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Opinión

22 de Marzo de 2016

Columna: “De la realidad no se escapa”, Canciones espectrales de Christopher Rosales

Para Christopher Rosales (1989) la muerte es metonimia del futuro. Desde esa premisa se construye la novela Canciones espectrales. La muerte de los Monroy's Destruction. En ella el autor recoge la estética cruda de los metaleros. Sus personajes hacen frente al Poder con una violencia manierista, teatral, de poses y gestos adoptados, subvirtiendo el fetichismo de las mercancías en el fetichismo del más allá.

Mario Guajardo
Mario Guajardo
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Canciones Espectrales
Ya en 1999 los zapatistas consideraban a los metaleros (y otras comunidades por el estilo) como iguales, una parte de ese “otro” subterráneo, diferente, el colectivo difuso que se organiza en dispersión y cuya mera existencia es una forma de resistir. Pero, ¿resistir a qué o contra qué?, podría preguntar más de alguno arriba de la pelota. Según los zapatistas, contra quienes insisten en que todos seamos más o menos iguales, a saber: el Estado, el Capital, la Publicidad, o cualquiera de los ángeles guardianes del paraíso del Poder. Me parece que todas las diferencias castigadas por la normalidad (homosexuales, hiphoperos, poetas, feministas, sindicalistas, metaleros, universitarios, punks, mapuche, anarquistas, flaites y etcéteros, como diría el antes conocido como Marcos) todos ellos se parecen y se encuentran en la lucha a veces ciega por recuperar un horizonte de futuro donde esa diferencia tenga lugar efectivo más allá de la utopía.

Para Christopher Rosales (1989) la muerte es metonimia del futuro. Desde esa premisa se construye la novela Canciones espectrales. La muerte de los Monroy’s Destruction. En ella el autor recoge la estética cruda de los metaleros. Sus personajes hacen frente al Poder con una violencia manierista, teatral, de poses y gestos adoptados, subvirtiendo el fetichismo de las mercancías en el fetichismo del más allá: “Era como si su voz sepulcral nos llamara constantemente. Una petición extraña desde el más allá: quiten la cruz, sáquenla, inviértanla. Sentíamos la urgencia de responder a ese llamado, queríamos servir a Monroy.” (p. 20). Si el mundo y el Poder ofrecen lo ya sabido, los personajes de la novela por su lado eligen a Monroy. Seducidos por la figura que según la leyenda ha engañado al mismísimo Diablo, nombran la banda de death metal que conforman en su honor: Monroy’s Destruction. Ahora bien, desde la periferia occidental ocupada por nuestro país, el destino de ésta y tantas otras bandas muchas veces no pasa de ser “un destello oscuro que se apagó en la inopia del panorama metalero tercermundista” (p. 26). ¿No estamos malacostumbrándonos a ver cómo lo que promete ser la libertad al final del camino termina siendo la destrucción de sí mismo, de la comunidad, de la banda? El narrador de esta novela se ha rendido, ha relegado su convicción de metalero a escuchar música en la micro y nos habla desde la sumisión no asumida del trabajo, las corbatas y el pelo corto. Pero el Guatón, protagonista de este delirio de ruido blanco, es distinto; él si paga el precio de Monroy para entrar de lleno al futuro.

Su nombre de pila paradójico es Emanuel (o sea: “Dios está con todos nosotros”). Guatón es el paradigma, el alfa y el omega del grupo de death metal Monroy’s Destruction. Con él, la banda- metonimia, por supuesto, de la otra banda más grande que es la sociedad, la comunidad o como se quiera llamar- alcanza su apogeo y también su sentencia de muerte. Emanuel encarna la paradoja de los Monroy: “Era amigo del otro guitarrista y hermano del batero, pero claramente no tenía talento. Ninguno de nosotros en verdad lo tenía, pero él menos que nadie. No sabía tocar nada y era gordo.” (p. 10).

Sin embargo, esta banda no es sólo u grupo de adolescentes que hace música sino que también visita asiduamente el mausoleo de Monroy durante la madrugada, sacrifican animales para alimentar el alma de su mentor y utilizan la ouija para hablar con él y recibir su palabra en espera de la parusía demencial del difunto:

Con todo, Monroy nos impulsaba a gritos a hacer cosas por él. Nos pedía que lo liberáramos y que divulgáramos su palabra. Eso resultaba un problema porque aparte de los enfrentamientos con los cuidadores, no teníamos la más puta idea de cuál era su palabra, su mensaje de caos (o de amor) para el mundo.

Buscábamos respuestas, como todos, pero nos pasaba lo que siempre pasa con esas respuestas: suelen ser un eco profundo, desesperado e ininteligible. En este caso era nuestro propio eco diluido en las paredes de un mausoleo altísimo y desolado, del que poco y nada sabíamos, pero que intuíamos de un significado hermoso, un sentido cantado por ángeles caídos y de voces intensamente guturales. (p. 21)

Ajenos al mundo cotidiano de la sociedad que los cobija, estos jóvenes, ávidos de algo más, de un sentido, radicalizan su vida sirviendo a una estética que debe ser tan violenta y opresiva como el presente de la comunidad que los rechaza por ello. Su afán no es necesariamente el de un rechazo a la sociedad, sino más bien el de generar una distancia con los valores que esa sociedad encarna. En un episodio desopilante en que la banda, antes de encontrar su inspiración en Monroy, participa de un bingo vecinal y terminan siendo pifiados por la mayoría de la gente- a excepción de un pequeño corro que baila o corea sus canciones- la reflexión del narrador enternece por su voluntad fallida de élite:

Nunca más nos invitaron a eventos de este tipo. Igual ni nos importaba. Lo que nosotros hacíamos no era para todos ni queríamos que así fuese. La radicalidad de nuestras voces y guitarras requerían toda una comprensión discursiva, existencial, filosófica si se quiere, que la gente promedio —el mainstream— estaba muy lejos de alcanzar. (p. 66).
¿No hay en este rechazo un reclamo por la diferencia? Alejarse del promedio, de la masa y de lo obvio es el objetivo de quien desea que el promedio y la masa lo reconozca como parte de sí. Si se trata de buscar (o inventarse) salidas alternativas entre las redes del Poder, bien puede ser que una de esas salidas sea el reconocimiento o la proyección de un sin salida. No sólo la historia de Canciones espectrales lo demuestra, sino también el estilo antitético y paradójico de Rosales: “Fue un momento eterno, que en realidad duró nada” (p. 65). Sucede también con el amor y sus consecuencias, con el mensaje último de Monroy y del más allá:

La vida es una mierda y te lo dice; el amor no existe, la carne manda, la monogamia es otro invento más del cristianismo impostor; los que creen y le cantan al amor, deben atenerse a las implicancias siempre nefastas que van de la mano: la traición, el engaño, la mariconería; y ahí está para refregarte lo importante del placer sexual, la invocación de Pititis y el onanismo feroz, endemoniado. Dios es un maraco y su hijo se gasta parejo como su padre también; el metal no, el metal es realidad y de la realidad no se escapa, hueón. Nadie escapa. Ese era el mensaje del difunto Monroy, no otro. (p. 81-2).

Quienes lean la novela no deben olvidar que estas son las reflexiones del narrador, muy distintas a las que podría hacer el propio Emanuel, quien descifra mensajes muy distintos en la voz de Monroy durante los experimentos con ruido blanco (recomiendo poner especial atención en el capítulo doce, decisivo para comprenderlo todo o nada en esta historia). Por el camino inescrutable de unos metaleros huachacas, la novela de Rosales propone la necesidad de proyectar un futuro muy, pero muy distinto a este presente ciego y perpetuo, un futuro donde quepan todas las diferencias estéticas y sociales, y donde esperamos que el trabajo de este autor señale caminos tan extremos y riesgosos como esta primera novela.

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Canciones espectrales. La muerte de los Monroy´s Destruction
Christopher Rosales
82 páginas
Abducción Editorial
Santiago de Chile, 2016
ISBN: 978-956-9673-05-4
Precio de referencia: $8.000

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