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Opinión

20 de Abril de 2016

Editorial: Aylwin

El gobierno de Aylwin no sólo fue el triunfo de la democracia, sino también una construcción política compleja que reunía dos mundos hasta hace poco enfrentados. Es cierto que en las calles ya se habían ido juntando antes, pero la DC de Aylwin había apoyado el golpe de Estado, y la izquierda cargaba un monte de muertos, torturados y exiliados producto de ese golpe. Su tarea era titánica: generar una democracia gobernable.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL-643

Yo tenía veinte años cuando Augusto Pinochet le entregó la banda presidencial a Aylwin. No se la pasó directamente, sino a través de un estafeta de guantes blancos que se la hizo llegar a Gabriel Valdés, que aunque le hubiera gustado estar en el lugar de Aylwin en esos momentos, participó de la escena como presidente del Senado. El locutor televisivo, de puro nervioso y para distender una escena tan tirante y rara como un dictador asesino entregando el poder, dijo: “lo habitual es que cada presidente traiga su propia banda”. Nosotros sólo habíamos visto durante los últimos 17 años a Pinochet con banda, de manera que eso de que cada cual llegara con su propia banda tricolor era lo menos habitual del mundo. Aylwin entonces no me causaba fervor. A ninguno de mis amigos, en realidad. Formábamos parte de un movimiento social mucho más grande que la persona a cargo de representarlo en el gobierno. No fue Aylwin quien ganó esa elección, fue el triunfo de todos los movimientos democráticos chilenos. Cualquiera hubiera sido su candidato, yo apuesto que ganaba. De hecho, no fue una estrategia de marketing la que lo llevó a la presidencia. Fue una profunda negociación política. Tuvo sus dobleces pequeños, porque no hay política sin pequeñez, pero primó el cálculo profundo. El gobierno de Aylwin no sólo fue el triunfo de la democracia, sino también una construcción política compleja que reunía dos mundos hasta hace poco enfrentados. Es cierto que en las calles ya se habían ido juntando antes, pero la DC de Aylwin había apoyado el golpe de Estado, y la izquierda cargaba un monte de muertos, torturados y exiliados producto de ese golpe. Su tarea era titánica: generar una democracia gobernable. Pinochet había entregado la banda, pero sólo una parte del poder. Permanecían activos algunos grupos terroristas que no estaban para componendas. Para nosotros, el tema central eran los derechos humanos. Ser de izquierda era, ante todo, gritar que vivíamos en un país lleno de desaparecidos, criminales sueltos y fascistas que justificaban la crueldad. No recuerdo que pidiéramos nada parecido a universidad gratuita para todos. Ni siquiera nuestra ambición sin medida llegaba a eso. A veces discurríamos acerca de la revolución socialista, pero era una mezcla de construcción teórica, compromiso con la causa de los pobres y emoción libertaria, porque ahora que lo pienso, estábamos lejos de hacerla si acaso apoyábamos a Aylwin. Hubiéramos querido participar de la UP, pero debimos conformarnos con ella como sueño perdido. La UP también era un tiempo donde los revolucionarios seguían vivos y donde no tenían límite las pretensiones políticas, donde la justicia deslindaba con el infinito. Aylwin tiene el sabor del éxito y de la derrota al mismo tiempo: eso es la medida de lo posible. El reconocimiento del límite humano. No fue el paraíso en la tierra lo que Aylwin le heredó a su país. No existe el arte aylwinista. Acorde con su máxima aristotélica, fue un buen animal político. Es el padre de nuestra reconstrucción democrática. Yo lo vi contradecir a un estadio lleno. Nunca mostró interés por el dinero. En una democracia, es fácil querer más de lo que se puede, lo difícil es poder lo que se quiere.

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