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Opinión

25 de Julio de 2018

A nueve años de su partida, The Clinic recuerda a su entrañable editor Guillermo Hidalgo con este texto de Rafa Gumucio

Guatón desgraciado. ¿Cómo eres tan maricón de venir a opacar a Michael Jackson y Farrah Fawcett con tu muerte? “Farrah Fawcett está para un fierrazo la vieja”- Y te veo haciendo esos gestos obscenos que sólo a ti te salían elegantes, ligeros como una caricia, que hasta las mujeres más pudibundas te perdonaban. Imperdonable gracia […]

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Guatón desgraciado. ¿Cómo eres tan maricón de venir a opacar a Michael Jackson y Farrah Fawcett con tu muerte?

“Farrah Fawcett está para un fierrazo la vieja”- Y te veo haciendo esos gestos obscenos que sólo a ti te salían elegantes, ligeros como una caricia, que hasta las mujeres más pudibundas te perdonaban. Imperdonable gracia la tuya que hacía todo bien pero sentía una íntima vergüenza de tus facilidades, de ese talento inmanejable y gigantesco que te permitía hacer dialogar a la borracha Adela, el exreo Titan y el cuico Chupete Aldunate en un misma mesa redonda imaginaria. Tú que podías escribir como todos ellos, entregar unas columnas perfectas en cinco minutos, pero cuando tenías que hacerlo como Guillermo Hidalgo Muñoz te bloqueabas, demorabas, dudabas.

¿Qué era lo que tu enorme delicadeza, esa que a veces se hacía brutal, no te dejaba decir? ¿A quién le tenías tanto miedo tú que podías conquistar a cualquiera que se te pusiera por delante? Y los cuentos de Nicaragua donde las mujeres usaban bigote y viste morir un hombre y esa vez que fuimos a Río en pleno Carnaval a atrapar mujeres y sólo conseguimos ver a Gwyneth Paltrow en una película de los hermanos Farrelly. Y la vez que esperamos que llegara nuestro turno con las mujeres, a la cinco de la mañana, en un bar de Buzios donde un sicópata brasileño tocó todo The Wall de Pink Floyd solo con una guitarra eléctrica. Y Macul, y la familia y la universidad de Chile y “Sobre héroes y tumbas”, la terrible juventud en dictadura de la que nunca saliste, esa donde la noche siempre era peligrosa, y los CNI curados en el Oliver sobre los que querías escribir una novela. Esas noches del 82, del 83, del 84 en que los seudónimos y las máscaras eran la única forma de sobrevivir. Las mil máscaras de tu rostro tan parecido al de Alberto Sordi. Esa clandestinidad que siempre te acompañó; tú, flaco y elegante por dentro; tú, gordo y desastrado por fuera; tú y ese desacuerdo básico contigo mismo que te hacía ser el más gracioso siempre y el que al final de la noche se quedaba más solo. Y ese empeño tuyo en admirar la normalidad, las casas con hijos y con esposas como si fuese un premio y no la vida, la simple vida que te empeñabas en encontrar imposible. Tu departamento de Monseñor Müller estacionado en la misma noche siempre, con el televisor blanco y gris y la cama deshecha y esa noche en que supiste en un bar que no cantaría el Pollo Fuentes aunque tu crónica de su actuación ya estaba escrita y en imprenta, y esa deliciosa metida de pata que me dio la oportunidad de conocerte y quererte y temerte y luego volver a quererte. Tú, que estabas en tu casa en cualquier parte y en casi en todos los diarios y revistas de Chile donde escribiste porque nadie sabía hacerlo mejor que tú, porque nadie reclamaba por ellos menos derechos, a no ser ese de faltar y de fallar, eso que te costaba tanto que tenías que hacerlo en grande.

Incapaz de pelear sin antes herirte a ti mismo hasta los huesos, incapaz de decir una pesadez sin antes anestesiarte, todo tenía que dolerte tanto, todo me duele tanto ahora que me acuerdo. En Barcelona esa vez en ese bar de tapas para turistas que habíamos escogido los dos como favorito porque no preguntaban muchas cosas y no desafiaban nuestra timidez. La última vez, esa, que fue casi como antes, el arte tuyo que se llama periodismo -el verdadero, ese que no quiere denunciar ninguna verdad ni dar ni una sola lección-, el arte de escuchar que ejercías incluso cuando hablabas hasta por los codos. Y después, te acuerdas, la película sobre el fin del mundo que vimos en un cine de centro comercial. Y la risa, tu risa, guatón, a la salida del cine. Como antes, sabiendo que ya no era como antes, que la pelea contra ti mismo la estaba ganando el otro, es decir tú, una de las tantas versiones de ti mismo que terminaron por reclamar su lugar.

“Son más los que mueren de desamor”, dice Saúl Bellow en una novela que se llama así mismo. Un título que recién ahora comprendo. Tú que tanta gente amabas, tú que no podías dejar de amar, de eso, en pleno frío, en pleno esmog, en plena campaña electoral, en plena queja, en plena noche, en plena vida te moriste. Guatón, no es tan terrible esta vida, ni mereces ni un castigo ni un premio por ser el más gracioso siempre. Quería decirte, pero no serviría de nada porque ni siquiera te darías el trabajo de refutarme. Eso era lo terrible, Guatón, no discutiste, no nos hiciste caso, te quedaste de una pieza, por si nos perdíamos en la bruma.

Escritor fantasma de tantos diarios y revistas, ¿serás ahora un fantasma escritor? Eso espero, que nos atormentes, que nos visites, que no dejes de penarnos, guatón desgraciado, ¿cómo se te ocurre morirte?

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