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Nacional

12 de Junio de 2016

Carlos Peña rechaza ataque a iglesia y lo califica como “espeluznante”

El rector de la Universidad Diego Portales (UDP), Carlos Peña, en su habitual columna en El Mercurio, se refirió al comentado incidente que ocurrió durante la última marcha estudiantil, cuando un grupo de encapuchados entró a la Iglesia de la Gratitud Nacional y destruyó el Cristo del recinto.

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El rector de la Universidad Diego Portales (UDP), Carlos Peña, en su habitual columna en El Mercurio, se refirió al comentado incidente que ocurrió durante la última marcha estudiantil, cuando un grupo de encapuchados entró a la Iglesia de la Gratitud Nacional y destruyó el Cristo del recinto.

Para el académico, “la imagen de una turba enardecida haciendo trizas una imagen de Cristo crucificado es simplemente espeluznante”.

“¿Qué puede explicar que un grupo de jóvenes planifique el asalto a una iglesia, se haga de una imagen venerada por los creyentes, la saque a la calle y la destruya? ¿Qué razón puede haber para tamaña estupidez, para ese acto gigantesco de irracionalidad, para ese escupitajo?”, recalcó.

Agregó que “por supuesto, el incidente del Cristo roto -una pálida manera de designar la ofensa, sin duda dolorosa, causada a miles y miles de creyentes- no es más que un ejemplo de otros incidentes de parecida irracionalidad que, con una frecuencia exasperante, ocurren”.

A reglón seguido, Peña intentó dar una explicación al hecho descrito, deslizando que el responsable fue una “turba”. “Al igual que una masa, según la vieja descripción de Freud, derrota la delgada capa de censura y de racionalidad que contiene y logra cercar, sujetándola dentro de límites manejables, la parte animal que habita en todos los seres humanos”, sostuvo.

“Basta que un grupo de personas suficientemente grande, alimentada por el combustible de una pulsión, por el sonido tribal de los tambores y los gritos, experimente el placer y el abrigo del anonimato y de la manada, la transitoria sensación de que la censura no existe, el arrullo de las consignas y los carteles, la transitoria sensación de hermandad que produce la simple emoción, para que en cada una de ellas brote y florezca la irracionalidad, ese rasgo que habita el alma humana y que, a la menor oportunidad, toma las riendas. Por eso no es raro que este tipo de fenómenos ocurra en las manifestaciones. No es culpa de quienes las organizan, sino del clima que ellas generan: la sensación transitoria de que no hay reglas, que por un momento los límites se disolvieron y que, por fin, las pulsiones tienen su hora”, expresó.

De manera posterior, el rector se pronunció respecto a las declaraciones de Felipe Berríos, quien afirmó que los responsables del destrozo “son jóvenes mimados por el consumo”. Ante tales palabras, Peña puntualizó que “a primera vista” la explicación del sacerdote parece una “exageración”.

“¿Acaso esos jóvenes no se quejan también de los excesos del lucro y del consumo?; pero cuando se la mira más de cerca equivale a una ajustada descripción de la realidad. Quienes tienen hoy entre 16 y 21 años constituyen la generación que, en toda la historia de Chile, ha dispuesto de los mayores niveles de bienestar material y simbólico; en una palabra, de consumo. Se trata de jóvenes que han experimentado una notable movilidad intergeneracional”, escribió.

Con todo, subrayó que “es probable que ese fenómeno haya alimentado en cada uno de ellos una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia que se suma a la natural falta de control de impulsos que impera en la adolescencia: la idea de que basta que algo sea afirmado por la propia voluntad para que, entonces, sea definitivo, la absurda convicción de que sus ocurrencias ocultan la verdad definitiva y están amparadas por una indudable justicia, la creencia en que lo que ellos no logran comprender (por ejemplo, el misterio que la Cruz ejemplifica), simplemente no tiene razón alguna, ni derecho, de existir (ni siquiera en imagen)”.

Finalmente, Peña recurrió a la sociología, citando a Durkheim, para esbozar la siguiente reflexión: “Él ayuda a develar la paradoja de ese Cristo roto en la Alameda: fue el mal del infinito el que motivó la profanación de esa imagen, la incapacidad de todos esos jóvenes enfundados de negro -que se aleonaban unos a otros con tambores y gritos tribales- para contener sus deseos y comprender que la vida en común impone renuncias y que el infinito no es, desgraciadamente, de este mundo”.

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