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Cultura

6 de Diciembre de 2015

Graham Greene en el Chile de la UP

Pocos recuerdan que el célebre escritor británico –que además oficiaba como informante de los servicios de espionaje de su país– recorrió nuestro país en los acalorados tiempos de la Unidad Popular. Acá se reunió en privado con Allende, viajó a Lota y a Chuqui, comprobó las secuelas etílicas de nuestras fiestas patrias y hasta fue acusado de no ser el verdadero Graham Greene. “Allende está haciendo una revolución bajo circunstancias de mayor dificultad que Fidel Castro”, fue su diagnóstico.

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Graham Greene aterrizó en Pudahuel el mediodía del 17 de septiembre de 1971. Venía invitado por el presidente Allende para conocer de primera mano este experimento tan raro del socialismo por la vía electoral. Traía, además, el encargo de escribir un artículo sobre el Chile de la Unidad Popular para “The Observer Magazine”, suplemento dominical del diario inglés “The Guardian”. Interrogado por una prensa ávida de definiciones políticas, declaró: “Fui corresponsal en Vietnam durante la guerra francesa y eso me hizo acercarme a la izquierda”. Apurado a dar una opinión respecto a Chile, declinó hacer declaración alguna hasta no tener una visión general del país.

Al día siguiente, 18 de septiembre, se celebraban las primeras fiestas patrias con Allende en la presidencia. Greene, invitado oficial, había recibido una tarjeta que le permitía acceder a la Catedral Metropolitana para presenciar el tradicional Te Deum. Al interior del templo numerosas ubicaciones permanecían vacías, con sus tarjetas de invitación como mudos testimonios del desaire. Afuera una multitud de pueblo esperaba ingresar. A poco de iniciarse la ceremonia fueron abiertos los accesos. La humilde marea desbordó los pasillos, trepó sobre sillas y diplomáticos y ocupó alegremente la nave del templo. Pero la invasión proletaria era apenas el aviso de una ceremonia que traía aún más novedades. Allende le había pedido al cardenal Silva Henríquez que la liturgia no fuera solo católica, sino que considerara a los otros credos religiosos establecidos en el país. El cardenal accedió y este fue el primer Te Deum ecuménico de nuestra historia. Greene, como buen católico, estaba altamente interesado en presenciar este rito de índole transversal. Más aún siendo un hombre de izquierda que intentaba conciliar ideología y fe. Grande fue su impresión al observar la ofrenda de las oraciones ejecutada por sacerdotes metodistas, protestantes, bautistas y por un rabino judío, todo ello ante la presencia de un presidente marxista y los representantes de todos los Estados comunistas del planeta.

Greene se encontraba sentado justo detrás del embajador de Estados Unidos en Chile, Mr. Korry. Poseedor de unas gordas y enormes orejas, le recordó una de las amenazas que pesaban sobre el socialismo chileno: la intervención norteamericana. El orejudo Kerry asistía a una de sus últimas actividades oficiales en Chile. Había sido reemplazado por el embajador Davis, recién llegado de Guatemala, coto de caza y laboratorio represivo de la CIA. Davis, sin duda, era un experto en golpes de Estado y su acreditación en Chile era una advertencia apenas velada. La otra amenaza que pendía sobre la Unidad Popular era el enemigo interno. A él se refirió el Cardenal Silva durante su homilía. “Es urgente que cada uno de nosotros expulse al Caín que tenemos dentro. La humildad es necesaria para reconocer al asesino en nuestro interior. Es más fácil declarar que la agresión viene desde el exterior. No, Caín va y viene de las profundidades de cada uno…”

Al finalizar la ceremonia Allende subió al convertible oficial y ahí, erguido y sonriente, saludó al pueblo de Santiago mientras recorría las cuadras que separan la Catedral de La Moneda. A lo largo del trayecto le rendían honores las diversas unidades militares acantonadas en Santiago. El jefe de este despliegue militar que cercaba el recorrido presidencial era el comandante de la guarnición militar de Santiago, el general Augusto Pinochet Ugarte.

EL ALMUERZO CON ALLENDE

Alojado en el céntrico Hotel Carrera, Greene fue lanzado a la calle por explosiones como de disparos. En la Plaza de la Constitución y frente a La Moneda se desarrollaba una ruidosa manifestación. Eran opositores a Allende que lo acusaban de haber restringido la libertad de prensa al no autorizar la expansión nacional del Canal 13 de la Iglesia católica. La negativa se basaba en que entonces, por ley, cualquier ampliación de cobertura debía considerar a todos los canales, no solo a uno. A ello se agregaba el cierre de la agencia United Press en Chile tras haber informado, falsamente, que un avión en el que había viajado Allende en su visita oficial a Colombia y que se había estrellado en la selva, venía cargado de armas hasta los topes. Por otro lado El Mercurio enfrentaba sus horas más difíciles. Una huelga de sus trabajadores, alentada por Sonia Edwards, la infortunada hermana díscola de Agustín, lo tenía al borde de la quiebra. Los partidarios de la UP se alineaban contra el decano pegando en sus autos una calcomanía con la frase “Chileno, El Mercurio miente”. En la primavera de 1971 el campo de batalla era la prensa y Graham Greene sería una víctima inesperada de la contienda.

Al día siguiente el escritor asistió a un almuerzo con Allende y varios de sus ministros. Para su sorpresa se le enseñó una noticia publicada por la prensa opositora donde se afirmaba que ese tal Graham Greene que visitaba a Allende no era el verdadero Graham Greene, el famoso novelista, sino un impostor que se hacía pasar por él, y que el presidente había sido objeto de un engaño grosero. Bajo las miradas entre divertidas y escrutadoras de sus anfitriones, Greene sintió que era víctima, nuevamente, de una pesadilla lúcida. Efectivamente existía ese impostor. Hacía un tiempo Greene había sufrido las airadas protestas de damas desconocidas que le reprochaban supuestos desaires. Así supo que circulaba por el mundo un sujeto, muy parecido a él, que lo suplantaba para seducir admiradoras y obtener crédito. Greene llegó a acumular un abultado archivo con las andanzas de este personaje. Entre las aventuras más espectaculares contaba con haber sido encarcelado en Assam y chantajeado en París, todo ello bajo el nombre de Graham Greene. Sin duda este enigma, cruce de realidad y ficción, se acomodaba perfectamente al carácter y a la obra de Greene; escritor de novelas de misterio y espionaje y, él mismo, agente del MI5 durante la Segunda Guerra Mundial. Cabía preguntar, entonces, si este inglés ya mayor, atento y discreto, era efectivamente el autor de “El tercer hombre” o su doble.

Despejado el curioso malentendido, Greene y Allende se lanzaron en una conversación franca y directa. Consultado por la amenaza de la intervención yanqui, Allende precisó no creer que los Estados Unidos fueran un peligro militar para Chile. En su opinión la derrota en Vietnam hacía altamente improbable una invasión tipo Santo Domingo. Sin embargo, le confidenció, una fuerza especial de paracaidistas chilenos se encontraba en esos momentos bajo entrenamiento norteamericano en Panamá y el gobierno chileno poseía pruebas de los intentos de adoctrinamiento a los que habían sido sometidos estos hombres. Allende, jugando en un fino y peligroso equilibrio, advirtió que el adoctrinamiento tenía dos caras y que por ningún motivo iba a provocar a los norteamericanos; en consecuencia, los oficiales chilenos seguirían yendo a esos cursos. Es más, en esos instantes, al tiempo que anunciaba el no pago de compensaciones a las empresas cupríferas norteamericanas tras la nacionalización del cobre, buques chilenos desarrollaban maniobras conjuntas con una fuerza naval americana en Valparaíso.

Greene salió del encuentro sumido en oscuras cavilaciones. Camino a un almuerzo con el demócrata cristiano Radomiro Tomic, las calles de Santiago le parecieron rezumar una sensación de peligro que antes no había percibido. Enormes carteles escritos en letras rojas gritaban pidiendo justicia por el asesinato del general Schneider. Y para entonces Brasil era gobernado por una junta militar y acababa de perpetrarse un golpe de Estado en Bolivia. Chile parecía ser la presa que el depredador iba rodeando lenta e inexorablemente. “El pesimismo –anotó– es un privilegio del visitante con pasaje de regreso. El optimismo es una necesidad vital para el hombre que toma las decisiones. Como extranjero, puedo caer en la indulgencia del pesimismo, que es aliado de la timidez… el doctor Allende está haciendo una revolución bajo circunstancias de mayor dificultad que Fidel Castro y su asalto desde la Sierra Maestra. Esta revolución requiere del líder menos carisma heroico que una extrema prudencia política, sentido del humor y un coraje no tan espectacular. Y optimismo, por supuesto, siempre optimismo”.

EL VINO DE LOTA Y EL ORGULLO DE CHUQUI

La siguiente parada de su gira, el mineral de Lota, lo impactó profundamente. La ciudad bajo un perpetuo torrente de lluvia, las calles que debían ser vadeadas como un río nueve meses al año, las mujeres y los niños parados bajo los aleros mirando el agua que caía minuciosa y sin tregua. El solitario cinematógrafo, “un pozo de moscas conservado en un museo”. Nada que hacer después del trabajo, salvo beber vino. Y el vino era barato. Al visitar el yacimiento de carbón le informaron que tras las celebraciones de fiestas patrias hubo 500 trabajadores inasistentes. Estando bajo tierra fue testigo directo de estas miserias. Un minero, borracho y llorando, vino a la oficina rogando que le permitieran trabajar. No podía afrontar el día no trabajado. La compañía tampoco podía afrontar el riesgo que representaba: fue rechazado. La ciudad le pareció como un viaje de pesadilla a la Inglaterra industrial del siglo XIX, aún más deprimente que las poblaciones callampa de Santiago. Al menos ellos, pensó, podían limpiar el rancho.

Al llegar a Chuquicamata el contraste fue total. Ahí no llovía nunca. Había cines, iglesias, tiendas repletas de productos y una banda tocando en el aire fresco y seco del atardecer. Las casas estaban pintadas de colores y encima de la población, como un ángel tutelar, campeaba uno de los mejores hospitales de América Latina. El día de su llegada se desarrollaba una pequeña manifestación. Recorriendo la fundición acompañado por un funcionario de la gerencia, pudo sentir, bajo los violentos destellos de las calderas, la mezcla de rabia y orgullo de los mineros de Chuqui. Le parecieron inalcanzables, muy distintos, por ejemplo, a los hombres de la industria textil Yarur en Santiago, con quienes pudo conversar tranquilamente. “¿Usted conoce a Agatha Christie?”, le preguntó entonces uno de ellos.

Greene descubrió que los mineros de Chuquicamata no se sentían iguales al resto de los trabajadores; se percibían a sí mismos como aristócratas del proletariado. La minera norteamericana Anaconda les había otorgado condiciones de vida muy superiores al resto de los obreros industriales chilenos. 100 escudos al día como mínimo de jornal, comparado con los 11 escudos al día –doblado por el gobierno– en las salitreras. ¿Acaso los mineros de Chuquicamata no se sentirían amenazados por la noción de igualdad entre los trabajadores? Le preguntó a uno de ellos qué había significado para él la nacionalización del cobre. Éste le respondió que la diferencia no era en términos de plata. “Ahora no hay miedo. Podemos hablar el uno con el otro mientras trabajamos. Antes el hermano del dueño se paseaba entre nosotros como si fuera el mismísimo demonio”. Y no exageraba. Greene comprobó, sorprendido, que a la entrada de la fundición los mineros habían cubierto una estatua del propietario de Chuqui, un gringo que acostumbraba poner de rodillas a los trabajadores que le parecían sospechosos para que le juraran lealtad ante un altar de cazuela vudú que incluía una calavera, un crucifijo y una estatua de la justicia.

Graham Greene permaneció dos semanas en el país. Al regresar a Inglaterra escribió el artículo sobre Chile. El recuerdo de Allende haciendo equilibrismo entre tantas amenazas lo llevó a titularlo “Chile, The Dangerous Edge”, esto es, “Chile, El Borde Peligroso”. El mismo título que más adelante, curiosamente, tendría su propia biografía.

Ante el dilema y la esperanza de que el socialismo chileno fuera capaz de superar tantos y tan peligrosos obstáculos, Greene recordó a un viejo obrero comunista chileno, quien le dijo una noche al sentarse a comer: “¿Usted piensa que tenemos una oportunidad?”. Greene escribió lo siguiente: “Y yo pensé en los generales, en Brasil y en Bolivia y en Mister Davis y en la CIA, en la lluvia y en la desolación de Lota y en los ranchos de Santiago, y en los orgullosos y bien pagados mineros de Chuquicamata, y en el expresidente Frei esperando a un costado. Dos líneas de Shelley vinieron a mi cabeza: “A la esperanza, hasta que la esperanza cree / Desde su propio naufragio las cosas que contempla”. Honesto y muy inglés, con la escueta distancia de los tímidos, Greene respondió: “Yo creo que tienen una oportunidad razonable”. El obrero, silencioso, asintió con la cabeza demostrando su acuerdo.

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