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Opinión

3 de Octubre de 2017

Columna de Matías Wolff “La izquierda y lo popular: ni exotismo ni vanguardia”

"La izquierda no puede andar consultando a las bases para evitar los temas peliagudos y la decisión política. En ese sentido, el plebiscito programático del Frente Amplio puede ser un avance respecto al tradicional cierre de las decisiones, propio de la “vieja política”, pero es un retroceso si cree que la democracia participativa no reproduce muchos de los problemas de la sociedad".

Matías Wolff
Matías Wolff
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En la reciente entrevista que concedió a The Clinic, Daniel Mansuy hace una profunda crítica a las ideas y prácticas de su propio sector político y de sus adversarios en la izquierda, en particular de aquella que trata de forjar, una vez más, una alternativa a la complacencia concertacionista y a la falta de convicción de la Nueva Mayoría.

El núcleo de la crítica lanzada por Mansuy es muy claro: la “nueva izquierda” –identificable, sobre todo, con el Frente Amplio– no está logrando penetrar en el mundo popular. Y aunque cabría matizar ese juicio, existe evidencia contundente que lo avala. Siendo parte integrante de Revolución Democrática por cuatro años, he visto con mis propios ojos la “falta de calle” que nos acecha, el limitado impacto –insisto, con excepciones– que tenemos en las poblaciones y los barrios más pobres, y he tenido que lamentar que las cifras de apoyo a nuestra candidata presidencial siguen siendo más altas entre los grupos medios y acomodados.

Mansuy centra su crítica en que algunas agendas fundamentales de las filas del Frente Amplio –multiculturalismo, derechos reproductivos de las mujeres, laicismo, cientificismo, derechos de la diversidad sexual, etc.– se impulsan a contrapelo de las convicciones de un mundo popular más renuente que acogedor de esas agendas. Desde un espacio de comodidad que olvida la necesidad de salir a la calle a producir el cambio cultural y apelar a alguna idea de lo colectivo, la izquierda, sostiene Mansuy, imita a su némesis neoliberal en su amor por lo singular y lo individual, sospecha de lo comunitario y desdeña lo tradicional por sus elementos atávicos y provincianos.

La polémica que desató el último Te Deum evangélico pareciera darle la razón en ese punto. La reacción visceral de una parte de la izquierda “progre” frente a la burda operación del piñerismo no mostró otra cosa que un profundo menosprecio al mundo protestante. Sin autocrítica, ese progresismo predicó la nueva verdad a los bárbaros desde la comodidad del sector nororiente, los posgrados y la vida multicultural, olvidando considerar su origen de clase como una variable fundamental. Es cierto que algunos intelectuales del sector fustigaron esa reacción y reconocieron, a lo Mansuy, la desfachatez de predicar contra un mundo que, por muy conservador que sea en ciertos aspectos “valóricos”, hace un trabajo constante y cotidiano en el mundo popular. Pero es necesario profundizar esa crítica volviendo a una pregunta clásica de todo proyecto emancipador: ¿cuánto de representación del pueblo, aun con sus convicciones indeseables, y cuánto de proyecto propio, más allá de ese pueblo y sus ideas, debe tener un proyecto radical de izquierda?

Una de las victorias más profundas del neoliberalismo como “razón del mundo” es la desconfianza ante cualquier forma de planificación o proyecto de lo social y lo político, con la amenaza de que tras él se ocultaría el germen del totalitarismo socialista. Contra esa hegemonía, la izquierda ha hecho poco por repensar la tensión entre la formación política del pueblo con un proyecto consistente, arraigado social e históricamente en sus luchas, y el aprendizaje que debe extraer de ese pueblo para desarrollar ese proyecto. Ha aceptado, culposa, esa imposición neoliberal.

La columna que el historiador Luis Thielemann publicó recientemente en Red Seca, criticando la compulsión del Frente Amplio por la democracia plebiscitaria, ataca justamente ese punto: la izquierda no puede andar consultando a las bases para evitar los temas peliagudos y la decisión política; al contrario, debe involucrarse y deliberar con esas bases desde una posición que se construye colectivamente, pero que tiene límites y adversarios claros. En ese sentido, el plebiscito programático del Frente Amplio puede ser un avance respecto al tradicional cierre de las decisiones, propio de la “vieja política”, pero es un retroceso si cree que la democracia participativa no reproduce muchos de los problemas de la sociedad. Más aún, esa veneración de la consulta reifica una idea de democracia meramente eleccionaria, que confía más en la opinión de bases muchas veces despolitizadas que en la formación y convencimiento de las mismas en un trabajo lento y de largo aliento.

Está bien que la izquierda haya sacado lecciones del vanguardismo brutal que movilizó a las élites revolucionarias de los socialismos reales, pero también debe dejar de comprarse la monserga liberal de que todo proyecto emancipador es necesariamente “paternalista” por el mero hecho de que no sea eso lo que la sociedad pueda querer en un momento dado, según las encuestas o la opinión pública. Debe enorgullecerse, por el contrario, de sus ideas y de sus luchas, y volverlas deseables, atractivas, admirables. Sólo así podrá encontrar estrategias de construcción política que escapen tanto del exotismo miserabilista (“lo popular es bueno en sí”) como del totalitarismo vanguardista (“yo vengo a liberaros, oh olvidados de la Tierra”), y le disputará a la derecha –evangélica a lo Moreira o ilustrada a lo Mansuy– la expresión y la representación de lo popular.

*Antropólogo, militante de RD.

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