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Cultura

24 de Mayo de 2018

Tom Wolfe: El gran camaleón

La posición que mejor le sentaba a Tom Wolfe era la de testigo. Retrató a los protagonistas, usos y costumbres de cada una de las etapas por las que atravesaba Estados Unidos: desde el hippismo y los movimientos revolucionarios de los ´60 y ´70 hasta la soberbia cocainómana de los ´80. Camaleónico, escribía de lo que consideraba necesario. Y si en su vida pública y privada era conservador, en su escritura era arriesgado y sabía dónde pegar para que la imagen que devolviera a la sociedad fuera lo más dolorosa posible.

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“Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió.”

“Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió.”

“Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan acercado al periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo «mejor», o una variedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mundo literario… a provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los géneros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva en medio siglo… Sin embargo, esto es lo qué ocurrió.”

Envalentonado, Wolfe tiene la viveza de armar una antología, incluir un texto propio y escribir el estudio preliminar donde dicta la sentencia de muerte de la novela. Ya ningún periodista sentirá que pierde el tiempo en una redacción que huele a tabaco. No habrá necesidad de malgastar talento ni soñar con una vida apacible en alguna cabaña alejada, gozando del prestigio y las regalías que entonces se reservaba a los grandes escritores. El american dream se había desplazado: ahora era un engendro a medio camino entre la literatura y el periodismo y, según Wolfe, había destronado a la novela.

El dandy de los trajes blancos, sombrero al tono, estrafalarios títulos para sus crónicas, establece una fecha fundacional: 1962. Como es norteamericano, supone que no hay antecedentes en otros países o prefiere pasarlos por alto. Ese año, Gay Talese publicó una nota en Esquire que comienza con una escena narrada con los artilugios de la literatura: diálogos, monólogos interiores, contar a través del detalle. No mucho tiempo después, sigue Wolfe, Jimmy Breslin empezó a escribir una “columna excepcional” e “hizo un descubrimiento revolucionario: Hizo el descubrimiento de que era realmente factible que un columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con su propio y genuino esfuerzo personal”.

De manera que el Nuevo Periodismo no era sólo escribir literatura con materiales extraídos de la realidad, sino también ir en busca de esos materiales. Algo que hizo el propio Wolfe, por primera vez, en 1963, con la publicación, también en Esquire, de «Ahí viene (¡Vruum! ¡Vruum!) ese Embellecido Cochecito Aerodinámico (¡Rahghhh!) Fluorescente (Thphhhhhh!) Doblando la Curva (Brummmmmmmmmmmmmm-mmm)… ». Dice de ese texto: “Lo que me interesó no fue sólo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y el cuento. Era eso… y más. Era el descubrimiento de que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio relativamente breve… para provocar al lector de forma a la vez intelectual y emotiva”.

Aquel “descubrimiento” creció, se multiplicó y terminó coronando a una buena cantidad de representantes en Estados Unidos y más allá. A lo largo del tiempo y elegidos caprichosamente: Joan Didion, Norman Mailer, Hunter Thompson, Ryszard Kapuściński, Tomás Eloy Martinez, Pedro Lemebel, Elena Poniatowska, Martín Caparrós, Leila Guerriero, Alberto Salcedo Ramos, Gabriela Wiener, Juan Villoro, María Moreno, Juan Pablo Meneses y Cristian Alarcón, entre muchísimos otros. Todos ellos, según la lógica de Wolfe, tributarios de su descubrimiento “sin raíces ni tradiciones”.

Lo que este hombre nacido en Virginia en 1931 prefirió obviar es que ni él ni ninguno de sus colegas habían inventado nada. En las universidades y escuelas de periodismo de la Argentina se suele colocar un gran asterisco cuando se enseñan los orígenes del nuevo periodismo. Es que en 1957, cinco años antes de que Gay Talese escribiera aquella crónica que maravilló a Wolfe, nuestro Rodolfo Walsh había escrito Operación masacre, la historia novelada de cómo el gobierno de facto del General Pedro Eugenio Aramburu asesinó a un grupo de militantes peronistas en los basurales de José León Suárez. Dos años antes, Gabriel García Márquez había utilizado procedimientos similares en su Relato de un náufrago, publicado por entregas en el diario El espectador. ¿El descubrimiento, entonces, fue latinoamericano?

En otro prólogo/ensayo, el de la antología de crónicas Mejor que ficción (Anagrama, 2011), el escritor español Jorge Carrión pone las cosas en su lugar. Su hipótesis de partida es bien distinta: “La historia de la crónica es la historia de la memoria”. Si hay que nombrar antecedentes, allí están, por ejemplo, Ernest Hemingway y George Orwell en la primera mitad del siglo XX. Los decimonónicos Rubén Darío y José Martí. El Diario del año de la peste de Daniel Dafoe, de 1722. También los cronistas de Indias, que retrataron el mundo que se abría ante sus ojos, ocasionalmente -como en el caso de Fray Bartolomé de las Casas-, con la lucidez necesaria para exponer los horrores cometidos. La lista es larga y, por qué no, podría llegar hasta la mismísima Biblia. ¿O acaso no narra hechos supuestamente verídicos utilizando artificios literarios? Si así fuera, Mateo, Marcos, Lucas y demás santos habrían conformado la primera sala de redacción de periodistas narrativos, quizás la más exitosa de la historia. Luego, claro, vendrían Tom Wolfe y sus compinches.

Hay algo más en el genio y la figura de Tom Wolfe. Perteneciente a la clase alta y educado en los mejores institutos (doctorado en Yale incluido), irrumpió como un ícono de la contracultura pero no tardó en revelar una cara opuesta: su crónica ácida sobre una cena organizada por la élite neoyorquina para recaudar fondos para los Panteras negras le valió insultos y enemistades dentro de un sector que él llamó “Radical Chic” (“Izquierda exquisita”, según la traducción de sus editores y “marxismo desinfectado”, de acuerdo con sus declaraciones en una entrevista de 2014). Había sido invitado a presenciar la unión de fuerzas entre blancos y negros, en momentos en que la lucha por la igualdad atravesaba su etapa más crítica; pero él vio -y retrató- culpa y pose de un lado, y furia del otro.

Crítico de una élite a la que pertenecía, no lograba, sin embargo, despegarse de sus gestos y cosmovisiones. En su novela Bloody Miami (2012) relata con horror el modo en que la cultura hispana se apoderó de esa ciudad de Florida. Fue un activo defensor de la prohibición a enseñar la teoría de la evolución de Darwin en las escuelas de su país y, por supuesto, llamó a votar por George Bush. Si en algún momento se codeaba con el irreverente Hunter Thompson, su verdadera esencia lo ubicaba como el más extremo de la fauna de snobs del establishment que supo encandilar -y darle la espalda- a Truman Capote. A diferencia del autor de A sangre fría, soportó las críticas y las enemistades con temple, contraataques estratégicos y una terquedad para insistir en aquello que más irritaba a sus rivales.

Aunque en esas peleas sabía defenderse de los ataques que recibía por barroco, ridículo, conservador o agente de promoción de sí mismo, en algunas entrevistas fue capaz de dar el brazo a torcer. Alguna vez declaró que, de todos los efectos indeseados del nuevo periodismo, lo que más le molestaba era el abuso de la primera persona del singular. “Un fallo que yo mismo he cometido -dice en una entrevista al diario El País-. A menos que seas una parte de la trama, creo que es un error escribir en primera persona”. También confesó que, aunque sus relatos de los años hippies estaban regados de LSD, nunca había probado esa droga, ni ninguna otra. Le bastaba con documentarse, preguntar, ver cómo se comportaban los demás.

Esa posición, la de testigo, es quizás la que mejor le sienta. Dueño de una mirada siempre crítica, supo diagnosticar y retratar a los protagonistas, usos y costumbres de cada una de las etapas por las que atravesaba Estados Unidos, desde el hippismo y los movimientos revolucionarios de los ´60 y ´70 hasta la soberbia cocainómana de los ´80. Camaleónico, escribía de lo que consideraba necesario escribir ante cada nueva oleada de historia. Si en su vida pública y privada irradiaba el aroma agrio de los conservadores, en su escritura era arriesgado y sabía dónde pegar para que la imagen que devolviera a la sociedad fuera lo más dolorosa posible.

Ácido, crudo e implacable, ganó enemigos de izquierda y de derecha, y su falta de miramientos para posicionarse como autor y fundador de un movimiento tan periodístico como literario lo convirtieron en un escritor vituperado por sus colegas escritores y periodistas. Son célebres sus peleas con Norman Mailer, así como sus respuestas punzantes a sus críticos y el desdén con el que trataba a quien osara interponerse en el entramado que había urdido para ocupar un sitio de privilegio en las letras norteamericanas.

Diecisiete libros forman parte del legado que este hombre extravagante, de obsesivo compromiso con el trabajo, dejó a la Humanidad. Entre los más recordados se encuentran El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron (1965), Ponche de ácido lisérgico (1968), Lo que hay que tener (1979) y El nuevo periodismo, en el cual construyó su propio altar y se convirtió en el teórico de su propio movimiento y una referencia ineludible para cualquier estudiante del oficio. Sin embargo, en 1987, contradiciéndose a sí mismo, sucumbió a la tentación de escribir “la gran novela americana” y le dio forma a La hoguera de las vanidades, que relata el ambiente y la fauna de la New York de un tiempo que parece haberse ido junto con él. Es, hasta hoy, su libro más recordado.

Texto de Enzo Maqueira publicado primero en Revista Anfibia

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