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Cultura

12 de Abril de 2018

Rajnishpuram, la última utopía occidental

Al documental “Wild wild country” le bastaron un par de semanas para obsesionar a millones de clientes de Netflix en el mundo. Cuenta la historia de Rajnishpuram, la ciudad que Osho y sus seguidores fundaron en 1981, entre Oregon y la nada, para poner en marcha un proyecto de hombre nuevo sustentado en la meditación y el sexo, en la armonía con la naturaleza y con el capitalismo, en la liberación espiritual de cada uno y la idolatría al gurú por parte de todos. El auge de esa utopía y su espectacular decadencia aseguran seis horas de morbo y estupor, pero su atracción también se explica por la cantidad de paradojas que provocó el experimento al tratar de sortear los obstáculos que nos impiden cambiar el mundo.

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La historia no era verosímil, tanto que el día del estreno muchos creyeron ver una magistral ficción que utilizaba archivos documentales sacados de contexto. Pero todo era cierto. Tampoco era un secreto, sólo que nadie se había preocupado de contarlo. Los cuarenta rancheros que habitaban Antelope, aldea escondida entre las colinas nevadas de Oregon, en el noroeste de Estados Unidos, supieron un día que un grupo de millonarios había comprado las 25 mil hectáreas de un predio cercano para edificar ahí la tierra prometida, según los dictados de un gurú la India que pretendía transformar la humanidad y que era conocido, entre otras cosas, por promover el sexo libre y moverse en un Rolls-Royce. Un par de años después, en Rajnishpuram vivían miles de personas que vestían uniforme rojo, se hacían llamar sanniasins y adoraban al Bhagwan, quien vivía en el mismo rancho pero no les hablaba. Predicaban la armonía y la paz, estaban armados hasta los dientes y contaban con un laboratorio para incursionar en el bioterrorismo.

En seis capítulos de una hora cada uno, “Wild wild country” reconstruye el más ambicioso intento de crear un paraíso en la tierra que se haya realizado desde que el mundo occidental dejó de creer en Dios y en el comunismo. El proyecto a mayor escala, además, de una comunidad que se aísla de la miseria del mundo para construir un mundo nuevo desde cero. El resultado fue que en apenas cinco años (1981-1985), y en los Estados Unidos de Reagan, los discípulos de un místico que se burlaba de las religiones recrearon todo el ciclo de vida de una religión: un profeta que conoce la fórmula para expurgar los males que aquejan a la humanidad; unos apóstoles dispuestos a dejar todo atrás y consagrar su vida a la defensa de su causa y de su líder; la organización de una Iglesia jerarquizada con pretensiones de evangelizar al mundo entero, dirigida por un sumo sacerdote –sacerdotisa, en este caso– que ejerce sus funciones con mano de hierro; la aparición de conflictos terrenales que obligan a los apóstoles a convertirse en un ejército de salvación, pues para salvar el mundo tarde o temprano hay que matar a alguien; y por cierto, las intrigas internas que desangran a toda Iglesia respetable.

Los hermanos Maclain y Chapman Way, directores de la serie, se las arreglan para contar todo esto sin tener que explicar nada. Les basta un impactante material de archivo y los testimonios, también impactantes, de una decena de protagonistas de los hechos. Entre ellos, Ma Anand Shila, la lugarteniente de Osho, abnegada heroína y maquiavélica villana de esta historia. Shila conoció al gurú cuando tenía 16 años y lloró de sólo verlo: “En ese momento, de haberme llegado la muerte la habría aceptado. Mi vida estaba completa”. Los sanniasins occidentales entregan versiones parecidas: que al caminar parecía no tocar el suelo, que luego de escucharlo había que pararse de a poco, porque uno quedaba “como drogado”. Estas son las primeras palabras que el maestro pronuncia en el documental: “No tengo nada especial, no digo ser el hijo de Dios. Sólo digo una cosa: que estaba dormido y ahora estoy despierto. Ustedes están dormidos y también pueden despertar. Y voy a seguir ayudando a la gente a despertar. El hombre despierto será el hombre nuevo”.
***

Bhagwan Shri Rajnísh (así se llama, mientras transcurre esta historia, quien primero se llamó Chandra Mohan Jain, luego Acharia Rajnísh y finalmente, desde 1989, Osho) creó su primer ashram o comuna de meditación en Poona, ciudad próxima a Bombay, en 1974. Allí comenzó a poner en práctica el proyecto de una nueva sociedad. “Uno necesita que le den un lugar seguro donde trabajar”, explicaba. “Un lugar donde las cosas ordinarias, los tabúes y las inhibiciones, se hagan a un lado.” Afuera del ashram, la miseria urbana de la India en los años 70; adentro, un oasis de vegetación frondosa, sanniasins abrazándose o caminando por senderos de mármol con sus trajes naranjos y sus tazas de té. Y las actividades terapéuticas, que en general consistían en descargas de gritos y saltos seguidos de silenciosas meditaciones. Catarsis y paz. Y sexo.

Pronto el lugar se llenó de jóvenes del primer mundo, por lo general cultos y profesionales, que habían crecido protestando contra la guerra de Vietnam y cantando “Imagine”. Aspiraban a vivir en armonía con sus semejantes y con la naturaleza, liberados de represiones judeocristianas, de la codicia y de la rabia. A esas alturas, las utopías occidentales fundadas en la razón ya no podían ofrecer nada de eso. Y en Oriente había muchos guías espirituales para elegir, pero sólo uno que proponía elevar el espíritu con mucho sexo y se reía de los votos de pobreza.

Crítico de Gandhi, de Cristo y de los políticos, el Bhagwan era un rebelde, no un santón. Filósofo de formación, su ecléctico marco teórico se paseaba por el sufismo, Sócrates y el Zaratustra de Nietzsche. Declaraba su intención de “crear el hombre entero” fusionando lo mejor de Oriente y Occidente: “Somos espiritualistas materialistas, nunca pasó nada parecido en el mundo. Es un nuevo experimento, un nuevo comienzo”. Estos discursos han perdido frescura, pero en los años 70 parecían abrir puertas nuevas. No fueron sólo almas bellas quienes vieron en las ideas del Bhagwan una salida a la crisis de la tradición occidental, defenestrada por los jóvenes de los últimos años 60. En el ashram de Poona, por ejemplo, vivió dos años Peter Sloterdijk, figura central de la filosofía europea hasta hoy. Y cuando Sloterdijk plantea que necesitamos volver a diseñar el “parque humano” porque las antiguas inhibiciones han quedado obsoletas, no es difícil reconocer las huellas del maestro.

Además de filósofos, entre los miles de sanniasins había banqueros de Wall Street, y el Bhagwan entendía de números. “Yo conocía su facilidad para venderse”, cuenta Shila, para quien meditar nunca fue un pasatiempo interesante. “La meditación era un producto. El producto que generaba el dinero para hacer la obra que él tenía en mente.” Con ese dinero se mudaron de Poona a Oregon, donde ahora vestían de rojo y demostraban que eran hippies pero no vagos. Trabajando en turnos de 16 horas, convirtieron un descampado de maleza y roca en una ciudad con instalaciones eléctricas, cañerías, canales de irrigación, pista de aterrizaje (Air Rainish alcanzó a tener seis aviones), un salón de meditación para diez mil personas y un centro comercial con pizzería y boutique de ropa. Cuando tuvieron todo listo, llegó en su nuevo Rolls-Royce el Bhagwan, que ya no hablaba en público. Fue recibido con música de la India y pavos reales, y frente a su vivienda se extendía un césped de 400 metros cuadrados. “Era muy claro que habíamos llegado a la tierra prometida”, recuerda Shila. “Realmente nos sentíamos el pueblo elegido”, confiesa Swami Prem Niren, que alguna vez se llamó Philip Toelkes y fue un perro de presa, el abogado estrella de las grandes compañías de California.

Pero en esos páramos casi deshabitados se produjo un fascinante choque de civilizaciones. Los cuarenta vecinos de Antelope, todos cristianos, la mayoría viejos y ultraconservadores, se vieron invadidos por los “esclavos del gurú sexual” que se besaban en la calle, gritaban de lujuria en las noches y tenían en el rostro lo que ellos llamaban “la mirada”, una expresión de poseídos. Sentían que además los miraban en menos y querían pasarles por encima. “Es el fin de nuestra civilización”, declaraba una señora a la prensa. La noticia de la “secta” se extendió por todo Oregon y empezó una guerra. ¿Quién la empezó? “Ellos”, respondían de lado y lado. El hecho es que las hostilidades subieron de tono y los sanniasins no podían exponer al Bhagwan, de modo que compraron suficientes Uzis semiautomáticas y fusiles AKA-47 para batirse contra todos los puritanos del condado (llegaron a tener un millón de cartuchos). Nada de esto les quitó la alegría. Sólo tuvieron que agregar a su rutina diaria los entrenamientos de tiro, actividad propia de cualquier comunidad cuyo mensaje de paz no es bien comprendido. “Me di cuenta de que si estaba en un estado meditativo, podía darle al blanco”, recuerda una de las protagonistas del documental.

¿Cómo acusar a los sanniasins de amenazar la cultura local, si al defenderse con armas no hacían más que imitarla? Siempre en el marco de un Estado de derecho, también votaron en las elecciones locales de Antelope, se apoderaron del municipio, cambiaron el nombre del pueblo a Rajnísh y lo propio hicieron con los nombres de las calles. ¿Cuál es el problema? La democracia y la igualdad ante la ley no distinguen entre recién llegados y bisnietos del primer alcalde. El libre mercado tampoco, así que también compraron las propiedades del pueblo, y el viejo café donde se juntaban los rancheros pasó a llamarse Zorba El Buda y vender plátano en vez de tocino.

Quizás se los podía acusar de insensibles, de poca empatía, pero ellos salieron a reclutar indigentes de todo Estados Unidos, sin discriminar a sicóticos ni a excriminales, para llevarlos a vivir a Rajnishpuram. Miles de rechazados por la sociedad materialista que por primera vez conocían la dignidad y lo hacían saber entre lágrimas ante las cámaras de TV. Muchos de ellos eran negros, presencia inédita entre los sanniasins. “El maestro nos ha traído para protegernos de la sociedad neocolonial, imperialista y tecnócrata”, discurseaba uno de ellos, aunque en realidad los habían llevado con propósitos estrictamente neocoloniales: juntar suficientes votantes para tomar el control de todo el condado de Wasco. Democracia, inclusión y libertad, los mejores valores de Occidente, sus reglas más perfectas, dejaban a Estados Unidos (los políticos, la prensa, el FBI) sin defensas frente a Shila, una morena bajita que iba a la tele y decía: “En el condado hay tanta intolerancia de mierda que merece que nos lo apropiemos”. “Díganles a sus gobernadores, a su procurador general y a todos esos cerdos intolerantes que si tocan a uno de nosotros iré por quince de sus cabezas. Y hablo en serio”.

El espectador de la serie sabrá en qué se tradujeron esas amenazas (lo contado hasta acá ocurre en los tres primeros capítulos). Las setecientas personas intoxicadas por salmonella en la ciudad más cercana al rancho son el caso más conocido, pero no el plan más siniestro que Shila y su círculo llegaron a concebir. El éxito del documental también ha sacado a la luz nuevos antecedentes. Por ejemplo, que Shila y Puja, la química del equipo, evaluaron el uso de serpientes venenosas para deshacerse de cerdos intolerantes.

Dicen los defensores de la democracia liberal que la misión autoimpuesta de liberar al mundo siempre degenera en guerra santa contra el mundo, y que la tentación de eludir las mediaciones sociales deriva, puertas adentro, en la necesidad de inventar otras peores. Al menos en Rajnishpuram, ambas predicciones se cumplieron. No contaremos aquí qué hicieron con los homeless cuando empezaron a dar problemas, ni quiénes le salieron al paso a Shila mimando al Bhagwan con joyas y narcóticos, hechos que apenas marcaron el inicio de un largo derrumbe. A lo que muestra “Wild wild country”, podemos agregar que el gurú dejó en Oregon una colección personal de 93 Rolls-Royce que debieron salir a remate, y que luego emprendió un ingrato periplo en busca de un país que quisiera recibirlo, incluyendo una estadía de tres meses en Punta del Este y un fallido asilo en Jamaica. Sobrevoló el Atlántico por última vez, rumbo al Oriente, el 21 de junio de 1986. Al día siguiente, otra religión pagana comenzó a tomar forma en suelo americano: en el Estadio Azteca, Maradona le hizo dos goles a Inglaterra, uno con la mano de Dios y el otro en calidad de milagro.

Los seguidores de Osho, en todo caso, no han dejado de multiplicarse. En Poona sigue funcionando el ashram (o el Osho International Meditation Resort) y muchas librerías del mundo cuadran la caja gracias a sus obras. Los centros terapéuticos o de meditación inspirados en esos libros proliferan como callampas. También los proyectos de comunidades armoniosas y autosustentables, aunque todavía necesitan de algún mecenas con acento extranjero y todavía se disuelven a los pocos años, con sus integrantes generalmente peleados entre ellos. Los pioneros de Rajnishpuram saben que el experimento se les fue de las manos, pero no se arrepienten. Mientras duró, afirman, fue verdad: vivieron libres y felices, sin que nadie los obligara a nada. Lo resume bien Swami Prem Niren cuando argumenta que no eran una secta: “Sólo éramos individualistas bien organizados”.

“Individualistas del mundo uníos / Antes que sea demasiado tarde”, decía Nicanor Parra, quien también, por lo demás, bebió de orientalismos y de Zaratustra para aliviarse del encierro occidental en la razón y la técnica. Claro que Parra pensaba en individualistas un poco menos iluminados, y ojalá menos incautos. Cuesta apiadarse de los sanniasins que lloran desconsolados una vez que se destapan los escándalos, alegando que jamás imaginaron lo que sus jefes hacían bajo cuerdas para que ese paraíso fuera posible. Tiene toda la razón Shila, que nunca escondió las garras, cuando los invita a hacerse cargo: “Todos fuimos parte de ese escándalo”.

El pueblito de Antelope recuperó su nombre original y, según el censo de 2010, su población va en franco aumento: ya son 46 habitantes. Una placa recuerda a los que resistieron “la invasión de Rajnísh” y reproduce una cita atribuida a Edmond Burke, padre del liberalismo conservador británico: “Todo lo necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Lo sabían los sanniasins, que hicieron todo lo posible para que el bien triunfara. Parece razonable que el bien haya elegido triunfar del otro lado, pero su decisión nunca es fácil. Uno de los rancheros que resistió la invasión evoca las sensaciones que le dejó la victoria: “Extrañamos la adrenalina. Por alguna razón, no sé cuál, pero me encanta la pelea”.

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