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Opinión

15 de Octubre de 2015

Editorial: Premio

La entrega del Premio Nobel de Literatura a la bielorrusa Svetlana Alexievich, según se deduce de la lectura de los comentarios internacionales que ha desatado, implicó un reconocimiento a su obra y a la crónica periodística como género literario. Para bien y para mal, la Academia Sueca también premia tendencias. El de “los sabios de […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-616

La entrega del Premio Nobel de Literatura a la bielorrusa Svetlana Alexievich, según se deduce de la lectura de los comentarios internacionales que ha desatado, implicó un reconocimiento a su obra y a la crónica periodística como género literario. Para bien y para mal, la Academia Sueca también premia tendencias. El de “los sabios de Estocolmo” es un juicio culturizado, atento a su tiempo y sus vivencias, como la mayor parte, dicho sea de paso, de las grandes obras. El artista que ha sabido atender a sus coetáneos puede aportar una creación verdaderamente original a ojos de la Historia. El hombre, a las finales, es siempre el mismo, y si tiene un espíritu insondable, no es porque lo haya cavado solo, sino con ayuda de la humanidad. Indagar en el propio tiempo, sus ambiciones y pecados, es también un camino para hablar de uno mismo. Existen las excepciones, los místicos, los anacoretas, pero incluso ellos se retiran con una realidad a cuestas.
Esta vez, le concedieron el Nobel a una periodista. La relación entre el periodismo y la literatura suele ser complicada. Las cortes literarias acostumbran despreciar la vulgaridad callejera, salvo que se mire de lejos. En su versión más vana, argumentarían que no están preocupadas de lo pasajero. Pero el realismo y la crónica, su hija mejor desarrollada en tiempos de aventura y de alta velocidad, parecen convencidas de lo contrario: que en la magia fugaz de lo que acontece más allá de cada cual, está el secreto de la eternidad. El periodismo se vuelve literatura cuando recrea un hecho con palabras, de tal manera, que el suceso da pie al relato, porque ahí todo es cuento. No es lo mismo literatura que ficción. Nunca lo ha sido. Leyendo la Ilíada, Schliemann descubrió Troya. Heródoto fue un diarista de viajes. Dickens, un retratista social que escribía en el periódico. Para Balzac, Flaubert o Proust, los entes imaginarios fueron la réplica de otros de carne y hueso. Saul Bellow se quejó en la Chicago de los años 30 de aquellos escritorcillos que pasaban las noches hablando de los salones de madame de Stael, mientras a su alrededor crecían las chimeneas industriales y el mundo moderno. El esfuerzo de Truman Capote consistió en escribir una novela donde todo fuera comprobable, sin por ello perder el brillo y la sorpresa de lo inventado. El periodismo no es literatura cuando su fin es la noticia, pero lo es tanto como un relato fantástico si pretende contar una historia. No recuerdo quién fue, pero cuando lo dijo me gustó: “el periodismo también es una manera modesta de pensar”. La frase saltó en medio de una discusión filosófica, y lo que su autor defendía era el reto de argumentar con hechos comunes más que con citas de autoridad pensamientos igualmente trascendentes. Recién cuando la literatura se vuelve industria o grupo de interés, en lugar de escritura viva, es que comienzan las distinciones jerarquizantes.

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