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Cultura

20 de Octubre de 2016

Fulgor y desdicha de César Vallejo

A casi ochenta años de su muerte, la figura de César Vallejo no deja de crecer y la vigencia de su poesía parece irreductible. Su corta vida, sin embargo, estuvo marcada por las penurias económicas, un desconsuelo creciente y el escaso interés por su obra. La próxima semana llega a librerías “Epistolario íntimo” (Alquimia Ediciones), una imperdible selección de cartas que el poeta peruano envió a distintos amigos a lo largo de su vida. Aquí adelantamos tres: la primera la remite desde Lima a sus amigos de Trujillo, cuando su carrera literaria comenzaba y ser feliz parecía una posibilidad real; las otras dos las escribe desde París, diez años después, cuando el panorama ha cambiado radicalmente.

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Adelanto-de-su

Carta al grupo de Trujillo
(Lima, 27 de febrero, 1918)

Antenor, José Eulogio, Federico, Óscar, Leoncio, Espejo, Benjamín.

¡Alea jacta est!

¡Salud, grandes y queridísimos amigos y hermanos de mi alma!

¡He aquí un día feliz! ¡La tierra es un enorme corazón de mujer joven!

«Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse…». Y he aquí que este verso mío, escrito todavía en Trujillo, se acomoda al momento: de algo ha de servir su caprichosa vaguedad sugerente. ¿No es cierto? ¡Oh, santa elasticidad ideal del simbolismo! ¡Oh, la Francia lírica moderna!

Pensaba partir de aquí y aborrecí esta vida y sentí como un deseo de desarraigarme, de no estar, de no rozarme con nada, de escurrirme, de espiritualizarme totalmente acaso… ¡Y ya ven ustedes! Hoy he amanecido al otro lado de las cosas. ¡Viva la vida! Queridos hermanos, ¡viva la vida! ¡Porque la suerte está echada! ¡Alea jacta est!

Clemente Palma: ¡mi gran amigo! Ustedes se reirán. Pero ya ven. Clemente Palma: uno de mis mayores admiradores. Así como suena. ¡Y de golpe! Ustedes se reirán. Y yo también me río con ustedes. […] Casi se aloca con una composición que he escrito aquí y que se titula «Dios». Es un buen hombre. El único defecto que tiene es un criterio estrictamente académico. Yo naturalmente me río de esto. Son cosas atrasaditas y miserables. Es todo. Me dice: a mí me creen un ogro. Pero ya ve usted… Y esto lo dice sonriendo con cierto dolor penitente y beatífico. Por último me dice tantas cosas encomiásticas, que es tonto contarles ahora. Y lo que no me perdona es que yo escriba sólo para intelectuales. Y que no me dé a entender a las gentes de cultura general. Yo le respondo: sí, eso es cierto, no… pero… Y no le digo más. Ya les digo. Es un hombre muy franco en estas cosas. Y ya ven que este atrincherado disparador de dardos del cacareado Correo Franco se me presenta como un quemador de incienso. Qué cosas estas. ¿No? Y yo me sonrío para mi capote y me solazo, como ustedes comprenderán. De Trujillo regresará hasta después de ocho días a lo más, según me dice Góngora.

Góngora (y disimulen la repetición involuntaria), fumando su pipa esnobista y muy quemada ya, dígase de paso, me decía ayer: a Palma le ha gustado mucho su libro. Y me agrega: cuidado que él no encomia a nadie así nomás y a cualquiera le dice en las barbas su franqueza. Y en esto que estamos, ¡zas!, Hernández entra gritando: esto mata, caramba. Usted, Vallejo, ¿no ha sido periodista nunca? No. Ni lo sea nunca; porque adiós musas. Y yo entonces me acuerdo de Antenor que decía lo mismo. Y pienso en cómo será mi vida económica. Y… Bueno. A otra cosa.

Anoche comimos juntos Valdelomar, Gamboa y su hermano. Después de endilgarnos numerosas biblias en el Palais, nos pusimos chispos y así pasamos la noche. Les recordamos a ustedes a cada instante. A todos. Nos acordamos de aquella noche del llanto general en la habitación de José Eulogio y de las golondrinas que no volverán… Sí; aquellas golondrinas del año pasado, con quienes hacíamos revuelos de besos y risas y músicas y versos y cantos en una amable casa amiga, en una jaula auspiciosa y de donde no me llegan ahora los menores ecos de vida. Sí; nos acordamos de todo esto; y Valdelomar se sonreía al vernos emocionados y vibrantes. Le enseñé al conde los acápites de la carta de Antenor y que se refieren a su nuevo libro; y me los ha pedido. Me encarga que le salude y le agradezca a «tan simpático chico», según sus palabras textuales. Después… Hacia la playa de la Magdalena en auto y a setenta y cinco de velocidad. Es una alameda parecida a la de Huamán. La noche linda; la luna espléndida. El humo de un enorme puro encenizaba el azul del aire despejado. La playa. Al borde de un escarpado peñoncito. Las olas revueltas y espumantes. Alguien con manos invisibles, mar afuera, lavaba intangibles tules con un jabón inacabable y de nieve. Y las lavazas iban, venían sin sosiego. Allá, a la derecha, La Punta muestra sus luces; y con ellas, finge esa lengua de tierra, el hocico gigantesco de un caimán que se metiera al mar, abiertas las fauces de dientes luminosos, para aprehender la presa que se escapa. ¡Oh, qué lindo! Y a la izquierda, Chorrillos brillante y lejano. Después… el retorno… el malecón solitario y alguna pareja de novios juntos, muy juntos, calladitos, suspirando y mirando «la noche dormida que sobre los amantes tiende de su velo el dosel nupcial; la noche que prende sus claros diamantes en el terciopelo del cielo estival». Por último, nos echamos en mitad de la alameda, sobre la grama, bajo finos eucaliptus apacibles, bajo la noche, bajo lo dulce, bajo la belleza máxima, bajo Dios. Y Valdelomar nos cuenta una historia de amor suya, de este modo: un chica bonita e inteligente a quien yo quería con mis veinticuatro años ingenuos y románticos. Ella también me amaba. Y por aquí, por este sitio nos paseábamos en las noches de luna. Después vino un bandolero cualquiera, la enamoró y se la tiró. Ella, después, se asustó de lo que había hecho; sus padres la desterraron a Moquegua; porque era de una familia decente, a la cual naturalmente afrentaba aquella falta de la muchacha descabezada. Y hace poco supe que había muerto ya. (Y aquí el conde se pone triste y después nos dice): al saber su muerte yo escribí unos versos epitáficos que empiezan así: «Cuando te vi la última vez…».

Y aquí nos sorprende la hora alta. Y nos regresamos a Lima. ¡Oh, qué nocturno más hermoso, que nunca olvidaré!

Antier que recibí cartas de ustedes, estuve en La Punta con Clovis. Asistimos a un ocaso archisublime. Desde la terraza del chalet de Aspillaga, recitábamos versos al buen viento de la tarde que pasaba. La sinfonía en gris mayor de Rubén… Y más que nada unos estupendos versos de responso a Verlaine de un poeta uruguayo que yo no conocía. ¡Qué responso más dolorido y místico! Varela los recitó; y mientras los decía, yo miraba el verdemar crepuscular y lloraba… Una estrofita decía:

… ¡Y hasta la misma Vida
madrastra de los buenos,
quizá arrepentida,
lloró mucho por ti…!

¡Qué cosa más linda! ¡Y qué cosa más cierta y dolorosa también!

Tal mis últimas emociones, queridos hermanos. Todo me hace creer que tengo el vino alegre y que me siento feliz. ¿Y ustedes? ¡Cómo los quisiera tener aquí! ¡Cómo me desespero por aquel ambiente fraternal y único de nuestras horas pasadas! ¡Cómo me valdría la voz de ustedes aquí donde hay tanta falsedad y puerilidad con las que uno lucha a cada paso! Créanme, hermanos, que les lloro a cada rato.

Ojalá se acuerden ustedes de mí siempre y no me olviden. Un mes se han pasado sin escribirme. Y esto me resiente… es claro. ¡Para qué me han engreído!

Estoy decidido a editar mi libro. No hay más. Y ni más a Trujillo. Ya les comunicaré todo lo nuevo que haya.

Que todo les sonría, que todo les sepa a miel en la vida, y sobre todo que se amen tanto o más que antes, son los deseos del hermano que les quiere y les extraña tanto,

César

 

Carta a Pablo Abril de Vivero
(París, 19 de octubre, 1924)

Mi querido Pablo:

Parece que la mala suerte sigue empecinada en herirme. Esta carta la escribo desde el hospital de la Charité, sala Boyer, cama 22, donde acabo de ser operado de una hemorragia intestinal. He sufrido, mi querido amigo, veinte días horribles de dolores físicos y abatimientos espirituales increíbles. Hay, Pablo, en la vida horas de una negrura negra y cerrada a todo consuelo. Hay horas más, acaso, mucho más siniestras y tremendas que la propia tumba. Yo no las he conocido antes. Este hospital me las ha presentado y no las olvidaré. Ahora en la convalecencia, lloro a menudo por no importa qué causa cualquiera. Una facilidad infantil para las lágrimas me tiene saturado de una inmensa piedad por todas las cosas. A menudo me acuerdo de mi casa, de mis padres y cariños perdidos. Algún día podré morirme, en el transcurso de la azarosa vida que me ha tocado llevar, y entonces, como ahora, me veré solo, huérfano de todo aliento familiar y hasta de todo amor. Pero mi suerte está echada. Estaba escrito. Soy fatalista. Creo que todo está escrito.

Dentro de seis u ocho días más creo que saldré del hospital según dice el médico. En la calle aguarda la vida, lista, sin duda, a golpearme a su antojo. Adelante. Son cosas que deben seguir su curso natural, y no se puede detenerlas.

He leído la bondadosa respuesta del señor Leguía sobre la beca. Ojalá no me la quiten de las manos. Ya, cuando esté mejor, le escribiré al señor Leguía agradeciéndole. De todas maneras, le ruego, mi querido Pablo, no descuidarse de asegurar la beca.

Desde mi lecho de infortunio, le envío mi abrazo fraternal y agradecido,

César

Carta a Pablo Abril de Vivero
(París, 30 de mayo, 1928)

Mi querido Pablo:

Le escribo en un estado de espíritu horrible. Hace un mes que estoy enfermo de una enfermedad de lo más complicada: estómago, corazón, pulmones. Estoy hecho un cadáver. No puedo ya ni pensar. Sufro también al cerebro. Un mes que no duermo. Un mes que no duermo. Una debilidad horrible. Mi temperatura no sube más allá de 35.8, en todo momento. Dispénseme que no le dé más detalles, porque el médico me ha prohibido escribir y leer absolutamente.
Como usted comprenderá, mis nervios vuelan y estoy con una desesperación galopante.

Le ruego decirme, lo más pronto posible, si se reclamó mi pasaje a Lima y si cree usted que vendrá. Estoy en la miseria absoluta y perezco de debilidad. Si me sucediese algo, no sería inesperado. Me apena solamente que termine yo tan pronto.
Me dan ganas de llorar y le abrazo fraternalmente,

César

 

 

Adelanto-de-su-libro
EPISTOLARIO ÍNTIMO
César Vallejo
Alquimia Ediciones, 2016, 128 páginas

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