Columna: SENSATEZ Y SOCARRONERÍA

Antiprosa
Nicanor Parra
Ediciones UDP, 187 páginas

“Me pareció que había un gran vacío, una gran grieta, entre la literatura y la vida real. Yo dije: «Esto no puede ser, los poetas nos están haciendo huevo de pato». Tendrá que existir una manera –pensaba yo- de llevar la vida tal cual a la poesía”, dice Parra en su “Charla de Temuco”, en 1982. Treinta y tres años antes, en una carta Tomas Lago, su dictamen es mucho más elocuente: “La poesía egocéntrica de nuestros antepasados en que ellos tratan de demostrar al lector cuán estimable o repudiable es el ser humano, cuán inteligentes y sensibles son ellos, cuán dignos de consideración son los objetos de este mundo, debe ceder el paso a una poesía más objetiva de simple descripción de la naturaleza del hombre”.

La antipoesía de Parra, concebida como una antítesis de la poesía lírica, un matrimonio entre psicoanálisis y surrealismo, lógica cartesiana y socarronería sureña, poesía de cantor de ópera y antipoesía inspirada en el lenguaje de la tribu, fue uno de los grandes acontecimientos literarios del siglo pasado; una “agresión a la poesía personal y sus fundamentos espirituales”, como dijera Federico Schopf, un intento por conciliar los contrarios, por dominar el arte de hablar bien en público, de hallar un idioma para expresar las contradicciones del mundo moderno. “La angustia, la desesperación, la nostalgia, son algunos aspectos parciales del alma humana […] preferiría trabajar a base de elementos menos usados: la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna, me atraen con una fuerza especial”.

Antiprosa abarca cincuenta años de la “producción” en prosa de Nicanor Parra. Compuesto por una carta, su tesis doctoral sobre Descartes, el socarrón discurso que ofrece a Neruda (en el que cada elogio es también un puñalazo), entre otros, cada texto presenta claves de lectura sobre el trabajo que precedió la creación de la antipoesía o detalladas explicaciones de la relación entre antipoesía y mundo actual.

La experiencia de leer a Parra en prosa no es muy distinta a la de leer al Parra de los discursos de sobremesa y otros poemas. En ambos casos se advierte el carácter ladino y esquivo del hablante, su rechazo al dogmatismo y la seriedad, además de varios atisbos del energúmeno que se apoderará casi por completo de la antipoesía en “Versos de salón” (sobre todo en el discurso de recepción de Neruda). Sin embargo, también hay un Parra franco, menos avieso que lo acostumbrado, aunque jamás del todo transparente. En “Poetas de la claridad” se adscribe a un canon relativamente nuevo en Chile, el “canon de la claridad conceptual y formal”. Visto en retrospectiva, sabemos que esa declaración fue con el tiempo corregida. Parra es un poeta claro que esconde la mano cada vez que tira una piedra; su antipoesía tiene tal resistencia a la interpretación –o tal apertura- que permite que se lo lea como un poeta teológico o como un humorista. Quizás, como ocurre frente a la mayoría de la poesía, habría que dejarse llevar por la erótica antipoética, ese extraño placer en el que asisten al mismo tiempo la sensación de chacota y tomadura de pelo con la revelación de verdades mundanas que se pasan por alto, o como dice él mismo: “la inteligencia, en vez de aclarar los problemas, no diré que los oscurece, pero nos da una solución insatisfactoria”.

Antiprosa refuerza la percepción de que Parra solo se siente cómodo cuando no se compromete con una narrativa o una línea lógica, de alguien que se siente más en su zarza al lado de los sofistas que de Marx, lo que, dicho sea de paso, a muchos todavía no los deja sorber tranquilos su tacita de té.