo ofrece ahí la traducción de poesía?
-El traductor de poesía sabe que un poema, para pasar de una lengua a otra, va a tener que sufrir transformaciones, pérdidas, acomodos, pero que también la traducción va a abrir nuevas posibilidades que él no puede anticipar. O sea, acepta que en esa comunicación siempre hay límites, porque no es posible acceder completamente a la manera de ver las cosas que tiene el otro, la otra lengua. Entonces está obligado a una cierta hospitalidad, a acoger los efectos no controlables que necesariamente va a producir el encuentro. Este modelo permite pensar el intercambio entre naciones y entre personas de una manera distinta a la pretensión de un lenguaje universal, y obliga a tratar de proyectar otro tipo de institucionalidad, que no responda a la utopía de un orden transparente y absoluto.

-La objeción a esos modelos empáticos es que no permiten establecer condiciones mínimas, ni siquiera los derechos humanos.
-Bueno, hoy tenemos el tremendo problema de cómo construir una institucionalidad sin una fundamentación inamovible que pueda justificarla. Sin duda, esa es nuestra gran crisis y nuestro gran desafío. Es lo que explica nuestro cinismo, que no es una simple moda esnob, sino un mantener a raya esos saberes que se pretendieron absolutos. Pero ¿qué hacemos con los grandes problemas de la ética, de la política, de la construcción de espacios comunitarios? Nadie puede ahorrarse esta pregunta. Y ahí la traducción enseña otra cosa interesante: que estás obligado a actuar, a elegir un camino, no te puedes quedar lamentándote ante las dificultades insalvables. Creo que un poco de filosofía existencialista nos vendría bien: aceptar que vamos a tener que jugarnos por alguna opción aunque nadie nos asegure los resultados. Y creo que la parálisis de hoy día tiene que ver con que nos queremos ahorrar ese momento existencial. Somos bastante beatos, al final. Nos damos cuenta de que no hay una verdad indiscutible que nos justifique y nos paralizamos.

-Esa parálisis de la que dio cuenta Parra, ¿no?
-Sí. Creo que Parra, el de Poemas y antipoemas, fue una antena que anunció este impasse que se produce cuando el entusiasmo choca con el escepticismo. Él no es un simple escéptico, sino que pone en escena esta tensión: empieza a hablar con entusiasmo, pero inmediatamente llega el intelecto y le pega un palo. (O viceversa: “Juro que no recuerdo ni su nombre / Mas moriré llamándola María”). La postura se lee como cínica, porque parece una toma de distancia, pero en realidad lo que hace es asumir esa tensión y diagnosticar toda una época. Ese diagnóstico dice bastante sobre cosas que estamos viviendo hoy en Chile, donde de alguna manera estamos paralizados en la tensión entre el entusiasmo y el escepticismo.

LA CREACIÓN POÉTICA DEL MUNDO

-En Puerto de Ideas vas a hablar sobre cómo el lenguaje de la poesía influye en nuestras formas de concebir la realidad. ¿Algo así?
-Algo así. Se trata de ver cómo los hábitos poéticos del lenguaje configuran nuestras concepciones de mundo. Con lo “poético” me refiero al uso del lenguaje para explorar la representación de la realidad, lo que es distinto del uso simplemente instrumental del lenguaje para comunicar contenidos dados. Y me refiero sobre todo a los hábitos de figuración que imponen las “imágenes poéticas”.

-¿Distintas formas de crear imágenes poéticas han creado distintas concepciones de mundo?
-Sí. Por ejemplo, en Occidente, desde la Grecia clásica, el hábito de figuración dominante fue la analogía metafórica, que consiste en comparar elementos sensibles y producir un concepto, una idealidad. Si digo “Aquiles saltó como un león”, digo que Aquiles y el león son valientes, pero la “valentía” no es algo que puedas tocar, es una idealidad que construyo al compararlos. Y esa manera de figurar, propia de la metáfora, definió los modos de conceptualizar el mundo en la cultura occidental –partiendo por Platón, que era un gran alegorista–, donde suponemos que lo real depende de una idealidad que la trasciende. Lo que luego el cristianismo contrapone como la carne y el espíritu, y halla una versión moderna en la ideología del progreso, que figura una historia material avanzando hacia su fin ideal. Claro, un realista ingenuo, de esos que en Chile les gusta usar la expresión “digamos las cosas como son”, diría: “lo que pasa es que la realidad ES así, funciona así, y por eso usamos el lenguaje analógicamente, imitando a la realidad”. Pero en ese caso todas las lenguas y culturas harían lo mismo, y no hacen lo mismo. Si vas a la tradición china, o a la hebrea, el hábito figural dominante es el paralelismo: “¡Oíd cielos! / ¡Prestad oídos tierra!… // Pero Israel no entiende, / mi pueblo no conoce”.

-Frases recíprocas…
-Exacto. ¿Y cuál fue el resultado de ese hábito poético? Una concepción del mundo como elementos paralelos que se corresponden. Así, en el Génesis tienes a ese dios o dioses llamado Elohim creando al dividir elementos paralelos: “el cielo y la tierra”, “los animales domésticos y los salvajes”, “las aguas de arriba y las aguas de abajo”, “macho y hembra”, etc. Y en la tradición china encuentras la concepción del Tao, de que el mundo es un proceso de correlaciones, como en la alternancia incesante del yin y el yang. Y esto es una proyección del hábito de figuración que imponen las imágenes de la poesía china, donde los paralelismos tienen un efecto vibratorio, generando un proceso de significación continuo, que no se cierra. En todos estos casos se puede ver cómo la manera de generar orden conceptual y de concebir lo real responde a los hábitos dominantes de figuración poética.

-Pero dices que en el siglo XX eso cambió completamente.
-Sí, porque ocurrió una revolución descomunal de cuyos efectos vivimos hasta hoy: el advenimiento del montaje, una técnica radicalmente distinta, que se desarrolló primero en la pintura y literatura de vanguardia –influida en parte por la poesía china– y después lo adoptó el cine, los ordenadores, Internet, etc. Eso redefinió completamente nuestros hábitos de lenguaje y representación.

-¿Cómo los cambió?
-El montaje no vincula por analogía o correlación, sino que simplemente yuxtapone escenas fragmentarias, produciendo a menudo efectos epifánicos. Como cuando navegas en Internet, saltando de una ventana a otra: se generan chispazos, pero al final te dejan donde mismo. Me parece que este nuevo hábito es lo que explica aspectos decisivos de nuestra cosmovisión contemporánea: esta simultaneidad en la inmanencia que habitamos, a la que le exigimos acontecimientos. Es decir, ya no vivimos en función de un “más allá” que pudiese darle sentido a nuestra existencia, tenemos asimilado que habitamos en una inmanencia. Y sin embargo, a esa inmanencia le pedimos interrupciones, eventos, y nos frustramos muy fácilmente si eso no ocurre.

-Necesitamos que salte la chispa todo el tiempo.
-Todo el tiempo. Y uno podría mostrar que esa forma de experimentar el mundo tiene que ver con cómo el hábito del montaje nos ha predispuesto hacia una ansiedad de epifanías. Esto explicaría por qué, desde la experiencia cotidiana hasta la filosofía, se ha impuesto este culto al acontecimiento. Y ahí creo que tendríamos que reincorporar una cierta dosis de subjetividad. Tú no puedes esperar que salte la liebre, que la realidad te sorprenda, sin provocarla, sin intervenir.

-¿El siglo XX censuró la subjetividad más de la cuenta?
-Una cosa es quitarle a la subjetividad ese control y protagonismo total que le dio la modernidad, pero otra es quitarle su capacidad de intervenir para que las reacciones ocurran. Tenemos que provocar a la realidad si no queremos vivir en eterna espera. Y saber aprovechar las oportunidades, porque si no se pasa la vieja.

“La creación poética del mundo”, conferencia de Andrés Claro. / 08 de noviembre, Teatro Condell, 12.30 hrs. / Más información en Puertodeideas

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