Opinión
30 de Marzo de 2018Columna de Constanza Michelson: Contra lo serio
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Triunfo y fracaso. Se suponía que debía ser gracioso, al menos ese era el tono que acompañaba la conversación de dos conductoras de una radio acerca de un conflicto. Ocurría que una de ellas había encontrado pololo. Sí, ese era el conflicto. ¿Cómo se podía seguir siendo feminista, abogar por la deconstrucción de género y al mismo tiempo estar en una relación con un varoncito hetero? El relato seguía con la búsqueda de respuestas para resolver este enigma. La chica había consultado a otras feministas, que se valían de varias jinetas en el traje, para ver que se hacía en estos casos. Desayunada había quedado cuando se dio cuenta, como quien descubre la vanguardia de la vanguardia, que una de sus próceres estaba casada.
Triunfo: hoy dos chicas pueden tener su propio programa de radio y su control editorial. Fracaso 1: El fracaso del humor. Eso que debía ser divertido, rayaba en lo patético. Fracaso 2: Dos chicas emancipadas deben pedir permiso para tener pareja. Paradoja, que en todo caso, era lo más chistoso de la escena.
A veces pasa. Uno quiere hacer un chiste, pero es uno mismo quien termina siendo el chiste. O peor, ahí donde uno supone estar haciendo algo muy serio, también se puede derivar en el mismo resultado. Traspié nada divertido para quien lo padece, porque perder el control sobre algo decidido nos deja en esa vulnerabilidad que nos aterra: hacer el ridículo. Algunos, incluso, prefieren no hacer nada en la vida para no exponerse a esta posibilidad.
A quienes sí les pasa con frecuencia es a los niños, los locos y los borrachos. Hacen reír, no porque lo decidan, sino que por la extravagancia de su seriedad. Nadie habla más en serio que los niños, los locos y los borrachos.
De todos ellos se dice que hablan con la verdad. Este dicho popular además insinúa que este grupo de seres incorruptibles y transparentes, portan la esperanza de la especie humana. Hipocresía total. Pues no se le da demasiado crédito a esas “verdades” reveladas. Básicamente, porque ese decir sin velo, sin filtro, en bruto, es antes el mal de la literalidad y la falta de doblez interno, que una verdad.
La verdad humana es aquello que se decide en cada momento, lo que se omite, se miente, se cuela en la ironía, la metáfora o en un chiste. Porque se trata de una transacción constante entre el deseo y el pacto social. No es más verdadero pensar que el otro es un idiota, que omitir ese sentir y decidir actuar en otra dirección. O al menos eso es la ética: en cada contingencia, en cada encrucijada vérselas con tomar una posición. Que no es lo mismo que tomar partido, que por el contrario, implica refugiarse en responder con la monotonía de los discursos totalitarios y prefabricados.
Existe la sospecha de una infantilización cultural. No la misma que se acusaba en la década de los noventa. En esos días, la querella era que tras la caída del muro, huimos demasiado pronto a la fiesta electrónica. Hoy, por el contrario, discutimos asuntos demasiado importantes. Pero ocurre que las disputas están tomadas por la sintaxis maldita de la literalidad: esa forma que tiene la verdad para los niños, los locos y los borrachos. Literalidad que puede convertir a sus agentes en una broma, como las conductoras de radio que intentaban hacer reír a sus auditores. Pero también, puede llevar a la tragedia de leer al otro con mala intención, de la peor manera para que coincida con la verdad que se quiere sostener. Lo que no lleva sino al desencuentro radical.
La vulgaridad de las políticas de corte trumpiano, es precisamente la idea de verdad como lo sin filtro. Mientras que el ridículo en que cae a veces el activismo progresista, es suponer que se puede ser transparente a sí mismo, sin vislumbrar el lado opaco de la voluntad, transformándose en guerreros de la autodeterminación, toman su ego demasiado en serio, esa su verdad. Y como un mal chiste, éstas que se supone que son posiciones antagónicas -que lo son desde el contenido de sus proyectos – coinciden demasiado en su consideración sobre la verdad humana. Los primeros, caen en la locura del nacionalismo, los segundos, en la de la identidad; que son dos versiones de lo mismo: la clausura sobre sí mismos y el rechazo radical a la alteridad (que puede ser encarnada en el inmigrante o en lo extranjero que habita en uno mismo). No por nada las acusaciones cruzadas de totalitarismos.
Y hay aún, una coincidencia más, de ambos bandos ideológicos. El rechazo al espacio abierto de incertidumbre que habita entre las personas, que es el lugar de la posibilidad del malentendido, pero también del deseo. Ese espacio de la ciudad humana se intenta controlar, saturándolo de saberes técnicos: cómo amar, cómo hablar, a quien expulsar. Todo desmesuradamente en serio.
Frente a ese acuerdo entre los bandos, aparece la resistencia. Un discurso no organizado que irrumpe por las grietas de los discursos. Como no se los puede localizar en ningún partido del juego, se les acusa de fascista para allá o para acá. Por eso andan con miedo, la resistencia la viven como quien está dejando morir a un panda bebé.
Son las voces que se ríen de pronto donde no se debe, los que reclaman por los matices, por los claroscuros. Los que reconocen que no sólo ciega la oscuridad, sino que también el exceso de luz; por eso claman por algo de opacidad, para ver, para hacerse preguntas.
Pasolini los nombró. Los llamó luciérnagas, aludiendo a las lucecillas del infierno de Dante. Las rescata para oponerlas a la luz sospechosa de lo que promete ser el paraíso: esa luz fascista y encandilante de lo que se estructura como la gloria y el horizonte de las ideas. La linealidad. Las lucecillas en cambio son destellos intermitentes, son unos “resplandores a la vez eróticos, alegres e inventivos”. Son los momentos sorpresivos de belleza, de amor y amistad.
Pasolini creyó, ya en los años setenta, en la desaparición de los “hombres e ideas luciérnaga”. Describía la llegada de un nuevo totalitarismo, no como el de Musolini, sino que el de hoy, que entra por la vía de los discursos que pretenden regular todo intersticio de intercambio humano. El infierno de lo igual.
Pero quizás se trata de apagar un poco la luz para verlas, resistirse a la tentación de nombrarlo todo y verlo todo. Didi-Huberman reclama que las luciérnagas están ahí, en la dignidad de las bellezas inesperadas, en lo que aún sucede pese a todo pesimismo. Aún en toda guerra, hay encuentros.
¿Qué cómo son?. A las luciérnagas no se las puede poner bajo un reflector (del saber) porque se apagan. Así como no se puede explicar un chiste porque pierde su efecto. Lo humano resiste como un chispazo, digan lo que digan.
Existe la monotonía de la gravedad pero también la gracia.
Hay cosas demasiado importantes para dejárselas a la seriedad infantil y a la borrachera delirante del ego.