Ante cualquier publicación sobre derechos humanos, no falta quien responda con aquello de: “A ustedes porque nunca les han hecho daño. Ojalá se lo hagan porque ahí sí cambiarían de opinión”. Yo sé que no me están pidiendo una explicación y que yo definitivamente no les debo una, pero, por ser el autor de una publicación y porque ese tipo de comentario plantea una interrogante que además es frecuente, me permito darles una respuesta desde mi propia experiencia (que, les advierto, no será corta y que nunca cuento porque, la verdad, si mi mamá se entera de a qué me expuse, me mata). Crónica de nuestro medio asociado en la red ALiados, Plaza Pública de Guatemala.
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Yo perdí a mi papá en 2008. Mi papá fue asesinado por un joven igual, supongo, que cualquiera de esos que guardan prisión en Las Gaviotas. Lo digo porque estadísticamente es 98% probable que quien asesinó a mi papá fuera un marero menor de edad.
Verán. Mi papá estaba por entrar a su casa. Regresaba del trabajo y estaba esperando a que se abriera el portón eléctrico. Yo supongo que, como él ya había sufrido un robo a mano armada, en lo que los asaltantes esperaban a que se abriera el portón para ingresar a la casa por la fuerza, él tomó la decisión de cerrar el portón e intentar huir. O eso me imagino que sucedió porque en su huida chocó con el portón de la casa y su carro quedó a dos cuadras, con varios disparos en el vidrio trasero. Uno de ellos impactó entre el respaldo y el apoyacabeza, y mi papá falleció al volante. Digo que lo supongo porque, si algo tenemos garantizado los guatemaltecos en el actual sistema de justicia, es la impunidad. Jamás hubo investigación. Jamás hubo detenidos. Jamás hubo justicia para él o para nosotros, su familia. Simplemente se catalogó como un crimen de violencia común.
Por supuesto que aún siento dolor, indignación, coraje, rabia. Y jamás podría desearle a nadie que pase por lo mismo, pues ese ha sido hasta ahora el día más triste de mi vida.
Al final, mi familia se tuvo que conformar con la respuesta del Ministerio Público (MP) de que no había nada que investigar, así que nunca supimos el motivo: si fue un asalto fallido, un ataque directo o el producto de alguna de las 15 extorsiones diarias (obviamente exagero, pero sí eran un montón) que recibíamos en la empresa de telecomunicaciones que teníamos y de la cual mi papá era el representante legal. Lo cierto es que él siempre denunció esas extorsiones y se negó a ceder al crimen organizado.
Pero, como les digo, yo les tengo menos miedo a ellos. Les explico. Yo no me pude conformar con la respuesta del MP. Yo quería saber quién era ese sicario. Más aún, quiénes eran ellos y por qué una persona puede convertir el asesinato en su forma de sustento, por qué alguien está dispuesto a matar a otra persona para arrebatarle un objeto. Yo necesitaba saber. Yo quería un culpable. Así pues, lo primero que hice fue informarme y buscar quiénes eran, de dónde venían, dónde vivían, quiénes integraban el sicariato y las maras en Guatemala. Para mi sorpresa, esto está ampliamente documentado con mapas, cifras y hasta casos explicativos con nombres y otros datos. Y tampoco hay que buscar mucho para encontrarlos. Para mayor sorpresa mía, también en esos documentos se detallaban las entidades que proporcionaban los datos, los cuales se recaban trabajando con estas personas en esos lugares. Entonces pensé que, si lo que quería era encontrar a estas personas y encararlas, lo único que tenía que hacer era ir a una de estas entidades y ofrecerme de voluntario, ya que muchas de ellas trabajan a fuerza de voluntariado. Y así lo hice.
Pero, durante todo el proceso de investigación, durante toda esa búsqueda de información, todo aquello que mi papá me inculcó sobre razonar empezó a florecer sin darme cuenta. Había partes de lo que leía a las que no podía darles crédito, como que cinco millones de personas viven con menos de Q100 al mes (eso para mí era más que imposible), que a los 14 años hayan sido violados el 98% de los menores en riesgo (pajas), que el 90% están en situación de abandono (y entonces quién los cría) y otras. Pero, en realidad, nada de lo que leí pudo prepararme para lo que vi, escuché, sentí y experimenté cuando llegué a hacer tarea de campo como voluntario. Bajé a un barranco para censar personas en riesgo en uno de los asentamientos más peligrosos de la ciudad. Así como si nada, me encontré con la realidad que es Guatemala.
En la primera fase (hasta arriba del barranco, pues) viven personas en construcciones de losa y de lámina, con agua (por lo general robada pero pagada), luz y servicios básicos. Y son las personas que menos habría imaginado que viven en esas zonas, pues yo, viniendo de una familia de clase media trabajadora, siempre creí que estas eran las condiciones de vivienda de aquellos que venden CD piratas en el mercado, de los recicladores de basura (guajeros), de los vendedores informales, de todos los que engruesan las filas de la economía informal. Pero no. Acá viven empleados de salario mínimo, trabajadores de fábricas, mano de obra calificada, electricistas, plomeros, jardineros, carniceros, empleadas de limpieza de oficinas transnacionales, todos con un oficio y una experiencia laboral amplia, de diez años o más, y con estabilidad laboral de al menos cinco años. Ellos, quienes deberían ser nuestra incipiente clase media, son los que habitan los asentamientos informales de la ciudad, y son sus hijos quienes fueron a la escuela pública y ahora reciben educación superior en alguna universidad. Primer shock. Acá, en un lugar como este, en un hogar precario como este, al borde de un barraco como ese, seguro vivía, por ejemplo, doña Oli (la señora del café), quien, luego de fallecido mi papá, se rehusó a aceptar que le pagáramos “todo su tiempo” en la empresa (cuando hubo que liquidarla) porque sabía que estábamos pasando penas económicas por la muerte de él.
Ella laboró con nosotros por 25 años (era casi como de la familia), tanto que incluso llegaba a hacer la limpieza gratis, sin que se le pidiera hacerlo, en su tiempo libre entre trabajos. El día que se enteró de que teníamos la oficina a la venta, cuando yo le pregunté qué hacía allí, me respondió: “Vengo a limpiarla para que pueda venderla mejor y así pueda empezar de nuevo”. En todo ese tiempo, a pesar del cariño, yo jamás supe o me interesé en saber dónde o cómo vivía ella. Y ella, con su salario apenas mejor que el base, de seguro habitaba en un lugar como este.
Acá aún no había mareros, solo gente con mucha esperanza, mucha fe, muchas ganas, en la peor de las situaciones. Luego bajé a la fase dos. Cada asentamiento está estratificado casi de la misma manera. Es como La divina comedia: cuanto más se baja, más cerca del infierno se está, más cerca del horror diario. Acá estaban todos los informales viviendo en casas de madera y lámina de desecho, con agua no corriente (de pila o tonel), con luz eléctrica, con servicios sanitarios (si es que se pueden llamar así). Son, en su mayoría, personas que emigraron de los municipios adyacentes a la capital o de las cabeceras departamentales en tiempos de la guerra. La mayoría huían de la violencia de la guerra. Tienen más de 30 años y desempeñan algún oficio, pero no con educación formal. Viven oscilando entre trabajo estacional y lo que encuentren al día.
Mandan a sus hijos a la escuela, pero esperan que, al llegar a la mayoría de edad, si no son reclutados por la mara o por el narco, los ayuden en el sustento diario desempeñando algún oficio. La educación superior de sus hijos, e incluso el diversificado, les resulta un costo infranqueable. Acá es común el alcoholismo, como me lo dijo un señor cuando le pregunté por qué tomaba todos los días: “Y qué más podés hacer con la impotencia diaria cada vez que tu mujer te alega porque sus hijos le preguntaron si hoy van a comer y sabés que nunca vas a ganar lo suficiente para que tus hijos coman tres veces al día, sin importar qué tan duro te rompás la espalda cargando bultos en la terminal”. Esa impotencia se traduce casi a diario en violencia doméstica, contra la mujer y los hijos, sobre todo si son niñas. Esta es la cantera de los mareros. Acá no están ellos, pero es acá donde, después de 12 o 14 años de maltrato físico, psicológico e incluso sexual, de exclusión social, de discriminación, de represión y de bombardeo mediático (sí, la televisión y los medios juegan un papel importante en las aspiraciones de los jóvenes —ya se imaginan lo que se les mete en la cabeza con las narconovelas del canal 7), la mara recluta a sus adolescentes, quienes se unen a ella para pertenecer, subsistir o escapar.
Acá la gente no es mala. La mayoría asiste a un culto de fe y lo profesa con fervor. Es trabajadora y se apunta a ganarse la vida como sea. Tiene valores y los practica, pero sus necesidades son simplemente demasiadas, las oportunidades escasas y la capacidad económica para superarse nula. Acá vive, por ejemplo, el mensajero que contrata el outsourcing, el que baja bultos en la terminal, la que vende jugos en la esquina o tostadas los domingos en el parque. Se las arreglan a diario como pueden para subsistir, pero viven constantemente asediados tanto por la autoridad como por el crimen organizado: les pide mordida la Policía, les tira la venta la PMT, los extorsiona el marero. Para ejemplificar, aquí fue donde una señora a la que entrevistamos mandó a su hija bajo el aguacero a pedir prestada una taza de porcelana para ofrecernos café mientras corría la entrevista. Luego de meses de negociación con el jefe de la clica y de que se acordara un pago para que no nos descuartizaran por entrar a entrevistar gente, bajamos a la fase tres (el primer día que bajamos de la fase dos a la tres nos recibieron a balazos y luego nos explicaron que había que pedir permiso —irónicamente, la junta con el jefe de la mara se arregló con el jefe de la comisaría local, pues la Poli era el enlace entre la mara y la gente). Ese fue un buen preámbulo de lo que nos esperaba, pues allí, en la profundidad del barranco, donde se sufre violencia nomás por existir, hay construcciones de cemento y techo fundido (la casa de la clica) junto a casas completamente hechas de desechos, cuyas paredes son de lámina, cartón o madera y cuyo techo es de nailon. El piso es de tierra. No hay agua corriente. Si hay luz, es robada. El servicio sanitario es inexistente o está a flor de tierra. Las aguas negras transitan en surcos entre casa y casa hasta desembocar en el río de aguas servidas que corre ya saturado de desechos. Solo el olor del lugar es suficiente para enfermarte de una mal gastrointestinal.
Aquí, curiosamente, no vive casi nadie mayor de 40 años. La mayoría son adolescentes o adultos jóvenes. Son también los recién llegados de los departamentos. Huyen de la violencia económica en su tierra. Son o fueron migrantes que se quedaron porque tienen que juntar para el viaje. También están los adolescentes que escapan de la violencia de su hogar, los que huyen o son expulsados de sus casas por haber embarazado a la novia o por otra forma de exclusión social. También viven acá los huérfanos de la violencia y de la emigración, las niñas que son convivientes de los mareros. Nadie recibe educación acá. El simple hecho de vivir aquí les garantiza una negativa en un trabajo formal o informal. Para su sustento día a día, ellos venden chicles, mendigan, hacen malabares, se dedican al crimen, al narcomenudeo. Integran la mara. Ellos, además, lo saben. Son los excluidos entre los excluidos. Como me dijo uno de ellos: “Mirá a este patojo. Lo agarré ya casi de cinco porque la nana era la güisa (conviviente) de mi homie (otro marero), y a ella se la cobró (la raptó) aquel maje del otro lado que baleó a mi homie, pero la quería sin carga, ¿me entendés? Allá vive ahora la nana, mirá (apunta con el dedo otro sector del barranco). A mí me dio lástima el patojo cuando lo abandonaron, así que me lo traje. Ella sabe que yo lo tengo aquí, pero, si viene aquí, se muere porque ahora es de la otra jura (mara)”.
En una casa viven hasta diez personas. Se come cuando hay, y muchas veces no hay durante tanto tiempo que la gente de la fase dos les regala alimentos a los niños de la tres. Hay casa sobre casa tan abajo del barranco que casi solo al mediodía da el sol. Y cuando este calienta fermenta las heces en las aguas negras y solo alborota el mal olor. Acá una lluvia es un diluvio, un diluvio es una catástrofe, un viento arranca los techos, todo es calamidad diaria. Existir aquí es una calamidad diaria. Fue aquí donde a media entrevista me topé por primera vez con la mamá de un sicario.
Ella era sexoservidora y sabía en qué trabajaba su hijo, de 16 años. A ella su mamá la abandonó con una vecina para irse a los Estados Unidos. Ella decía que jamás podría hacerles lo mismo a sus hijos porque los quería mucho. “Y eso que, de patoja, varios clientes me ofrecieron sacarme de aquí”, me dijo. Y ella sufría mucho por no ser hija de la señora con quien la dejaron, quien la puso de sirvienta. Fue abusada por el marido de la señora y escapó después de que este llegó a padrotearla entre los vecinos mientras se embolsaba el dinero que la mamá le mandaba desde los Estados Unidos. Ella había intentado mandarlos a la escuela, pero solo a sufrir iban porque los otros patojos les pegaban y los molestaban en el camino, y no podía acompañarlos en la mañana porque amanecía bola y drogada de lo que se metía con los clientes por la noche. Ella misma introdujo en la mara a su hijo mayor, que ya estaba preso. Ella esperaba que lo pusieran a vender piedra (crac), pero el patojo había resultado bueno para manejar moto y lo habían puesto de sicario. Y la mara no te pregunta qué querés ser en la mara. Cuando me lo dijo, me quedé muy quieto. Allí estaba, en ese lugar, y ella era lo más cerca que había estado de alguien como el marero que, por estadísticas, muy probablemente había asesinado a mi papá hacía dos años. Sentí entre náusea, mareo y calor, y el corazón me latía a mil por hora. Y ella siguió la entrevista.
Me contó que esperaba que su hija terminara la escuela porque había logrado que viviera con un familiar más arriba. Me contó que lo que más temía era que mataran a su patojo, que ahora le daba más miedo trabajar de sexoservidora porque ahora las mataban más seguido. Me contó cómo abusaban de ellas los policías, cómo la mara ocultaba droga entre sus genitales para introducirla en los presidios, cómo evitaba subir antes de las ocho porque a esa hora era el culto y las otras señoras le arrojaban basura cuando pasaba. Y entonces, entre un cigarro y otro, se abrió la puerta y entró su hijo, el sicario, con una bolsa plástica llena de cervezas. Preguntó por su hermanito. Nos vio allí en la sala, sentados, con uniforme, platicando con su mamá, y preguntó qué onda. Su mamá le respondió que todo estaba bien. Ella siguió hablando y él se sentó en un sillón a ver la tele. Allí estaba, pues, la personificación de quien yo había querido encontrar.
En ese instante abrí bien los ojos porque no lo había visto bien al llegar, ya que había entrado de golpe. E intenté verlo mejor. Fue entonces cuando por primera vez vi el lugar donde estaba. Lo vi bien a él, a ella, a sus hermanos, a sus hermanas. Y por la ventana vi en dónde estaba: el barranco, el hacinamiento, las aguas servidas, toda esa violencia. Y por supuesto pensé en mi papá, en todo lo que nos dio, en el cariño que nos tuvo siempre aun para corregirnos, en la paciencia, en su esfuerzo, en las oportunidades por las que trabajó, en su gana de darnos lo mejor hasta en la educación, en todo el apoyo, en la guía que me dio cada vez que tomé malas decisiones, en su sostén para remediar mis errores. Pero sobre todo pensé en el amor que siempre recibí de él. Y no sentí ni ira ni odio ni rabia. Fue como si mi dolor se hubiese ahogado en el dolor de todos los que habitaban ese lugar. Tampoco sentí lastima ni tristeza, solo compasión. Levanté la cabeza y vi que en la pared había un espejo. Vi mi reflejo y encontré mi respuesta. Entendí que, a diferencia de ellos, a mí se me proveyeron todas las condiciones para tomar mejores decisiones, que a mí se me dio amor para escoger amor, dignidad para escoger dignidad, justicia para escoger justicia. Y entonces encontré lo que buscaba. Empaticé. Entendí.
Ya no solo sé quiénes estadísticamente son, dónde geográficamente viven, cómo económicamente sobreviven, sino, más importante aún, por qué están allí. Lástima que esa sea solo la mitad de la ecuación, pues aún me falta responder cómo vamos a evitar que sigan allí. Para esa pregunta no hay respuesta sencilla, pues el problema es sumamente complejo.
Sí puedo, sin embargo, avanzarles algo: la respuesta no es más violencia, pues ese es precisamente el combustible del que se alimenta la hoguera donde ellos viven y seguirán viviendo. Por eso digo que yo, en lo personal, les temo menos a ellos, que no conocen otra cosa que no sea la violencia y se deciden por la violencia, que a los que sé que lo tienen todo y lo han tenido todo para elegir otro camino y, sin embargo, eligen abiertamente el odio, la discriminación, el racismo, la exclusión, la rabia y la violencia. Son ellos a los que verdaderamente deberíamos temer como sociedad.
Espero que hayan terminado de leer todo esto y lamento ser tan extenso, pero en verdad no podía ser más breve para explicarme. Sé que un relato no va a cambiar su opinión, pues este es un proceso personal. Pero los exhorto a que participen en Voluntari@s, se formen una experiencia propia y no se conformen con explicaciones sencillas o de una sola oración como solución a los grandes retos y problemáticas que como sociedad nos enfrentan y desgastan. Lo que sí puedo decirles es que, ideologías aparte, cualquiera que tenga una solución sencilla, de una ley, de una elección o de un período político, ¡miente!
Esto no es, bajo ninguna circunstancia, una apología del delito, sino únicamente pretende propiciar una reflexión sobre una realidad muy distinta a la que experimentamos desde afuera y que resulta determinante en el actuar de nuestros jóvenes en riesgo.