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Cultura

25 de Noviembre de 2015

Crítica: Hay cuentista hay

En “Teresa”, la narración se escinde entre dos y tal vez hasta tres historias. La narradora –que se hace llamar Teresa por un episodio de su infancia– conoce a un hombre y a su supuesta hija en una biblioteca, donde “Teresa” espera, como le comenta al músico que siempre se sienta su lado, que le […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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HAY-CUENTISTA-HAY

En “Teresa”, la narración se escinde entre dos y tal vez hasta tres historias. La narradora –que se hace llamar Teresa por un episodio de su infancia– conoce a un hombre y a su supuesta hija en una biblioteca, donde “Teresa” espera, como le comenta al músico que siempre se sienta su lado, que le llegue la inspiración (Teresa escribe). El hombre la invita a tomar once, ella acepta. Ya en su casa –un departamento en el cuarto piso de un edificio viejo y ajado en el centro de Santiago– lo primero que Teresa advierte es la casi total ausencia de mobiliario y la nula decoración. El hombre, que es joven y apuesto, descorcha una botella de vino para ellos y prepara un plato de cereales para la niña. Beben en silencio. Un rato después, Teresa y el hombre pasan a la habitación principal, distinta del resto de casa, en la que tienen sexo. Mientras él duerme, Teresa, decidida, falta de aire, entra a la pieza contigua, donde la niña, echada sobre un colchón, ve tele. Teresa se fija en un dibujo rayado en la pared: “parecía un vampiro, un vampiro con forma de pájaro” (¿un murciélago?). Cruza miradas con la niña. La peina, le amarra los zapatos y se van (¿huyen?).
“Teresa” es un gran cuento porque las historias que se relatan tienen sus propias reglas y estructuras. Del episodio de infancia la narradora obtiene su alter-ego, el nombre falso que ocupa para tratar con el mundo de los padres y los adultos; es el nombre de la travesura y del riesgo. Cuando lo ocupa, se escinde. La historia de la infancia coloca a “Teresa” en la línea de los personajes casi conscientemente apresados por sus modos de interpretación; así, la niña, bien podría ser una proyección de sí misma. En realidad, es tan extraordinario el manejo de la elipsis en el cuento que su resolución incluso abre la puerta a lo fantástico. No es descartable que Teresa sea la madre de la niña (de la cual, salvo una mención de la narradora, no se dice nada) y la secuencia de hechos la narración de una mente alucinada; o bien que el dibujo en la pared –que está ahí para facilitar la fuga–, “un vampiro con forma de pájaro”, sea un símbolo de una cuestión más sórdida.
Ninguno de los otros cuentos de “Qué vergüenza”, este primer y sorprendente libro de Paulina Flores, alcanza la perfección formal de “Teresa”. El cuento que da título trata, desde la perspectiva de una niña, sobre la cesantía y las humillaciones que esta acarrea; “Talcahuano” es un muy buen cuento de iniciación, emparentado, como todos los cuentos iniciáticos contemporáneos en América Latina, con “El juguete rabioso” de Arlt, aunque sin la pesadumbre e intensidad del argentino; “Tía Nana” es un relato sentimental que seguramente le sacará una que otra lágrima a tres cuartas partes de la clase alta; “Espíritu americano” explora, a partir de un recuerdo y una conversación, el resentimiento que engendra la explosiva mezcla de juventud, sexo y trabajo.
Como suele ocurrir, los cuentos que cierran el volumen son los más débiles. “Laika” podría haber sido escrito por la versión más sentimental de Murakami y nadie podría haber notado las diferencias. En “Últimas vacaciones” Flores intenta una epifanía que falla por completo; y el cuento, que hasta ahí era el relato de un pequeño paraíso en la mitad de una vida de limitaciones, se convierte en una manifestación de lealtad hacia la madre, identificando a esta, por alguna razón que se me escapa, con la naturaleza y el destino.
“Olvidar a Freddy” y “Afortunada de mí” son cuentos sólidos que no están a la altura de “Teresa” y “Talcahuano”. No importa, puesto que, en su conjunto, “Qué vergüenza” está entre los mejores libros de cuentos del año, junto con “Antecesor” de Rodrigo Torres y “Lo insondable” de Federico Zurita.

QUÉ VERGÜENZA
Paulina Flores
Hueders, 2015, 224 páginas

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