Epicentro de la bohemia popular talquina durante casi todo el siglo XX, el barrio La Sota supo de prostitutas, clientes, cabrones, policías, travestis, músicos, choros y otros actores del acontecer social, hasta que la decadencia del rubro y la acción de los terremotos lo volvieron historia. Dueño de una memoria privilegiada, don Luis Luchín Gutiérrez (Talca, 1942) lo conoció en sus años de esplendor y acaba de publicar sus recuerdos en el libro “La Sota” (Ediciones Inubicalistas), relato fidedigno e imparcial. Aquí adelantamos algunos extractos.
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Todo lo relacionado con los prostíbulos que funcionaban en La Sota, llámese regentes, cabronas, pícaras mujeres, cafiches, campanilleros, maricones y todo el entorno que los rodeaba, vale decir bares y clandestinos donde se finalizaban las jornadas nocturnas, fue desapareciendo poco a poco, hasta extinguirse por completo.
Este grupo de personas también hizo de sus actividades una rutina, como todo en la vida: nacer, crecer, morir, solo cambiaba el espacio físico donde cumplían esas etapas. Tenían la posibilidad de quedarse estancados o buscar otra vida, aunque existieron muchos ejemplos de seres humanos sin ninguna posibilidad de salir de este ambiente, algunos casos dramáticos, pues al llegar la hora de la muerte terminaban en la fosa común de un cementerio, completamente solos. Es la lotería de la vida: algunos se llevan todos los premios.
En el transcurso de este relato utilizo varias veces el término “pícaras mujeres” para referirme a las prostitutas, las putitas. Prefiero llamar de ese modo a las pecadoras que ejercen, según antecedentes históricos, la profesión más antigua del mundo. Se encontraban putas ricas y otras no tanto, pero eso dependía del afecto entregado al hombre preferido y del bolsillo que este tenía. Todo era un negocio, mientras más servicios prestaban más ricas se iban poniendo. Las putas ricas en lo económico muchas veces no lo eran en su físico, por lo que llego a pensar que habían logrado su riqueza por medios que dejaban mucho que pensar, pero dicen por ahí que “el fin justifica los medios”. Este grupo de putas perseguían la fama, popularidad y riquezas. Y casi todas lo lograban, gracias a la “cosita” que Dios les dio y al querido de turno, que siempre estaba cargado al billete. Pero también se encontraba otro grupo de muchachonas buenas pal merecumbé, que dieron fama a La Sota, o 10 oriente, además de ser los personajes principales de estas memorias. Estas chiquillas trabajaban solo para subsistir, vivir el momento y con muy pocas posibilidades de cambiar aquella situación. Estas son las que he denominado como pícaras mujeres.
A través del tiempo estas pícaras mujeres han ejercido la prostitución sujeta a normas “naturales”, por determinar de alguna forma este proceder. Lo primero es que si se han metido al ambiente es porque, hablando en buen chileno, les gustaba mucho el güeveo, así de simple. La noche, el baile, la diversión y, lo principal, obtener dinero fácil era lo que atraía a estas ninfómanas que utilizaban las mismas justificaciones cuando se les preguntaba el porqué de su decisión: una era que habían sido expulsadas de la casa por problemas con sus mamás y como no tenían donde llegar pedían asilo en el Hogar de Cristo, que era La Sota; la otra justificación, la más recurrente entre las que decían ser casadas e ingresaban al mundo de la felicidad, era que se habían separado del marido, que casi siempre era un capitán del Ejército al que seguramente se le habían “acabado las balas” y no pudo seguir complaciendo a su atormentada mujer, por lo que esta, para aliviar su padecer, se iba en busca de las armerías donde el stock de municiones nunca se agotaba.
Pero aparte del alistamiento voluntario, existía otra forma de reclutar mujeres para los prostíbulos de la vieja guardia, desde el año 1949 hacia atrás. Las técnicas utilizadas no tenían moral y se aprovechaban de la situación económica y de la poca preparación educacional de las personas. El caldo de cultivo para este cometido se encontraba en los lugares rurales de Talca. Es sabida la explotación que por décadas sufrieron los trabajadores del agro chileno a manos de los latifundistas, dueños y señores de las tierras, de los campesinos y de sus numerosas familias, que vivían en miserables condiciones. Esta realidad, más el altísimo nivel de analfabetismo, generaban el espacio propicio para que los jefes de hogar, frente a una gran suma de dinero, accedieran a entregar a sus hijas a los mercaderes del sexo. Una boca menos que alimentar era bueno pal negocio.
Durante la transacción, las ingenuas huasitas eran tratadas con mucha delicadeza por los proxenetas, haciéndoles creer que en el lugar donde vivirían nada les iba a faltar. Algunas de las mocitas con un poco de atractivo físico ya habían perdido la ingenuidad a manos del patrón o de los hijos de este. Además se les decía que iban a estar con mucha gente que les proporcionaría momentos felices y de complacencia. Una vez que abandonaban el hogar familiar, el trato cambiaba radicalmente y eran consideradas una mercadería de la cual se debía sacar dividendos. En los cabarets las esperaba una historia llena de situaciones traumáticas, tener que convivir con otras prostitutas, campanilleros, cafiches y todos los personajes un tanto sórdidos de aquella comunidad cuyos conceptos de moralidad eran muy vagos.
Existe un refrán muy relacionado con la situación que debía afrontar la primeriza pícara mujer: La caridad empieza por casa. A esta mujer, antes de ser lanzada a los leones, la cazaban los hombres de la casa para ser aprovechada sexualmente. Se comían la fruta fresquita, sin pagar ni uno, sumándole el revoloteo de alguna lesbiana en potencia. Después de haber pagado el “noviciado”, se adaptaba bien luego a su nueva realidad. La naturaleza es muy sabia. A estas mujeres les brinda un don especial para soportar el cambio del lánguido mundo campesino a este mundo de prostitución. Decían: A lo hecho, pecho, de alguna forma hay que ganarse la vida. Hay que ponerle el hombro, hasta que el cuerpo aguante o hasta que el destino nos presente la oportunidad de revertir esta condición y quizás, quién sabe, vuelva a ser parte de la sociedad para continuar con una vida normal, alejada del vicio y el pecado.
Muchas eran las costumbres, normas y tradiciones que seguía este segmento de la sociedad talquina, las que se mantuvieron hasta que dejó de funcionar el último salón puteril. Las personas comunes y corrientes se preguntarán cómo era la vida de estas mujeres asiladas en los burdeles que las “contrataban”, por nombrarlo de una forma futbolística, aunque creo que ambas actividades se pueden comparar perfectamente. No quiero decir con esto que los futbolistas profesionales sean unos maracos, pero hay varios ejemplos en que su proceder es igual al de las mujeres pícaras. Cuando un futbolista es dueño de su pase, puede ofrecer sus servicios al club que quiera y si no llega a un acuerdo con este, elige otro. Cuando el dueño del pase es un club o algún empresario, el jugador queda a merced de ellos en lo relacionado a transferencias y condiciones contractuales. El funcionamiento de las pícaras mujeres es prácticamente igual: su pase es el equivalente a la deuda que adquirió con la cabrona o el cabrón, dueños del local. Si el propietario de otro prostíbulo se la quiere llevar por sus atributos físicos (calidad del futbolista) debe cancelar toda la deuda de la mujer al acreedor. Y si por el contrario, el Dicom está limpiecito, el pase es de su propiedad y puede ofrecer sus servicios al local que estime conveniente.
La rutina diurna de las picaronas transcurría dentro de los cánones normales. El único momento en que todas se reunían era en la noche, por motivos obvios. A propósito de lo antes expuesto es bueno aclarar el actuar de los dueños de los negocios, regentes y regentas. Es de creencia general la explotación, por parte de estas personas, a las mujeres que trabajaban en sus locales. Pero esto no era tan así. En primer lugar, los dueños tenían que mantenerlas a todas con sus familias, incluyendo a los cafiches. En la década del 60, la mejor de todas las que vivió La Sota, el Zepelín, que no era uno de los mejores pero sí el más antiguo y nombrado de los cabarets, llegó a tener más de 30 piezas, lo que equivalía a 140 personas. En la mañana y en la tarde no faltaban los inmensos canastos con el pan nuestro de cada día proveniente de la panadería La Flor de Talca, ubicada en la 10 oriente, en la esquina de la 3 sur.
Los ítems que más utilidades les dejaban a las regentas eran dos: el arriendo de la pieza a la pícara mujer cuando hacía funcionar la “cosita que Dios le dio” y el consumo de todo lo que se expendía en el local. Con este último punto se aclaran varias interrogantes que se producían en el salón y en su momento nadie se explicaba. Se apuraba de sobremanera a los clientes para que terminaran lo que estaban consumiendo y a su vez, las mujeres que los atendían también tomaban las copas al seco ayudando así al consumo rápido del copete, que era un bis continuado. Con razón todo el mundo terminaba borracho, incluyendo el loro que tenían de mascota. La cirrosis hacía de las suyas en estos lados.
Otra de las tradiciones fue el cine del barrio Oriente de Talca, “el de los grandes espectáculos”, eslogan que fue reconocido por toda la comunidad. Se encontraba en la 5 sur, esquina de la 13 oriente, a tres cuadras de La Sota. Todos los lunes ocurría en este cine el gran acontecimiento esperado por la juventud masculina: las pícaras mujeres iban ese día a ver las películas en exhibición, mexicanas principalmente. El espectáculo comenzaba a las tres de la tarde y de ahí en adelante la gente llegaba a la hora que quisiera. Al inicio de la proyección estaban todos separados, pero como a los cinco minutos se empezaban a escuchar diálogos como el siguiente:
—Hola, como estai, yo soy el que te hacía señas antes que empezara la película, ¿me puedo sentar aquí, al la’ito tuyo?
—Claro poh negro, si te conozco, ningún problema.
—Compré unas avellanitas tostadas, ¿te querí servir?
—Ya poh, gracias.
Con esto, el contacto ya se había logrado. Lo que venía después era el resultado del movimiento manual del jote y la aceptación por parte de la chiquilla, la que casi siempre acogía muy bien. Como al ojo humano le cuesta adaptarse a la oscuridad, al principio no se distinguía nada, pero poco a poco se iba aclarando el panorama, totalmente diferente al que había al comienzo. Casi todos estaban emparejados, y el que no tenía mina, sufría las consecuencias: el atraque que observaban los hacía transpirar por todas partes. El final que tuvo este cinema fue muy indigno. Después de estar por un tiempo inactivo, fue demolido y en la actualidad es usado para guardar buses de una empresa de transporte de pasajeros.
LAS QUINTAS DE RECREO
Continuando con las costumbres en que las pícaras mujeres ocupaban sus tiempos libres, tenemos los lugares de esparcimiento donde concurrían en busca de diversión y así salir de la rutina de los prostíbulos. El día en cuestión era el domingo. Ese día, en las riberas oriente y poniente del río Claro funcionaban las famosas y populares quintas de recreo. El balneario era un enjambre de personas que concurrían a estos locales por diferentes motivaciones. Familias dispuestas a disfrutar del paisaje y la naturaleza, con ánimo de pasarla muy bien y comer el infaltable asado que duraba hasta que el jefe de familia terminaba raja de curado. De regreso a casa abordaban el coche de pasajeros que funcionaba a combustión interna, el que reemplazó al de combustión caballuna, la que por lo demás era más barata.
La quinta de recreo Los Olivares, una de las tres más populares del balneario, se encontraba en la ribera poniente del río Claro, con una ubicación privilegiada para apreciar toda la belleza del balneario. Las personas cruzaban el río en bote a remo (los propulsores a motor aún no existían) y al descender los esperaba una escalera, como las que hay en los cerros de Valparaíso, de unos veinte a veinticinco metros de altura. Claro que llegado el momento de bajar a tomar el bote de regreso, el trayecto de la escalera no lo hacían verticalmente sino en forma de bulto, cuesta abajo en la rodada, en una marcha llena de altos y bajos hasta llegar al terreno plano.
Los que no cruzaban y se quedaban en la ribera oriente, se encontraban con la quinta de recreo Las Criollitas, que por su ubicación estratégica inundaba su entorno con música y algarabía. A este local acudían personas que no eran tan picadas de la araña y permanecían por breves momentos, como un bonus track, para luego continuar con el paseo. También pasaban los que querían hacer el calentamiento previo y llegar preparados al destino final de la jornada dominguera: El Danubio, el más famoso y concurrido del rubro. Se ubicaba caminando hacia el río, al final de la Alameda, como a 150 metros de la entrada al puente viejo del río Claro. Era muy variado en su oferta. Amenizaban los bailes orquestas en vivo tropicales y típicas argentinas, con sus tangos y milongas, además del show con vedettes traídas de Santiago. Aquí remataban los que regresaban de Los Olivares y Las Criollitas, más la inmensa cantidad de clientes habituales, entre los que se encontraban las pícaras mujeres de La Sota, siempre acompañadas por el cafiche de turno o por el compadre con el que habían entablado una relación en el prostíbulo. Estos socios manejaban billete con el cual podían bacanear en el ambiente puteril y encontrar compañía femenina para asistir a algún evento social esporádico. En todo caso estos compadres eran bien rascas.
LA SOTA
Luis Luchín Gutiérrez
Ediciones Inubicalistas, 2016, 184 páginas