“Joaquín El Chapo Guzmán, el varón de la droga” es el nombre de la biografía sobre el famoso narcotraficante mexicano, capturado en enero de este año, luego de concederle una entrevista al actor Sean Penn. El autor del libro, Andrés López, fue miembro del Cartel del Valle hasta el año 2011, cuando decidió entregarse voluntariamente a la policía y dedicarse a escribir otras joyas del género: “El cartel de los sapos” y “El señor de los cielos”. La historia del Chapo que se acaba de publicar en Chile, se transformará en una serie de televisón producida por Univisión y Netflix. A continuación, un extracto sobre la infancia y adolescencia en Sinaloa del capo más rico y poderoso del planeta.
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La primera influencia importante del Chapo Guzmán fue la de su abuela, quien no tenía pelos en la lengua y decía las cosas con franqueza. La sexagenaria no le permitía indecencias y hacía sentir su poder sobre Joaquín con una rigurosidad que daba miedo, pero a la vez infundía respeto, razón por la que desde muy niño aprendió a rezar.
La segunda influencia la recibió de su gran amor: su madre, doña Consuelo. Fuerte al igual que él, amaba la música y le enseñó a bailar. Don Emilio, su padre, lo encerraba en el clóset para que no le tuviera miedo a la oscuridad. Nada más lejos de la realidad. El Chapo creció amando los colores de la vida. Cuando todo estaba oscuro, se petrificaba, pero rápidamente y por reacción natural, buscaba una salida. Era su única debilidad, si así se le puede llamar, pero nadie, ni sus primos, la conocían.
Una noche de Navidad, el Chapo, su hermano Aurelio y el hijo de la empleada, Candelario, después de interpretar los tres reyes magos en el pesebre de tamaño real que su papá había elaborado con gran pericia, recibieron los regalos de su propia mano.
Aunque Candelario no era su hijo, don Emilio lo trataba como si lo fuera. Por orden de edad, les entregó pistolas de plástico. Los chicos se miraron con cierta risa burlona. Emilio ignoraba que, con lo que habían descubierto la noche anterior, esas pistolas eran realmente de juguete.
Candelario se paró sobre los hombros del gordito Aurelio para bajar el pesado costal que el Chapo se llevó a escondidas al potrero donde improvisaron un polígono de tiro con las armas y municiones descubiertas. Jugar con pistolas de verdad era un secreto y una adicción que solo dejaban cuando iban don Rafael y doña Alicia a visitarlos.
El motivo era Jessica, la hermosa hija de don Rafael y doña Alicia. Jessica era rubia, alta, de ojos azules y todos suspiraban por ella. Los tres muchachos corrían a jugar con las armas cuando el motivo de los suspiros se marchaba.
Un día de tantos los encontró el padre de Candelario, que casi siempre estaba borracho. El viejo agarró a su hijo a golpes. El Chapo tomó una de las armas para exigirle que no le pegara a su amigo. En ese momento llegó don Emilio y el Chapo cambió la dirección del arma sin poder evitar la reacción de su padre, que les quitó y les prohibió seguir jugando con sus fuscas.
Desde ese día el Chapo aprendió que las armas no son para mostrarlas ni para jugar. El Chapo hubiera aguantado el regaño con humildad, pero no le perdonó a su padre que lo hubiera hecho delante de Jessica, quien ese día había ido a visitarlos y le sonreía cómplice, mientras él, contrariado, le preguntaba a su padre: “¿Por qué usted sí y yo no?”.
Después de que sonaba la campana, el Chapo, su hermano Aurelio y Candelario se encontraban en la salida de la escuela para hacer lo que más les gustaba: ir a disparar. Llegaron al extremo de robar gallinas para practicar con un objetivo en movimiento. También recogían botellas para luego hacerlas explotar al ¡bang! de los disparos.
El Chapo llegó una vez a su casa y encontró a su mamá molesta. Pensó que si la hacía cómplice de su gran amistad con Jessica le pasaría el disgusto, pero doña Consuelo le explicó el motivo real de su estado de ánimo: que él hiciera trampa en los exámenes. Ella, que se había esmerado en enseñarle pintura y cultura general, se sentía decepcionada con la actitud de su hijo. El Chapo le explicó que se trataba de un examen de matemáticas, y ella tuvo que prometerle que también se encargaría de enseñarle matemáticas.
El Chapo pensaba que si aprendía matemáticas por fin podría encargarse de las cuentas del negocio del tío Trinidad, a quien llamaban Trini. Doña Consuelo le tuvo que hablar fuerte. Él sería un hombre de bien el día de mañana. No un bandido. Una vez aclarado el punto, volvió al tema anterior: Jessica.
El Chapo se presentó el otro día a la escuela, vestido de norteñito, con la idea de declararle su amor a Jessica por medio de una carta a la que su mamá le había corregido los errores ortográficos. Pero fue recibido con la noticia de que la niña, ese preciso día, se había ido a los Estados Unidos con su familia, supuestamente, de vacaciones.
Como si ese golpe que lo destrozó emocionalmente no fuera suficiente, los hermanos Beltrán Leyva, Arturo, Alfredo, Carlos y Héctor, sobrinos de José Luis Beltrán, amo y señor de la región, se confabularon y le sacaron la carta de entre sus cosas. Uno la leía en voz alta y los otros azuzaban a sus compañeros para que se rieran y burlaran de él; le repetían que Jessica nunca podría enamorarse de un ñato y mucho menos de un chaparrito, de un Chapo. Todos comenzaron a gritarle: ¡chapo, chapo, chapo!. Todos menos su hermano Aurelio y Candelario, que se les plantaron a los Beltrán Leyva: “Órale, putitos, vamos a ver de a cuántos nos toca”.
La madre del Chapo tuvo que acudir a la escuela para firmar la matrícula condicional de Joaquín y de Aurelio. Candelario, que casi acaba con los Beltrán Leyva por defender al Chapo, fue expulsado.
El Chapo, sin Jessica y sin Candelario, no quiso regresar a la escuela, y menos cuando se enteró de que Aurelio se enrolaría en el ejército. Prefirió ir a los sembradíos del tío Trini, de quien aprendió sobre narcotráfico.
El tío Trini quería mucho a su sobrino, sabía escucharlo. El Chapo sentía que, aparte de su madre, su mejor amigo, su consejero y hasta su padre sustituto era el tío Trini. Éste le decía: “Cuando te dedicas al negocio prohibido, tener hijos se convierte en un peligro”. Por eso Trini nunca se casó y nunca tuvo hijos, pero el Chapo olvidó el consejo rápidamente.
Doña Consuelo le manifestó a don Emilio, su esposo, la preocupación porque al Chapo no se le quitaba la tristeza y no quería regresar a la escuela. Para don Emilio lo importante era que trabajara para ganarse la vida sin meterse en problemas. Más vale ser pobre, pero honrado. Y es que don Emilio vivía de vender lo que sembraba. No más. Los problemas que trae el tráfico de drogas eran algo que él no quería en su vida. Era fácil entender su doble moral (siembra, cosecha y vende pero hasta allí. Dedicarse al narcotráfico es un pecado de Dios), pues en Sinaloa cosechar marihuana o entrar al negocio era lo normal.
Por cada año que pasó, el Chapo esculpió en el árbol de los recuerdos un corazón con sus iniciales y las de Jessica. Candelario le dijo que era el quinto corazón que tallaba y le sugirió que olvidara a Jessica y se fijara en Alejandrina, quien se moría de amor por él. Con el tiempo, Alejandrina llegaría a ser la primera esposa del Chapo.
El Chapo abandonó la tristeza cuando Candelario le advirtió que el tío Trini los estaba esperando para un trabajo especial. Juntos se dirigieron al rancho del tío; al llegar, vieron un movimiento raro. Trini, que tenía comprado al ejército y al gobierno con mucha lana, había sido asesinado por Reinosa, un comandante de la policía a quien el tío Trini le había llenado los bolsillos de dinero. El comandante Reinosa primero lo desarmó; después lo arrestó y le disparó varios tiros. Luego trató de cargarle el muerto al Chichicuilote, quien era muy amigo del tío Trini.
El Chapo sufrió por la pérdida de su tío y por primera vez juró sobre una tumba que no quedaría tranquilo hasta que el culpable pagara su crimen con sangre. Le pidió al Chichicuilote que le diera una pistola; éste se negó: “Una vez que las manos se llenan de sangre ya no se pueden limpiar, y mucho menos se puede olvidar”.
El Chichicuilote se propuso matar al asesino de su amigo y patrón, pero el Chapo tenía otros planes. Siguió al Chichicuilote y cuando tenía arrinconado al comandante Reinosa, el Chapo salió de su escondite portando un cuerno de chivo. A continuación abrió fuego: el comandante Reinosa recibió cuarenta tiros, la misma cantidad que él le diera al tío Trini. El Chichicuilote, impresionado, le dijo: “Chapo, eres un chamaco muy abusado. No cualquiera tiene los bríos de desenfundar un cuerno de chivo y asesinar a cualquier cristiano”. El Chapo contestó: “En primera, ese desgraciado no era ningún cristiano, y en segunda, era mi tío, yo tenía que vengarlo”.
(…)Tras la muerte del tío Trini, el Chapo consoló a su madre por la pérdida de su hermano del alma. Don Emilio, por su parte, intentó tomar las riendas del hogar y trató de disciplinar al Chapo y a Candelario a punta de correa. Había decidido que debía tenerlos muy vigilados porque, en primer lugar, temía que le mataran al hijo y, en segundo lugar, porque quería evitar que se metieran en problemas. Pero el Chapo ya había decidido cuál sería su vida, y a Candelario no lo iba a abandonar.
Don Emilio le pidió ayuda a su compadre José Luis Beltrán Sánchez para enderezar al muchacho, para evitar que se metiera al narcotráfico y se volviera un bandido. Le pidió que no le diera trabajo. Beltrán, con doble intención, le ofreció ayudarlo y mandó buscar al Chapo. Éste se presentó acompañado por Candelario.
Beltrán intentó dejar a un lado a Candelario, pero el Chapo lo convenció de lo contrario. Ambos recibieron la oportunidad de trabajar para Beltrán. Éste decidió ponerlos a prueba, ignorando lo que le había prometido a don Emilio, y les pidió que lo acompañaran a una entrega de droga.
El coche en que se transportaban comenzó a fallar y les anunciaron por radio que un camión de los policías municipales estaba a cinco minutos de ellos. Beltrán se asustó. Le dijo al Chapo y a Candelario que tenían que actuar rápido; éstos se bajaron y detuvieron un coche que venía en sentido contrario. Pistola en mano, el Chapo hizo bajar al dueño al que a gritos le dijo que, si no cooperaba, al coche lo recibiría su viuda. Sin perder tiempo, pasaron la droga al coche robado y le dijeron al padrino que se pelaban por una carretera con menos vigilancia.
Hicieron su primera tarea eficientemente. Beltrán los felicitó y les dijo que solo faltaba una cosa para que trabajaran para él: que el Chapo hablara con su papá. Les explicó que don Emilio le había pedido que no le diera trabajo al Chapo, y si quería trabajar con él, tendría que arreglárselas con su papá.
El reclamo del Chapo a su papá fue tan duro y certero que don Emilio terminó llorando. El Chapo se iba de la casa porque no podía estar donde los hombres lloraban. Le agradeció porque lo premió con trabajo después de dejar la escuela, lo encerró cuando le tenía miedo a la oscuridad y nunca se sintió orgulloso de él, como padre. Su padre lo abrazó y le dijo con cariño: “Los hombres exitosos no necesitan suerte, suerte necesitan los demás, los que solo nacen para nacer, vivir por cumplir y morirse”. Él había nacido para ser famoso, para tener éxito, para ser reconocido, para ser el mejor.
El Chapo se despidió de su madre con un beso; luego le dio un fuerte apretón de manos a su padre. Se iba pero nunca dejaría de proteger a la que le dio la vida, para quien iba pedirle al santo Malverde que la cuidara y que nunca se olvidara de ella.
Don Emilio culpaba a doña Consuelo por la partida de su adorado hijo. Estaba tan enojado que intentó golpear a su esposa para sacarse la ira, pero el Chapo le sujetó la mano en el aire y lo amenazó, le dijo a gritos que nunca más le volviera a poner la mano encima a su mamá o ¡iba a necesitar mucho más que suerte! El Chapo y Candelario se unieron a las filas de José Luis Beltrán, el narcotraficante más poderoso de México en la década de los setenta.
Joaquín “El Chapo” Guzmán
Andrés López López
Aguilar, 2016, páginas 278