Quisiera poder decir que Nicanor y yo trabajamos como uña y carne. Verdaderamente me encantó su poesía, su estilo anárquico, humorísticamente irreverente, la falta de pomposidad y floritura literaria. Como un buen poeta, según el dicho de T. S. Eliot, le robé más que lo imité en mis propios versos. Pero como su editor en inglés, Nicanor me toleraba, en el mejor de los casos, como una recurrente tos seca. Nunca pude remontar su decepción porque yo no era Allen Ginsberg. Por entonces, Parra vivía en la calle 110 en Manhattan con su hija artista, Catalina, y yo con mi familia en la calle 113. Nicanor estaba a una llamada telefónica o a un pequeño brinco de distancia. Al teléfono, él siempre estaba vaporoso y reticente; cada vez que lo visitaba en el departamento de Catalina para hablar de mis ideas para el libro, me recibiría vestido con pijama, su pelo gris volando como paja por todos los rincones de su cabeza. Estaba eternamente sin afeitar y solo quería hablar sobre su traducción de Hamlet, especialmente el famoso soliloquio "Ser o no ser".
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Comencé a traducir por primera vez al poeta chileno Nicanor Parra en 1973, por recomendación de Frank MacShane, profesor en mi curso de postgrado sobre traducción en la Universidad de Columbia. Compré Obra gruesa, una antología de la poesía de Parra publicada por la Editorial Universitaria de Chile en la librería Las Américas en la Plaza de la Unión. Por aquel entonces, había cuatro librerías de libros en español en o en los alrededores de la calle Catorce en Manhattan. Más tarde adquirí Poems and Anti-Poems y Emergency Poems, dos colecciones de la obra de Parra publicadas por New Directions. En ese tiempo, yo era un serio poeta bufanda-de-seda/aliento-de-whisky, y éramos mejores amigos con un compañero de clase, Frank Lima, un poeta estilo Rimbaud, educado en la cárcel.
Devoré estos tres libros de Parra, luego empecé a buscar poemas que no habían sido traducidos al inglés. Encontré “Último brindis”, un cínico poema matemático que ejemplificaba la filosofía de la antipoesía de Parra, y lo traduje como “The Final Toast”.
Lo queramos o no
Sólo tenemos tres alternativas:
El ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
Porque como dice el filósofo
El ayer es ayer
Nos pertenece sólo en el recuerdo:
A la rosa que ya se deshojó
No se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
Son solamente dos:
El presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
Porque es un hecho bien establecido
Que el presente no existe
Sino en la medida en que se hace pasado
Y ya pasó…,
como la juventud.
En resumidas cuentas
Sólo nos va quedando el mañana:
Yo levanto mi copa
Por ese día que no llega nunca
Pero que es lo único
De lo que realmente disponemos.
Después de analizarlo en clase, envié mi traducción a The Massachusetts Review, una revista que siempre había admirado. Cerca de una semana más tarde, recibí una tarjeta postal del editor, Jules Chametzky, diciendo que el poema había dejado al equipo editorial boquiabierto. Jules quería publicarlo en la contraportada de su próximo número. ¿Les daría permiso? Además, me pagarían quince dólares.
El éxito temprano, a los veintidós años, hizo que mi cabeza girara en torno de los encantos de la traducción.
*
En 1978, Jonathan Cohen, John Felstiner y yo tradujimos La pieza oscura y otros poemas del colega chileno Enrique Lihn para New Directions; en 1982, Lewis Hyde y yo cotradujimos Mundo a solas del Nobel Vicente Aleixandre para Penmaen Press. Cuando New Directions firmó contrato con Parra para un nuevo libro, me contactaron para ser el editor.
Desde el principio, Parra estaba profundamente descontento. Había esperado que Allen Ginsberg, con quien había leído recientemente en la Sociedad de las Américas, lo editara, aunque Ginsberg apenas hablaba español y no le interesaba en absoluto la tarea. Además, yo era un desconocido poeta guatemalteco-estadounidense treinta y seis años menor que él.
Quisiera poder decir que Nicanor y yo trabajamos como uña y carne. Verdaderamente me encantó su poesía, su estilo anárquico, humorísticamente irreverente, la falta de pomposidad y floritura literaria. Como un buen poeta, según el dicho de T. S. Eliot, le robé más que lo imité en mis propios versos. Pero como su editor en inglés, Nicanor me toleraba, en el mejor de los casos, como una recurrente tos seca. Nunca pude remontar su decepción porque yo no era Allen Ginsberg. Por entonces, Parra vivía en la calle 110 en Manhattan con su hija artista, Catalina, y yo con mi familia en la calle 113. Nicanor estaba a una llamada telefónica o a un pequeño brinco de distancia. Al teléfono, él siempre estaba vaporoso y reticente; cada vez que lo visitaba en el departamento de Catalina para hablar de mis ideas para el libro, me recibiría vestido con pijama, su pelo gris volando como paja por todos los rincones de su cabeza. Estaba eternamente sin afeitar y solo quería hablar sobre su traducción de Hamlet, especialmente el famoso soliloquio “Ser o no ser”.
Ser o no ser
He aquí el dilema
Dos de estas visitas me hicieron darme cuenta de que su vestir desaliñado había sido a propósito, una forma de mostrar su desdén sin ser realmente grosero. Era un ladino constante y confiadamente poco convencional, pero siempre con un motivo. No es de extrañar que su poesía hiciera que los lectores sintieran que les estaban disparando a quema ropa con un revólver en la cara: el fuerte sonido de un estallido, seguido de una bandera blanca de rendición, saliendo de manera cómica del cañón.
Como editor, quería honrar a sus traductores precedentes incluyendo gran parte del material previamente publicado. Sin embargo, quería revisiones donde sentía que los traductores se habían extraviado, habían sido inexactos o verbosos. Por ejemplo, en su traducción de “El soliloquio del individuo”, Ginsberg y Ferlinghetti habían omitido dos líneas del original. Hice varias sugerencias a Miller Williams y W. S. Merwin de lecturas alternativas de algunos pasajes; Williams las aceptó todas, y Merwin y yo golpeamos al aire un poco antes de llegar a un compromiso. Denise Levertov se negó rotundamente a darme permiso para volver a publicar su traducción, en protesta porque Parra le dio la mano a Pat Nixon en la Casa Blanca durante la guerra de Vietnam y por su falta de voluntad para salvar a su sobrino encarcelado, Ángel, hijo de la cantante y compositora Violeta Parra, después del golpe de Pinochet en Chile. Su carta era venenosa.
*
Mientras preparaba mi manuscrito, Parra canceló las reuniones y se negó a responder consultas, las que le envié por correo a a través de los tres bloques que nos separaban. La gota que colmó el vaso fue cuando asigné “El hombre imaginario”, un maravilloso poema lírico sobre un hombre solitario y desconsolado que vive en una mansión, a Edith Grossman, una traductora que estaba cogiendo el ritmo y autora del libro The Antipoetry of Nicanor Parra. A mis espaldas, Nicanor había enviado este mismo poema cuando menos a otros cuatro traductores. Le pregunté por qué había hecho eso. Dijo que la traducción debería ser una carrera de caballos y que él debería poder elegir al ganador. Tenía mucha confianza en su inglés, que yo encontré pobre, y la arrogancia de esta respuesta se me quedó atragantada.
Le dije a Nicanor que tenía que reunirme con él de inmediato para discutir mi papel como editor. Esta reunión tuvo lugar en el Hungarian Pastry Shop, frente a la catedral de San Juan el Divino, cerca de la Universidad de Columbia. No recuerdo lo que él llevaba puesto, pero estoy seguro de que se vistió para la ocasión, esperando que yo tirara la toalla.
Con el corazón golpeteando, le dije que como editor no podía tolerar este tipo de subterfugio. La traducción es un arte minucioso y yo no podía tener a celebrados traductores, amigos míos, compitiendo entre sí como caballos. Nicanor simplemente se sentó allí y escuchó sin beber su té. De vez en cuando, fruncía los labios y se quedaba en blanco, haciendo caso omiso de mis ojos y mirando a los estudiantes cercanos. Sin decir una palabra, de repente se levantó y se fue. Voló de regreso a Chile quizás una semana después. Se negó a responder cualquiera de mis llamadas o cartas. Sospeché que pocas personas lo habían enfrentado antes; su silencio era su manera de subrayar mi falta de importancia y su autoridad. Después de todo, Nicanor era un macho alfa.
*
Yo no me pongo triste fácilmente
Para serles sincero
Hasta las calaveras me dan risa.
Los saluda con lágrimas de sangre
El poeta que duerme en una cruz.
De “Cartas del poeta que duerme en una silla”
*
Continué trabajando en mi manuscrito, revisando viejas traducciones antiguas, encargando otras. Entregué Antipoems: New and Selected a mi editor Frederick Martin, quien lo envió a Parra para sus revisiones finales. Parra era un inveterado perfeccionista; le fue difícil enviar un poema o su traducción de Hamlet de esta manera. Nunca le respondió a Martin, ni a ninguno de sus interlocutores chilenos, incluso cuando le dijeron que el libro iría a imprenta sin sus ediciones finales si no respondía en una fecha determinada.
El libro fue publicado en 1985 con una maravillosa introducción de Frank MacShane. Escuché de parte de varios amigos chilenos que Nicanor odiaba el libro porque yo había publicado traducciones que todavía él estaba trabajando para perfeccionarlas. El tiro de gracia, sin embargo, fue la portada de New Directions, que él no había autorizado; dijo, con gran desdén, que la foto de Layle Silbert lo hacía parecer un mono.
Sólo con la belleza me conformo
La fealdad me produce dolor.
De “Cartas del poeta que duerme en una silla”
Por los siguientes veinte años, Parra nunca mencionó el libro que yo había editado. Cada vez que él entregaba su biografía para premios, lecturas y publicaciones, era como si nunca hubiera existido.
*
Por seis años Parra y yo no volvimos a comunicarnos. En 1991, él fue galardonado con el primer Premio Juan Rulfo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a principios de septiembre. Era un gran honor, y valía cien mil dólares. Yo estaba cubriendo la feria para la revista Publishers Weekly y obtuve que New Directions enviara veinticinco copias de mis Antipoems bilingües para vender en Guadalajara. Dos días antes de que el premio le fuera otorgado, me encontré con Nicanor en los pasillos de la feria. Bastante curiosamente, me abrazó feliz y me dijo: “¿Qué es de tu vida?”, un usual saludo chileno. Murmuré algo incoherente, estoy seguro.
¿Era yo simplemente una cara conocida para Nicanor, o me había perdonado?
Lo felicité y él me palmoteó la espalda varias veces. Entonces dijo que creía que su hija Catalina querría estar allí con él para la ceremonia de dos días después. ¿La llamaría yo a Nueva York y vería si quería volar? “Dile que yo pagaré por su boleto”, señaló caballerosamente.
Pensé que esta petición era extraña, ya que él había sabido sobre el premio por más de dos meses, pero la petición ilustraba su narcisismo restringido. Yo realmente quería hacer las paces, pero no quería hacer su oferta por él. Al final, lo llevé a la oficina de prensa, donde podía usar uno de los teléfonos para llamarla gratis.
Estoy casi seguro de que Catalina no vino (al menos, yo no la vi). Aunque Nicanor y yo continuamos teniendo muchos amigos en común —los novelistas chilenos Carlos Franz y Arturo Fontaine, la traductora Edith Grossman—, nunca más se cruzaron nuestros caminos. Esto fue desafortunado porque de verdad amé muchos de sus poemas y sentí que junto con otros poetas chilenos como Pablo Neruda y Gabriela Mistral, él era un auténtico pionero.
*
claro — descansa en paz
y la humedad?
y el musgo?
y el peso de la lápida?
y los sepultureros borrachos?
y los ladrones de maceteros?
y las ratas que roen los ataúdes?
y los malditos gusanos
que se cuelan por todas partes
haciéndonos imposible la muerte
o les parece a ustedes que nosotros
no nos damos cuenta de nada…
De “Descansa en paz”
Extrañamente, a medida que pasaba el tiempo, noté que Nicanor comenzó a poner el libro que yo había editado en su biografía y bibliografía. Tal vez, solo tal vez, pensé. O bien… mejor no importa.
Nicanor fue un gran poeta porque no era remilgado con las palabras. Como él escribe:
Durante medio siglo la poesía fue
el paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
y me instalé con mi montaña rusa.
Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
echando sangre por boca y narices.
De “La montaña rusa”
Aparecido en “The Paris Review”. Traducción: Patricio Tapia