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Cultura

23 de Febrero de 2018

No busques a Nueva York en Nueva York

Relato sobre un recorrido retórico a través de Nueva York.

Por

Los fuegos artificiales estallan ruidosos en el cielo nocturno de
Inwood, al norte de Manhattan, justo en los límites del río Harlem.

En Academy St., una calle tomada por los dominicanos, el 4 de
julio es un puñado jubiloso de familias y vecinos en cada tramo de
acera, los parlantes y los asientos plegables al pie de los edificios
severos, bajo la sombrilla húmeda de los árboles públicos. Los
niños corren pletóricos entre los autos, en la flor del verano.
Las aspas de un molino de cerveza, los six pack comprados en la tienda
pequeña de la esquina, ponen en marcha la celebración por el día
de la independencia. Pero esto no es nada. A orillas del Hudson,
dicen, el espectáculo festivo y el despliegue de luces son una
verdadera apoteosis y una definición precisa del carácter nacional,
si es que realmente hay algo que merezca llamarse así.

Sobre la medianoche, ya refugiado en un apartamento del edificio
690, después de recorrer durante el día algunas avenidas cercanas a
Union Square y no saber muy bien qué hacer finalmente con las
pocas horas que me quedan en Nueva York tras dos semanas de
visita, una amiga pone The end of the tour, la película que recrea el
encuentro-entrevista entre David Lipsky, periodista de Rolling Stone,
y David Foster Wallace durante los días finales de la gira de
promoción de Infinite Jest por Estados Unidos.

En algún punto del recorrido, Lipsky, sorprendido o fingiendo
sorpresa, le pregunta a Wallace por qué aún no se ha ido a vivir a
Nueva York. La duda es perfectamente comprensible. Hay siempre
un momento de terrible ingenuidad y soberbia en que las personas
que estamos en Nueva York nos preguntamos cómo hay gente que
todavía puede no estar viviendo ahí, o cómo nosotros mismos
podemos solo estar de tránsito y no estacionarnos de una vez.

Wallace, al volante, pudo responderle a Lipsky que no se iba a
Nueva York justamente porque los neoyorkinos son de esa clase
de personas capaces de preguntarte cómo es que, si lo tienes a tiro,
no estás instalado desde ya en Nueva York. Le dijo, en cambio,
que la ciudad lo deprimía (o eso fue lo que mi macarrónica
comprensión del inglés me permitió entender, y así debió de haber
sido, pues Wallace fue alguien que se pasó deprimido toda su vida
y una gran ciudad no clasificaba precisamente entre las cosas que
podían sacarlo del letargo), y que cada vez que la visitaba le parecía
encontrarse con toda esa batalla de egos estallando. Una batalla tan
feroz como divertida, de más está decirlo, en la que Wallace
participa y vence desde la renuncia y la distancia.

Es madrugada y afuera continúan los fuegos artificiales. No puedo
ver ya su resplandor, pero escucho el sonido de petardos, la ciudad
celebrándose a sí misma, el cuerpo a cuerpo de los egos
combustionando en la jungla de cemento. Puede que eso sea todo
lo que me haya sucedido en estas dos semanas. Alguien que
escucha y que cree haber visto, pero que en realidad no ve.
“Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!/ y en Roma misma a
Roma no la hallas”, dice Quevedo.

Amigos que llevan quince, veinte años en la ciudad, aún se
sorprenden a diario de caminar por la acera que caminan, como
una epifanía de la costumbre. Mi idea es que a veces, en la tarde,
miran al cielo, cualquier pedazo enmarcado entre los edificios de
vértigo, y alcanzan a susurrarse: “Dios mío, estoy aquí”. El estupor
ante Nueva York es algo que hay que merecer y, contrario a la
propia naturaleza de lo que se supone que es la fascinación y el
asombro, toma tiempo sorprenderse, exige permanencia, un
metódico conocimiento de sus posibilidades y del ritmo interior de
la ciudad. Lo que la vuelve, quizás, desquiciante, es que, mientras
más la aprendes, más se despliega, por decirlo de algún modo.

En La Habana, por ejemplo, yo me fui desgastando durante siete
largos años, pasé del deleite y la furia a la languidez y el hastío, un
recorrido lógico. En Nueva York el hechizo no es, al parecer, algo
que puedas ni quieras sobrepasar. Y es la propia disposición de los
neoyorkinos, su voluntad deliberada de creer que viven así, lo que
hace que vivan así. La majestuosidad no impone una línea de
sentido, sino que Nueva York también tiene la capacidad de
comprimir todo ese tamaño, empaquetarse, reducirse a un
pensamiento.

Hay un pacto tácito de ilusión colectiva. He querido pertenecer,
desde luego, pero soy el peregrino. A Roma en Roma no la hallo.
Un eslogan en el metro incita a los ciudadanos para que reporten
cualquier tipo de actividad extraña que detecten, un pasajero
sospechoso, un bulto que pueda detonar. En un sentido no lineal,
yo sentí que el eslogan me estaba hablando a mí: “If you see
something, say something”. Lo que sea.

Grabé a dos adolescentes formidables que bailaban con Ed
Sheeran en una estación de Brooklyn. Cené en la esquina de la 26 y
Broadway, el cruce donde Brecht sitúa Refugio Nocturno, uno de los
poemas más nobles que yo haya leído. Vi al negro, al musulmán, a
la rubia, al judío y al mestizo reunidos en una calle cualquiera. Fui a
bares de música del nordeste brasileño, a una presentación de
rumberos exiliados, escuché jazz y timba y me volé la cabeza en un
baño puede que maloliente. Me hospedé en el piso 25 de un hotel
de lujo en la 41 St. y la 8va avenida. En la entrada de Little Italy
tomé fotos medio torcidas de un cartel blanco y negro con la
familia Soprano en pleno, James Gandolfini a la cabeza. Desde las
gradas del right field del Yankee Stadium vi pitchear a Aroldis
Champan, el bombardero cubano de las cien millas por hora, y vi
cómo el público lo vitoreaba enardecido y las pantallas del estadio
lo proyectaban entre lenguas de fuego, un animal mítico con una
cartera de 86 millones.

Tuve la sensación clara de que nunca entendía del todo el núcleo
de las conversaciones en las que participaba, gente sensata, temas
corrientes, pero yo solo podía captar un treinta o un cuarenta por
ciento de lo que querían comunicar. Pensé, además, que eso me ha
venido sucediendo por siempre y que apenas allí venía a
percatarme, después de tanto tiempo creyendo que había prestado
atención a las cosas, que entendí lo que me habían dicho y que
entendieron lo que yo dije, cuando lo más probable es que haya
estado dejando por ahí un rastro ya irreparable de equívocos y
malas interpretaciones.

Una noche, desde una azotea medio en penumbras de
Williamsburg, me volteé a la ciudad y la luz total de Manhattan caía
sobre las aguas del East River. Yo pensé que al menos un por
ciento de aquello no existiría si yo no estuviese allí.

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