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Opinión

4 de Enero de 2017

Columna: La machi y la muerte

Asumir que la violencia política mapuche es resultado de un solo actor, es desconocer la responsabilidad del Estado en este escenario. La violencia no es unilateral. Ha sido una respuesta asimétrica al giro conservador del Estado que niega y reprime nuestros derechos fundamentales como pueblo. En ese vacío, la niñez mapuche se ha convertido en la tragedia ante la ausencia de un diseño estratégico a largo plazo para construir las bases de una nueva relación política, que ponga el respeto a los derechos humanos como prioridad.

Fernando Pairican
Fernando Pairican
Por

Francisca Linconao A1

*

El jueves 31 de marzo, la portada de El Austral en Temuco, anunció la captura de once mapuche “por delito terrorista”. Al centro de la imagen, el testigo clave del procesamiento: José Peralino. El mismo que a los pocos días se convirtió en el primer traspié para la Fiscalía y la PDI. En un costado, además de los nueve imputados, la Machi Francisca Linconao, la misma que hoy arriesga su vida en una huelga de hambre junto a cinco comuneros.
Desde aquel día, no hubo espacio para la presunción de inocencia, los mapuche, como en otros casos, eran culpables y la Fiscalía se apresuró a dar declaraciones triunfalistas a lo que la PDI bautizó como “Operación Lumahue”. En contraparte, las vocerías del movimiento mapuche, comenzaron a exigir un debido proceso y un respeto a las garantías contenidas en la Reforma Procesal Penal. De eso, han pasado diez meses. Diez meses en que la Fiscalía ha prolongado las detenciones preventivas, revocado los arrestos domiciliarios para la Machi Francisca Linconao en cuatro ocasiones y negado a compartir las pruebas que vincularían a los once imputados con el incendio con resultado de muerte del caso Luchsinger Mackay. En conjunto con ello, se han removido abogados defensores de los imputados, como Manuela Royo, se han impuesto querellas judiciales para los abogados defensores, vulnerando los derechos a una defensa.

Este proceso de criminalización, no obstante, no es nuevo. Fue en el transcurso del gobierno de Ricardo Lagos, en el año 2003, cuando una política de Seguridad Pública terminó siendo respaldada por la recién estrenada Reforma Procesal Penal. A partir de esos años, la parcialidad de los juicios relacionados con el pueblo mapuche, asociadas estos a la restitución de territorio y derechos colectivos, ha sido cuestionado en tres ocasiones a nivel internacional.

El caso “Longkos” y “Poluco-Pidenco”, precedido por la Asociación Ilícita a 144 miembros del Consejo de Todas las Tierras, han llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a pronunciarse en favor de los mapuche. Esto, además, ha sido respaldado por los tres Relatores Especiales de la ONU, que a partir del año 2003, han visitado el País Mapuche, señalando la vulneración de los derechos colectivos a consecuencia de una política de seguridad pública llevada adelante por la República de Chile y la aplicación de leyes de excepción, como la Ley de Seguridad Interior de Estado y la Ley por Conductas Terroristas. Esta última, modificada en el año 2003 y 2010, lo que ha permitido a las Fiscalías llevar adelante procesos judiciales que han vulnerado la presunción de inocencia para los mapuche procesados.

La política llevada adelante por el Estado de Chile, a partir del nuevo milenio, se ha caracterizado por dos aspectos que se han ido asociando con el fin de revertir el ascenso del movimiento autonomista mapuche. Una de carácter social y la otra de seguridad. La primera, se vinculó a reformas de carácter asistencial, en desmedro de los derechos políticos. Mientras la segunda, fue elaborada por el general José Alejandro Bernales, en su paso por DIPOLCAR, la que fue puesta en practica por el mismo al ser designado Jefe de la IX Zona. Esta estrategia “exitosa”, como la llamó en aquel entonces el subsecretario del Interior, Jorge Correa Sutil, le permitió ascender a Director General de Carabineros, bajo el primer gobierno de Michelle Bachelet.

Con la instauración de esta política de seguridad pública, los niveles de violencia (Estado, agricultores y mapuche) se incrementaron. Lejos de generar y buscar “paz”, la fuerza pública se convirtió en parte del problema, avalado además por las declaraciones demagogas de parlamentarios de derecha y gremios empresariales, que han elaborado un siniestro discurso en torno a la existencia de terrorismo en los territorios mapuche. Con ello, no tan solo se reconstituye una mirada racial, en que hemos visto transitar la discursividad púbica desde la barbarie del siglo XIX al terrorista del siglo XXI, ocultando las profundas raíces de este desencuentro, el que se entrelaza con las usurpaciones de tierras, las compras fraudulentas, el racismo y aún más lejos, con la Ocupación de La Araucanía. Esto, por lo demás, fue una de las conclusiones de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, la que ha sido guardada en los escritorios del oficialismo.

Durante el año 2016, Carabineros ha sido responsable de los principales hechos de violencia que se han generado en el territorio mapuche. El homicidio frustrado a Brandon Hernández Huentecol de 17 años, quien recibió 140 impactos de balín en su espalda, luego de ser colocado boca abajo. La emboscada del 26 de diciembre en Tirúa, donde funcionarios del GOPE dispararon nueve veces su armamento sobre una camioneta civil, quedando heridos dos mapuche. Carabineros ha respondido señalando que ambos fueron un accidente. Cabe preguntarse: ¿Realmente existen los accidentes cuando un arma apunta a la niñez y a civiles que son parte de unos de los pueblos originarios más numerosos? Con las niñas y niños mapuche, la posibilidad de un accidente no tiene espacio, tampoco errores. Menos si un arma los apunta. Existe impunidad. Y a veces, esa impunidad puede convertirse en un crimen.

Posiblemente aquí radique la gran deuda del bloque gobernante: la vulneración persistente de los derechos humanos indígenas. Con excepción de la promulgación de la Ley Indígena de 1993, los gobiernos han desechado la incorporación de los nuevos derechos humanos promulgados a partir de 1990. La promulgación de la Declaración de los Derechos de los pueblos Indígenas (2007), precedida por el Convenio 169 de la OIT (1989), han modificado la naturaleza de las relaciones entre los Estados y los pueblos indígenas. Chile, a pesar de un discurso exterior de modernidad, es el país más retrasado en esta materia a nivel continental.

Desde mi óptica, aquí se resumen las contradicciones de los gobiernos post dictadura militar: pensar y creer que los derechos humanos se reducen netamente a los 17 años del régimen militar, desconociendo la emergencia de nuevos derechos humanos y no visualizando que los miembros de los pueblos originarios también los portamos, y se nos vulneran cotidianamente. La contradicción principal es que quienes lucharon durante el Estado de Excepción por ellos, hoy, 27 años después de recuperada la democracia y más de cuarenta desde que la hicieran polvo, han constituido una política de seguridad pública que ha elevado la violencia, quebrando las relaciones sociales y provocando fisuras no fáciles de reconciliar, en regiones que nacieron en oposición a las poblaciones indígenas.
De esa manera, a partir del nuevo milenio, lo que constatamos es la vulneración de manera integral de los derechos humanos de nuestra población. Colegios convertidos en bases de Fuerzas Especiales, como denunció por este mismo medio Jorge Rojas en Pidima. Carabineros sobre sus helicópteros disparando a los comuneros, niños con perdigones en sus cuerpos. Niñez que dibuja policías en vez de volcanes o animales. Mujeres dando a luz engrilladas. En fin, la creación de un polvorín de violencia para un futuro en proceso de construcción. Si el Estado de Chile debe garantizar el derecho a la identidad y a un desarrollo integral, está bastante lejos de cumplirlo en las tierras mapuche. Más bien, nuestra población sufre un Estado de excepción, donde la fuerza pública se apuesta afuera de los espacios públicos a efectuar controles preventivos de manera persistente. El movimiento ha llamado a esto la “militarización” y me parece que su objetivo es brutal: recordarnos que fuimos un pueblo ocupado a fines del siglo XIX.

A partir del año 2008, luego del asesinato de Catrileo, esta política tuvo un giro. Debutó en el escenario la Policía de Investigaciones. En efecto, a partir de ese año, comenzaron a arribar al territorio mapuche, funcionarios experimentados en la desarticulación de las insurgencias de izquierda durante los primeros años de la década de los 90’ y otros, con pasantías en el FBI, según desclasificó Wikileaks. Así, el ingreso de la PDI, al mismo tiempo que era un raspacacho a Carabineros, sometía al movimiento mapuche a una doble política de coerción policial.

El Estado, a través del MOP, ha invertido $14.600 millones de pesos en la PDI para su trabajo de desarticulación. Durante la administración de Sebastián Piñera se creó una base en las antiguas dependencias del aeropuerto de Temuco, ubicado en Maquehue. Desde ese lugar, antiguas tierras del primer dirigente mapuche, Manuel Manquilef, fundador de la Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía, en 1910, la PDI ha llevado adelante sus trabajos de inteligencia e infiltración al movimiento mapuche. Sus propósitos los esclareció en una entrevista el Prefecto policial, José López: “vamos a tener la capacidad de desarticular estas orgánicas que están actuando en áreas rurales”, señaló en las paginas del Austral.

Asumir que la violencia política mapuche es resultado de un solo actor, es desconocer la responsabilidad del Estado en este escenario. La violencia no es unilateral. Ha sido una respuesta asimétrica al giro conservador del Estado que niega y reprime nuestros derechos fundamentales como pueblo. En ese vacío, la niñez mapuche se ha convertido en la tragedia ante la ausencia de un diseño estratégico a largo plazo para construir las bases de una nueva relación política, que ponga el respeto a los derechos humanos como prioridad.

Sin embargo, esto se ve lejano. Se ha convertido en una verdadera utopía. La posibilidad real que la Machi Francisca Linconao muera, puede abrir una cadena de radicalización de parte del movimiento con consecuencias no predecibles. En los pueblos que han sufrido la coerción permanente, levantando en contraparte un discurso teórico-práctico en base a la identidad, cosmovisión y política, han forjado radicales conflictos de carácter étnico, que han sumido a sus respectivas sociedades a altos niveles de violencia imposibles de reconciliar en un corto plazo. De ocurrir esto, la responsabilidad será del Estado que entregó un asunto político a la fuerza pública. De imponer el orden antes que la razón. De buscar una salida represiva a una lucha que es por mayor democracia. De vulnerar los derechos humanos de manos de un Estado que luchó por conquistarlos luego de 17 años de dictadura. En fin, a veces, es bueno recordar que los seres humanos de manera individual y colectiva, somos sujetos de derechos fundamentales, uno de los cuales es la autodeterminación.

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