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Mundo

9 de Febrero de 2016

El relato que le hará pensar más de dos veces si vuelve a un restorán de comida china

"El jamón de cerdo que se consume en la mayoría de los restaurantes chinos, no es de cerdo. Es una mezcla de almidón de papa, sangre, colorante, rabadilla y cuero de pollo, grasa de res y cerdo, con la que se consigue un producto que cuesta 1800 pesos la libra y es, por supuesto, el favorito de los restaurantes chinos", cuenta una cronista del sitio Soho.

Por

comidachinaYT

Los hay por montones, algunos curiosamente vacíos todos el día, mientras que otros con largas esperas, sobre todo en relación con el delivery. Son los restoranes chinos, establecimientos que esconden los secretos de la milenaria comida del gigante asiático, además de otros curiosos componentes. Una cronista del sitio Soho se internó en dos de éstos y aquí parte de su relato.

“Del primero salí corriendo a mitad de turno mientras Ye-Ni (la dueña) gritaba “¡Señola, señola! ¡Conteste teléfono!”, y del segundo me fui un domingo a las diez de la noche luego de que Ye-Ni (también se llamaba así) se despidiera esperando verme al otro día. No renuncié oficialmente, pues me lo impidió la emoción de saber que mi último turno en un restaurante chino llegaba a su fin”, apunta Carol Ann Figueroa antes de describir su experiencia en dos locales ubicados en Colombia.

Según dice, tras esa fatídica experiencia “atrás quedaba el aturdidor mandarín de mis empleadores; atrás, el empolvado rostro de Mao-Tse Tung observando la explotación a la que sus coterráneos someten a los míos; atrás, el olor a grasa, los pegotes de jabón y tierra en los trapos; atrás, las cebollas medio podridas y los sospechosos camarones. No más servir y almorzar chow fan, ni racionar salsa de soya como oro líquido, ni servir salsa agridulce rendida con agua o desmenuzar pechugas hasta el tuétano”

Relata que cuando llegó a pedir trabajo y tras algunos reveses, arribó hasta su primera cocina, esto luego de aceptar condiciones laborales de 10 a 10.

“Don Jaime (decidí que su nombre era Hai-Mei o algo así), apareció tras la puerta de vidrio ataviado con un raído pantalón de paño color gris ratón, un esqueleto decorado con sangre seca y grasa, y un par de sandalias que hacían imposible ignorar el ancestral descuido de sus uñas. Atravesamos el garaje esquivando verduras en el suelo; acomodando canastas de gaseosa, bolsas de basura y traperos sucios; cuidando el equilibrio al pisar los regueros que decoraban cada baldosa”.

Tras esa ingrata primera impresión, dice que lo vino no fue tanto mejor. “La cocina era un sinfín de abandono y suciedad: sobre una mesa de madera, dos cucarachas conquistaban el monte de ciento cincuenta pechugas que tenían al frente, mientras a sus espaldas, una orgía de platos y ollas sucias amenazaba con desfondar el lavaplatos. Dos morenas de mirada cansada y sonrisa alegre corrían interpretando las indicaciones de don Jaime, mezcla de un malhumorado mandiñol y mímica, con el cual me hizo entender que debía asear el salón y los baños antes de lavar la loza, y que tenía que hacerlo “lápido, lápido”.

Luego, y después de presenciar una escena de celos que casi terminó en sangre, cuenta que se sentó junto a otras mujeres a  desmenuzar “pechugas relamidas por cucarachas”.

“Al día siguiente regresé creyendo que la experiencia bastaría para ganar tiempo y analizar las carnes, sin calcular que tendría que lidiar con secuelas del problema marital: vasos y platos rotos en la barra, comida estrellada contra los cristales, sillas volcadas y manteles escurridos me dieron la bienvenida”.

Después de comprobar que el asunto era insostenible se fue para infiltrarse en un segundo lugar.

Era “un luminoso restaurante de Suba, patrimonio de una familia que, pese a tener tres negocios y vivir en Bogotá por quince años, no hablaba español. Solo Ye-Ni, la hija mayor, entendía lo que sus tres mensajeros y dos meseras decían, mientras el yerno y los abuelos trabajaban callados en la cocina”.

“Solo me hablaron para reprenderme por usar agua limpia o botar comida descompuesta, pues, a su juicio, una cebolla ennegrecida aún servía, y para lavar ochenta platos bastaba un balde de agua lluvia cargada de sedimento. ¿Cómo? Sumergiendo todo en un platón con jabón en polvo, para pasarlo luego a un platón sin jabón. Aunque al ‘quitar el jabón’ del décimo plato la operación perdía sentido dado que el platón ‘limpio’ ya estaba sucio, el tema dejó de importarme cuando me cansé de recibir regaños. Bajo ese mismo esquema, todos los trapos y traperos eran un pegote de grasa vieja”, describe.

Confiesa que en ese lugar “la familia no consumía lo que vendía, y su dieta estaba compuesta por duraznos, té, arroz blanco, algas y pescado”.

“Nunca vi trozos enteros de cerdo, ni pude ver cómo preparaban la salsa agridulce o los rollitos primavera, de modo que sus ingredientes eran un misterio, como también lo era la infusión que usaba la abuela cada vez que ejecutaba un desagradable ritual: dos veces al día sumergía los pies en un balde con agua tibia y plantas, y durante media hora se sacaba el mugre de las uñas, mientras masajeaba sus piernas, cuya coloración era similar a la de los camarones. Al terminar, volcaba el agua sucia junto al platón de la loza, y volvía a cocinar sin lavarse las manos”.

“Más de una vez corrí al segundo piso para ocultar las arcadas que me producía la escena, fingiendo que subía a picar cebollas. Aquel fue mi refugio, pues además de ser el único lugar sin cámaras, funcionaba como bodega y tenía pegada en la pared una lista de proveedores que copié por tandas. El origen de los camarones y el cerdo fue mi prioridad, así como una empresa cuyo nombre identificaba varios bultos, y que resultó tener sede en Shandong, China. Se trataba de FuFeng, empresa productora de glutamato monosódico, un potenciador de sabor básico en la cocina oriental, que tras hacerse famoso en 1968 por causar el “síndrome del restaurante chino” (dolor de cabeza, rubor y palpitaciones), se volvió protagónico en las comidas rápidas de todo mundo”, agrega.

Otro de los asquerosos pasajes que narra la cronista es que “el jamón de cerdo que se consume en la mayoría de los restaurantes chinos, no es de cerdo. Es una mezcla de almidón de papa, sangre, colorante, rabadilla y cuero de pollo, grasa de res y cerdo, con la que se consigue un producto que cuesta 1800 pesos la libra y es, por supuesto, el favorito de los restaurantes chinos”.

Los chinos no son los únicos que basan la rentabilidad de su negocio exprimiendo enfermizamente sus recursos —pensé mientras me despedía.

“Desde ese día hasta hoy, tardo más de la cuenta en el supermercado y la carnicería y no soporto la idea de pedir comida china a domicilio. Antes de dormirme, recuerdo a quienes fueron mis compañeros de trabajo y agradezco profundamente no estar obligada a ganarme la vida en una cocina china”, concluye.

Leer el artículo completo acá.

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