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Opinión

22 de Septiembre de 2016

Editorial: Shirley, la guerrillera de las FARC

El lunes 26 de septiembre, tras 52 años en guerra, casi 250.000 muertos, 49.000 desaparecidos y 7.000.000 de desplazados, el presidente de Colombia Juan Manuel Santos firmará la paz en Cartagena de Indias con Timoleón Jiménez, “Timochenko”, máxima autoridad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Una semana después, el domingo 2 de octubre, este acuerdo deberá ser ratificado por los colombianos en un plebiscito que, todo indica, ha ido ganando el afecto de las mayorías. Describir las atrocidades que se han vivido a lo largo de este conflicto costaría barriles de tinta y de lágrimas. Antes de juzgar “a mata caballos”, conviene entender que no todos los protagonistas de este conflicto son monstruos. Esta conversación aconteció en el campamento guerrillero José María Carbonell a comienzos de julio.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

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Shirley debe medir menos de 1,60 m., tiene los ojos oscuros y se amarra un mechón de pelo negro que salta hacia arriba de su cabeza. Capturó de inmediato mi atención cuando a la 5:15 am del día siguiente a nuestra llegada me acerqué a ver los ejercicios del pelotón. Fue la primera vez que vi a la tropa reunida. Ese moño enchuecaba su gorro de tal manera que, de uniforme completo y con su arma recortada subiendo y bajando según el jefe Schneider ordenara a la compañía, le daba un toque de gracia. Marcaba su personalidad. No era la desordenada del grupo: mientras estaba en formación, por más que buscara su mirada la mantenía atenta y marcial. En los días sucesivos intenté repetidas veces sacarle un guiño de complicidad en medio de los entrenamientos, pero jamás conseguí distraerla. La primera mañana, después de los ejercicios, nos sentamos juntos en el búnker, y mientras los profesores hablaban de la realidad según Marx (“Los hechos son incorruptibles”, decían que decía), ella me preguntaba si tenía miedo. Le dije que “No, ¿y tú?”. Sonrió. Los demás seguían atentos la clase mientras nosotros cuchicheábamos.

Cuando pusieron un video de la ceremonia realizada en La Habana el 23 de junio, en la que el presidente Santos y Timochenko se comprometían al cese al fuego bilateral, le conté que yo había estado en Cuba con Timo y con los comandantes Pastor Alape e Iván Márquez, en una jornada larguísima donde nos tomamos “hasta el agua de los floreros”. Cogió mi libreta y escribió lo siguiente: “Hermanos chilenos, saludos con honor desde las montañas de la revolución”. Entonces acerqué su cuaderno y contesté: “En la guerra con dolor y en la paz con regocijo, si estos profes no se callan, yo me voy del escondrijo”. El mensaje le pareció tan gracioso y atrevido que se cubrió la cara con las manos para ocultar una risa nerviosa y cómplice. No cundía el humor en ese sitio. Los jóvenes que estaban ahí no se permitían la duda que siempre lo sustenta, y Shirley, al experimentarlo, vivía un placer culpable.
Shirley “Churri” tiene 26 años e ingresó a los trece a la guerrilla, poco después de que Álvaro Uribe asumiera la presidencia de Colombia y el ejército entrara en su pueblo. “La cosa se calentó tanto que había enfrentamientos armados incluso adentro de la escuela”, me dijo más tarde.

La suya, como la de todos con quienes conversé, fue una niñez plagada de miserias. Muchos coincidían en que de no haber entrado a las Farc, hubieran terminado en el ejército, con los paras o los narcos. “Tenía cuatro años cuando mis papás cayeron presos en Bogotá por tráfico de drogas. A mi mamá la soltaron un año después que a él, y ese mismo día que fuimos a buscarla a Facatativá, en Cundinamarca, murió mi papá. Nunca se me olvida ese día. Yo creo que él lo tenía planeado de antes, algo había sucedido entre ellos.
Llegamos y los dos estuvieron hablando un buen rato. Parece que ahí mi mamá le dejó claro que no quería seguir con él, de modo que se envenenó”.

Su familia paterna culpó a su madre del suicidio y, en venganza, no le permitieron llevarse a Shirley. Hasta los siete años vivió con su abuela y unos tíos, y la vieja le pegaba tanto que se escapó en una canoa por el río Guaviare hasta llegar a Villeta, donde volvió a reunirse con su mamá. Ahí conoció a sus cuatro hermanos y volvió a la escuela, “y todo fue color de rosas hasta que a mi mamá la echaron de la heladería (fuente de soda) y se enfermó”. Entonces volvieron a hacerse cargo de ella y de sus hermanos los mismos tíos de antes, pero eso no duró mucho “porque la mayoría de mis tíos tenían orden de captura. Corríamos riesgos. Eran todos mafiosos (narcos) en mi familia y nos mandaron al campo cuando supieron que iban a entrar los paramilitares”.

Shirley tenía once años cuando volvió a huir en busca de su madre. Esta vez la siguieron sus hermanos, pero al llegar al pueblo lo halló todo cerrado y destruido como después de una estampida de elefantes: la heladería, el pool y la casa en que habían vivido ya no eran los mismos. “Entonces comenzamos a buscarla y nos dijeron que la habían tenido que sacar del pueblo, de manera que nos quedamos solitos en Calamar, que parecía un pueblo fantasma. A finales del año ella volvió. Como ahora no tenía trabajo debía levantarse temprano a vender buñuelos y pericos (café con leche) para darnos de comer. A mi hermana grande –ella tenía 16 y yo 12– le gustaba el baile y el alcohol, así que no era mucho lo que ayudaba. Se lo gastaba todo con los hombres. Intenté trabajar, pero nadie quería contratar a una niña tan chica. Entonces me fui a un sitio que se llama Argelia, y pedí ingreso en la guerrilla”. Recién había cumplido los 13 años. “Ideas políticas en sí, no tenía. Fue la única posibilidad que se me ocurrió. No le conté a nadie de mi familia. No me despedí de ninguno. A mí mamá le dejé una nota donde le decía que no quería más esa vida, y que iba a buscármelas sola. Le escribí algo de los colores: ‘me voy tras el color verde, que es el color de la esperanza’, algo así fue que le escribí. Ese mismo día ella llegó a buscarme, pero me escondí. Mis tíos, para convencerme, me ofrecieron educación y hasta armas si lo que quería eran armas. Pero les respondí que no con tanta fuerza que lo comprendieron. ‘Entonces échale pa delante’, me dijeron, y nos despedimos para siempre”.

Todo esto me lo contaba Shirley en voz baja, como se les habla a los sicólogos, a los sacerdotes o a los pretendientes, los dos solos en una mesa de palos en medio del bosque, mientras el resto de los guerrilleros almorzaban unas cazuelas en platos hondos de aluminio y con las armas apoyadas en los árboles vecinos.

“Yo era tan pequeña que no había uniformes para mi tamaño –retomó riendo–. Me pasaron un bucito y unas botas y me mandaron a la escuela del campamento, donde a una le enseñan las normas, el régimen disciplinario por el que se rigen las Farc y cómo parar guardia, los giros en formación, sacar consignas, todo eso. Antes de enseñarle a disparar a uno lo forman. Me trataron siempre bien. Era una vida mucho mejor que la de donde yo venía. Mi mamá, cuando me fue a buscar, me dijo que volviera con la familia y yo le contesté que mi familia estaba acá”.

En eso se puso a llover muy fuerte. “Tu historia es tan triste –le confesé– que me dan ganas de abrazarte”. Había pasado 13 años de su vida combatiendo a tiros, pero ahí se veía como una niña, harto menor que los 26 años que ya tiene. Me dijo: “eso hacía mi novio cuando le contaba mi historia, pero mejor no hablemos de él”, e indicó con el codo una mesa que estaba cerca del horno, donde él almorzaba con su nueva pareja. Poco antes me había mostrado un cuaderno maltratado en el que escribía pensamientos románticos que luego envolvía en el dibujo de una nube. “Hay palabras que duelen dependiendo de quién vengan. Chao amor”, fue el primero que me permitió leer. “Las huellas bien puestas, jamás se borran”, decía otro, y cuando leí en voz alta: “No quiero ser más tu marioneta. Prefiero ser una persona normal. No sentir nada por nadie jamás”, la Churri me quitó el cuaderno de las manos. “Me da vergüenza”, alegó. Aún tiene colgando de una cadena la medalla de lata con las iniciales de los dos.

“Cuatro meses después salí a un enfrentamiento. La primera arma que me pasaron fue una MP5 de 9mm, livianita, como una mini UZI. Yo estaba en una unidad de orden público, que son las encargadas de enfrentar al enemigo, y como se planteó la necesidad, pues fui. Todavía no cumplía 14. Es difícil describir lo que se siente la primera vez. Era como si no tuviera nada en la barriga. Estás en el medio del susto y viene ese vacío en la barriga. Uno hace lo que dice el mando. Si es vamos, vamos. Y partimos a la emboscada. Ahí murieron dos compañeros. A mí me decían ‘queme para allá’ y yo disparaba. No es un susto que dé ganas de escapar, sino eso otro, el vacío en la barriga. Ese primer enfrentamiento no se olvida jamás”.

Hubo un par de años que Shirley los pasó sin combatir, dedicada al estudio del marxismo, cartografía, primeros auxilios y manipulación de explosivos. No lleva la cuenta de cuántos cientos de kilómetros ha recorrido caminando –“regiones enteras, pues”– ni de la cantidad de campamentos en que ha dormido. Nunca salió, eso sí, del Bloque Oriental. Hace 13 años que no pone los pies en una ciudad, que no interactúa con gente común y corriente, que se acuesta y levanta combatiendo por una Revolución que parece dormir en la literatura y con la cual los miembros de su generación jamás se topan al interior de sus teléfonos celulares. Ahí no se drogan ni emborrachan. Los comandantes toman whisky, y a veces algo la tropa, pero nada parecido a lo que se bebe en cualquier fiesta de Occidente. Deben ser los únicos colombianos que no bailan. Celebran recitando, brindando y cantando himnos socialistas el 27 de mayo, día del aniversario de las Farc, el 8 de octubre, día del Guerrillero Heroico en que conmemoran la última batalla del Che Guevara, y el 8 de marzo, día de la mujer. Es cierto que ninguna de ellas forma parte del Secretariado o comandancia, pero en la vida del campamento cumplen un rol protagónico.

“Los explosivos se usan principalmente para causar sicología en el enemigo –continuó Shirley–. Las minas antipersonales no es que maten, pero quitan pies. Yo he colocado muchas minas. Y eso, claro, es algo de cuidado, porque cualquier falla queda en la historia. Tampoco es que dé orgullo ser explosivista. Nadie se siente contento de tumbarle los pies a un soldado, pero es la manera de evitar que se metan en las áreas nuestras. No hay otra. Así como ellos utilizan los borbandeos, nosotros necesitamos recurrir a esto. Son muchas las áreas con minas y parte del trabajo de paz será desminarlas”.
¿Y hay algo de lo que has visto o hecho durante todo este tiempo que no te haya gustado?, le pregunto. “Cosas que tuvieron que ver con la población civil. Cometimos fallas. No me gusta que nos ayuden sólo esperando algo a cambio, plata o lo que sea. No es que uno diga ‘no’, pero cuando todo es por un interés… Eso es fatal, porque el día que uno no tenga nada para ofrecerles, ¿se acaba la masa, entonces?”.

¿Y lo más triste que te ha tocado vivir? “El borbandeo en la travesía del 7mo al 27, donde murieron 36 camaradas. No me la podía creer. Íbamos todas las compañías de marcha. Fue un estruendo del berraco. Si el borbandeo es cerca toca quedarse quietico, porque caen las bengalas y ahí te ven los soldados que desembarcan. Los que murieron eran ‘cursantes’, venían entrando, y yo los conocía a todos. No pudimos rescatar los cuerpos. En el camino encontramos heridos, eso sí. Tipos con las piernas todas rajadas. Con los muslos descolgados”.

Asegura que no le gustaría casarse, porque “casarse no es la palabra adecuada para estar al lado de la persona que uno quiere”. Está segura, sin embargo, de que si encuentra a alguien para compartir su vida, será de la organización. “No puedo imaginarme que no tenga convicciones revolucionarias. Tiene que ser un comunista. No me puedo imaginar emparejada con un borrachín después de tanto tiempo dedicada a esto. No funcionaría con un man del cine, por ejemplo, que le gusten los lujos y las joyas. Querría decir que boté mi aprendizaje a la basura. ¿Tener hijos? Todavía no”.

–¿Valió la pena esta guerra, Shirley?
–No se puede decir que haya valido la pena la guerra, porque querría decir que me gusta. Se dio y la enfrentamos, y sobrevivimos a ella. Y la sociedad no es mejor todavía, pero va a serlo. No hemos sido derrotados. Hemos estado en guerra porque no nos han dejado hacer política, porque no nos han querido escuchar. Y ahora, aunque entre dientes, están escuchando más. Quizás igualdad no puede haber, pero un equilibrio mejor, sí.

***

(El sábado recién pasado –17 de septiembre– comenzó la X Conferencia Nacional de las FARC-EP en los Llanos del Yarí. Alrededor de 200 delegados de la guerrilla y más de 350 medios de comunicación acreditados están participando de ella. Lo que se vive allí es un ánimo festivalero que ha llevado a algunos periodistas a bautizar el evento como el Woodstock de las Farc. Se baila, se bebe, se festeja. Shirley ha sido elegida para formar parte de un coro que por estos días ensaya con esmero. El 26 de septiembre, cuando se firme la paz en Cartagena de Indias, estas guerrilleras cantarán para Colombia, para América Latina y para el mundo entero Himno de la Alegría).

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