Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

29 de Mayo de 2017

Boris Groys, filósofo alemán: “El problema de la revolución es que no tiene otra manera de continuarse que no sea a través de una contrarrevolución”

Boris Groys (1947) es en la actualidad uno de los pensadores más prestigiosos y activos en el contexto del debate crítico a nivel mundial. Su recorrido biográfico es tan amplio como heterogéneo (nació en Berlín, se formó en Moscú, da clases en Nueva York), y quizá sea esto lo que lo sitúa hoy como uno de los autores más prolíficos y originales en torno a los diversos cruces entre arte contemporáneo, crítica de la filosofía y políticas del comunismo. Hace unas semanas estuvo en Chile invitado por Pedro Ignacio Alonso y la Escuela de Arquitectura de la PUC, y en ese marco tuvimos una conversación en la que Groys se mostró como un hombre tremendamente cálido e inteligente, capaz de abordar toda clase de temas y de pasar en pocos segundos de la pausa del que mastica bien una idea al impulso locuaz que es propio del gran polemista. Con alguien así, uno se quedaría conversando durante horas, aunque en este caso nos ceñimos a la cuestión del comunismo en las vísperas de la conmemoración de los cien años de la Revolución de Octubre.

Federico Galende
Federico Galende
Por

En varios de tus libros vinculas un trecho importante de la filosofía a la cuestión del sofisma o del engaño. Este engaño pasa por el hecho de que el filósofo que expone su pensamiento sin contradecirse muestra que en realidad su argumento está condicionado, esto en virtud de que cuando manda el dinero, la palabra puede ser pagada. En el comunismo no manda el dinero: un comunista queda por esto mismo en libertad de contradecirse, de ser paradójico, de fracasar sin problemas. Dices esto con tanta coherencia que estoy obligado a preguntarte si eres un comunista o un filósofo sofista.
-Ja, ja, ja, bueno, las dos cosas al mismo tiempo, lo que evidentemente me ubica del lado de la paradoja y del comunismo.

¿Y ligarías esto con Putin? Te lo pregunto porque Putin lleva por un lado una gran cruzada contra la política exterior norteamericana, mientras que por el otro comenzó haciéndole guiños a Trump.
-Es cierto, pero creo que esto es parte de un cambio muy profundo que estamos viviendo a nivel de las relaciones internacionales y que básicamente consiste en un retorno muy peligroso al viejo sentir nacionalista. Esto está sucediendo en Rusia y en Estados Unidos también, lo que habla de administraciones que mantienen hacia adentro estructuras muy similares. El mundo se dirime hoy lamentablemente cada vez más entre una derecha neoliberal y una derecha nacionalista.

Una división de la que la izquierda parece ser la gran parte faltante, esto a pesar de que hasta hace muy poco la buscábamos en el cortocircuito creciente entre la clase política y los asomos del pueblo. El asunto parece haberse ido definitivamente para otro lado.
-Estoy de acuerdo, pero hay que considerar que la historia es también pendular, oscila, por mucho que lo que tengamos actualmente sea un enroque de ida y vuelta entre neoliberalismo y nacionalismo que solo sirve para beneficiar a las élites globales y que ha impedido las más mínimas mejoras en los estándares de vida de la población. Esto se ve en Europa, pero se ve también en Chile y en el resto del mundo, donde lo que percibimos es un tránsito que ha convertido las críticas al neoliberalismo en una fórmula de marcado carácter nacionalista. Tienes razón en que el nacionalismo se inició como un movimiento de protesta, pero el problema está en que la derecha supo muy bien qué hacer con esto. De modo que la parte faltante, como tú la llamas, es un gran movimiento colectivo de protesta global. El nombre para este gran movimiento es “comunismo”. No encuentro mejor palabra para definirlo.

O sea que el comunismo para ti no está muerto.
-Por supuesto que no.

Pero has teorizado de manera contundente sobre algunos de sus límites: la cuestión del sacrificio humano, como lo hiciste a propósito de las dinámicas sangrientas que toman las fiestas populares en el trabajo de Bajtín, o como lo hiciste con la cuestión misma de la familia, una institución milenaria en la que has visto uno de los obstáculos más decisivos al programa de la revolución rusa.
-Lo que sucede con la familia es que vivimos sumidos en una tradición cristiana: los fundamentos de esta tradición son lineales y el comunismo concibe, de manera innegable, esta institución de forma lineal también. En este sentido pienso que la lucha del comunismo contra la familia es de carácter lineal y que precisamente por esto aspira a imponerse a la forma circular en la que Bajtín exhibe en los carnavales las apariciones cíclicas de los pueblos. De eso habla una de las primeras consignas de la vanguardia soviética durante el estreno de La victoria sobre el sol, en San Petersburgo: “lo bueno es bueno cuando comienza como algo bueno y se mantiene así”.

¿Y no te parece que lo que se mantiene así pierde algo de su condición experimental? Se supone que con las vanguardias el comunismo apuntó a la experimentación, pero a la vez mencionas que también apuntó al asunto de la inmortalidad, a responder por el destino de nuestros huesos, de nuestros cuerpos, de qué será acerca de lo que hicimos.
-Sí, es cierto, me parece importante remarcar lo que mencionas sobre la inmortalidad. La inmortalidad comprende una idea inmanentemente lineal, en el sentido de que al trabajar de cara a un proyecto infinito uno está incluyendo, ya desde siempre, un programa de inmortalización. Yo veo en este sentido al comunismo como un sistema de memoria constante en el que está generosamente implicada la idea de lo inmortal. Y esto tiene que ver con el arte. En nuestra actual sociedad liberal, en cambio, el arte no puede incluirse en este sistema de memoria constante porque responde a otro sistema. Este otro sistema es el de la moda. Y en el sistema de la moda lo que prima es el olvido, el descarte, el tornarlo todo obsoleto.

¿Y es esto lo que te distancia de Derrida? No te lo pregunto porque la deconstrucción me parezca una moda, sino porque en toda moda hay algo de deconstructivo. Sloterdijk dice que Derrida lo deconstruyó todo, salvo la más primitiva de todas las construcciones, la pirámide egipcia, porque la pirámide egipcia está hecha de conformidad con el aspecto que tomaría si se derrumbara. En cambio, dice que tú hiciste otra cosa: no te preguntaste por la posibilidad de deconstruir la pirámide, sino por la de transportar a la escena contemporánea el sarcófago en el que descansa eternamente el cuerpo momificado del faraón. Entiendo que es lo que te interesa del museo.
-Exactamente, aunque mi problema básico con Derrida es que él no es un materialista, y en cambio yo sí lo soy, lo que significa que creo más en la producción material que en la deconstrucción. Este es para mí el asunto del archivo o del museo: son figuras que conservan de la memoria rastros materiales muy concretos, de modo que la memoria misma deviene materia. La memoria afectiva que le interesa a Derrida se revive para mí en una relación concreta, tangible, con la producción, lo que hace que me remonte a lo que planteabas recién sobre el comunismo: en este proyecto el museo no tiene nada que ver con el pasado, tiene que ver con el futuro: abre de manera constante referencias tanto para la producción presente, como para la producción que sigue. Es la memoria de los materiales.

En Chile esto que llamas “memoria material” fue discutido el año pasado a propósito del anuncio por parte del gobierno de un Centro para las Artes Contemporáneas. Al curador que organizó la muestra inaugural, Camilo Yáñez, se le ocurrió anudar la memoria infraestructural de un aeropuerto en desuso con el acumulado experimental trazado por una hilera de artistas locales. Lo que se armó fue un lío de proporciones, aunque entiendo que algo muy similar es lo que percibes tú en el proyecto del comunismo, ¿no?
-Te diría que sí, aunque precisamente ahí está el lío, en parte porque lo que llamamos “arte contemporáneo” se presenta generalmente de dos maneras. La primera deriva de la Revolución Francesa, de la que alguien incluso como Duchamp no sería en este aspecto más que un heredero: el arte descontextualiza los objetos, suspende sus funciones, transporta lo que estaba en los palacios o en las catedrales a otras escenas o locaciones. La segunda remite en cambio al diseño: al arte que uno usa, al arte que se puede emplear, no al arte en sentido estricto o en sentido canónico. No hay que olvidar que este fue también el tema de las vanguardias rusas: el del artista ingeniero, el del artista instalador, el del artista que diseña.

¿Y cuál dirías que era en ese contexto la tarea del filósofo?
-El filósofo a quien fracasar o tener éxito le daba lo mismo. Un filósofo sofista es para mí alguien que ve en el éxito un horizonte y tiende, por esto mismo, a utilizar el lenguaje como un medio de persuasión, en circunstancias en las que un filósofo de verdad es simplemente alguien que está solo ante este objeto que es la filosofía. El inconveniente que tenemos es que hoy vivimos en una época de grandes corporaciones, de grandes movimientos y grandes partidos en los que estar solo se hace difícil. Nos cuesta estar solos, y si como filósofo no se está solo se termina empleando el lenguaje al servicio de algo, no importa si de un determinado interés económico o de un “otro” al que vengo un poco mesiánicamente a representar. Es lo que sucede en EEUU, donde el filósofo se da a conocer en tanto representante de la minoría negra, del feminismo, del mundo gay o de lo que sea. Uno como filósofo solo puede representarse, si es que lo logra, a sí mismo, pues cuando se habla a título de otro todo el pensamiento queda condicionado. Para mí la tarea de un filósofo no es persuadir, sino medir los límites y las posibilidades de la persuasión como tal.

Pero por ese camino regresamos a dios o a una especie de nuevo filósofo-rey
-O al filósofo que sencillamente se desentiende del éxito como tal; si fracasa, está bien, no hay problema, puesto que filosofar es una manera de experimentar en la que el naufragio es una respuesta más que plausible.

Quizá algunos conmemoremos en unos meses más los cien años de la Revolución de Octubre. ¿Cómo lo ves? El fracaso que siguió a esa revolución, si te entiendo bien, es para ti precisamente lo que la mantiene viva.
-Creo que sí, porque lo más honesto que puede decirse sobre una revolución es que, una vez que acontece, hay que dar con alguna fórmula para seguirla. En la URSS las dos fórmulas más conocidas fueron la de Trotsky y la de Stalin. En el caso de Trotsky, la propuesta fue la de la revolución permanente. Si uno lleva a cabo una revolución permanente, se encontrará tarde o temprano en un punto en el que para continuar con la revolución tendrá que hacer una contrarrevolución. La fórmula de Trotsky estaba condenada a terminar siendo contrarrevolucionaria. Pero la de Stalin también, a pesar de ser lo contrario: si para continuar con la revolución tengo que estabilizarla o institucionalizarla, entonces también llega un punto en el que me convierto en un contrarrevolucionario. El problema de la revolución es que no tiene otra manera de continuarse que no sea a través de una contrarrevolución.

Bueno, se parece bastante a lo que dices sobre el “arte contemporáneo”.
-Pero porque también el arte contemporáneo es un heredero de la revolución, aunque en este caso de las vanguardias. Si se continúa con el programa destructivo de las vanguardias, se las destruye también; si no se continúa; se las destruye igual porque se las traiciona. Este es para mí el gran problema central de todos los paradigmas contemporáneos de carácter posrevolucionario: somos herederos de lo inheredable.

¿Y cuál es el problema? Podemos traicionar, conjugar estas fórmulas, mezclarlas al infinito.
-Por supuesto que sí: esa es precisamente la potencia del pensamiento paradojal como producción infinita.

Notas relacionadas