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Opinión

27 de Septiembre de 2017

Editorial: Qué hacer con el enemigo

Lo cierto es que el final de toda dictadura, apartheid o guerra civil, si la comunidad aspira a una democracia pacífica –incluso diría “progresista”- requiere de un pacto tácito que a algunos les resulta insoportable, de una compostura que puede llegar a confundirse con cinismo si no está fundada –como elogia David Rieff- en el olvido.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Una vez más, la dictadura se reinstaló en el centro de la discusión pública. Primero fue el informe Valech y el deseo de algunos por llevarlo más allá del testimonio -horroroso, escalofriante, perturbador- de las torturas sufridas en tiempos de Pinochet. Lo abro al azar y leo la confesión de una mujer que entonces tenía cinco meses de embarazo: “fui colocada en el suelo con las piernas abiertas, ratones y arañas fueron instalados y dispuestos en la vagina y ano, sentía que era mordida, despertaba en mi propia sangre; se obligó a dos médicos prisioneros a sostener relaciones sexuales conmigo, ambos se negaron, los tres fuimos golpeados simultáneamente en forma antinatura; conducida a lugares donde era violada incontables y repetidas veces, ocasiones en que debía tragarme el semen de los victimarios, o era rociada con sus eyaculaciones en la cara o resto del cuerpo; obligada a comer excrementos mientras era golpeada y pateada en el cuello, cabeza y cintura; recibí innumerables golpes de electricidad […]”.
Toda la derecha chilena, tras 17 años en que esos abusos brutales se dieron de manera sistemática, votó en 1988 a favor de la continuidad del dictador. El 44% de la población la secundó. Una década después Joaquín Lavín casi le ganó a Ricardo Lagos, y el año 2010 Sebastián Piñera, que había votado que NO -pero representaba al mundo del SÍ- llegó a La Moneda. A fin de año es muy posible que vuelva a suceder. ¿Qué se hace con eso? ¿Dictaminar que vivimos en un país “indecente”? ¿Encerrarnos cada cual con los miembros de sus parcialidades?
En estos momentos me hallo en Colombia, y los uribistas están llamando a ejercer una “sanción social” en contra de los desmovilizados de las FARC. El senador ultra derechista Alfredo Ramos Maya propuso por twitter “que les dé pánico salir a la calle, porque los colombianos los aborrecemos”. Su esposa Juliana protagonizó hace pocos días un incidente parecido al de Beatriz Sánchez con Sergio Melnick: creyó reconocer a un exguerrillero en el mismo avión que debía abordar, y pidió que la bajaran. No estaba dispuesta a compartir un vuelo con semejante gentuza. Su concepto de la decencia se lo impedía. Los uribistas consideran que estos exrevolucionarios deben ir presos, sin más. Su grito de guerra es “¡No a la impunidad!” El presidente Juan Manuel Santos, cabeza de los acuerdos de paz que llevaron a la guerrilla a entregar las armas, perdió el plebiscito en que buscaba el apoyo de la población para consolidarlos. Hoy cuenta con una popularidad que bordea el 18%. Es muy posible que las próximas elecciones las gane un seguidor de Álvaro Uribe. ¿Qué se hace con eso? ¿Líneas aéreas para derechistas y otras para izquierdistas?
Lo cierto es que el final de toda dictadura, apartheid o guerra civil, si la comunidad aspira a una democracia pacífica –incluso diría “progresista”- requiere de un pacto tácito que a algunos les resulta insoportable, de una compostura que puede llegar a confundirse con cinismo si no está fundada –como elogia David Rieff- en el olvido. Y no se trata de tolerar delitos, porque de esos se deben encargar los Tribunales, pero sí la interacción con quienes suscribieron el bando hostil. “Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo. Entonces él se vuelve tu compañero”, aseguró Nelson Mandela. Conste que dijo con y no para tu enemigo.

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