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Opinión

22 de Febrero de 2018

Columna de Flor Averiada: Soy curaíta, ¿y qué?

No estoy triste, estoy feliz con mi copete. Aunque el mundo no conciba que una mujer sola pueda estar bien en la barra de un bar. Aunque parezca abatida, abandonada, carente de algo o de alguien.

Flor Averiada
Flor Averiada
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Foto: Imagen de referencia

Como si las innumerables discriminaciones de las que somos víctimas las mujeres no fueran suficientes, las consumidoras de alcohol no recibimos un trato justo o igualitario en barras, bares, botillerías, discotecas y lugares afines al vital y ardiente líquido que embellece los días, elimina el tedio y estremece el alma.

¿Estás sola? ¿Estás triste? Así me aborda un “choro del puerto” semi ebrio en la barra de una sala de baile ligada al pop de los ochenta, mientras disfruto mi traguito sola, mirando a la gente, viendo como los cuerpos se menean y rozan al compás de clásicos de Virus, Upa! y G.I.T. No estoy triste. Estoy feliz con mi copete en la mano. No estoy sola, estoy súper bien acompañada. No me falta nada, le digo. Estoy plena y radiante. Aunque el mundo no conciba que una mujer sola puede estar bien en la barra de un bar. Aunque parezca abatida, abandonada, carente de algo o de alguien.

Entro a una botillería paraíso del alcohol en el centro de Valparaíso. Compro todo lo que considero delicioso: vodka, whisky, vino espumante extra brut y diferentes tintos. Las personas alrededor (aunque tal vez haya una cuota de paranoia en esto) me miran con extrañeza, por decir lo menos. Al parecer creen que sacrifico la mensualidad del colegio de los(as) niños(as) que no tengo en la compra etílica, o que me tomaré esas botellas mientras ellos ven en la tele cualquier porquería porque su madre alcohólica no los está vigilando. Mal, mal. Una mujer no debería gastarse toda esa plata en copetines, ni menos tomarse todos esos copetines. No se ve bien, no es buen ejemplo, no da.
Parto la mañana de un intrascendente lunes con un pisco sour en un conocido, agradable y por qué no decir “el mejor” de los bares porteños. Me atiende su barman que jamás me ha discriminado. No puedo decir lo mismo de los parroquianos que miran con asombro mi desayuno. El mismo que toman ellos (no hay ellas), pero que consumido por mi persona adquiere un carácter pecaminoso. Lo disfruto con dignidad, aunque me dan ganas a ratos de pedirme un vasito plástico y tomarlo en la pasarela Bellavista, tranquila y mirando el mar. Desecho la idea porque los punkies que habitan esa zona seguro querrán que les brinde el último sorbo del brebaje que llena de belleza este tedioso primer día de la semana.

Me gusta el trago. Nadie me obliga. No tomo por “triste soledad” como creyó el ingenuo galán ochentero. Tampoco evado mis responsabilidades, aunque ande siempre medio “arribita de la pelota”. Aprendí a tomar desde chica, de la mano de mis padres –madre y padre en la misma proporción– que siguen siendo secos para empinar el codo. Me dieron los primeros sorbos de pisquito sour dulzón cuando la adolescencia lo permitió, un par de vasos con azúcar “impalpable” en los bordes llegando la juventud y hemos compartido buenas botellas desde que cumplí 21 (¿o 18?) y espero que lo sigamos haciendo. Quien regenta el bar de mis amores se acercó hace un tiempo atrás, con rostro un poco descompuesto, a decirme: “Tu presencia es como el primer bastión femenino en una barra que por tradición ha sido de hombres”. No sé si quería espantarme, pero sólo me aleonó a volver, volver y volver. No me da vergüenza mi pequeño vicio ni lo oculto. Tengo para mis tragos y tomo cuando quiero. Soy cuarentona, soltera, sin hijos y curaíta, ¿y qué?

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