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Nacional

13 de Septiembre de 2018

¿Cómo eras a los 18?

Pedro Engel, viajero hippie lais. A los 18 años entré a estudiar literatura en el Pedagógico de la Universidad de Chile. Yo era, bueno…me vestía como se vestían los jóvenes a esa edad. Era hippie, claro que yo sí me bañaba todos los días. Usaba el pelo largo, me gustaba la música. Ese año viajé […]

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Pedro Engel, viajero hippie lais.

A los 18 años entré a estudiar literatura en el Pedagógico de la Universidad de Chile. Yo era, bueno…me vestía como se vestían los jóvenes a esa edad. Era hippie, claro que yo sí me bañaba todos los días. Usaba el pelo largo, me gustaba la música. Ese año viajé también a Europa, y estuve en la revolución de los estudiantes de París. Me tocó estar en el Mayo del ‘68. Luego estuve un tiempo en Nueva York, y ya cuando volví tuve a mis hijos. El primero nació en Isla de Pascua, justo después de Nueva York. No recuerdo particularmente cosas chistosas. ¡Todo era chistoso! La vida siempre ha sido chistosa.

Miguel “Negro” Piñera

A los 18, y después del Golpe y el fin de la bohemia, me fui inmediatamente de Chile. Primero fui al Cusco, Perú y de ahí a Bolivia y Brasil. Viajamos con un grupo de amigos y amigas, un grupo de músicos, nos ganábamos la vida cantando en restaurantes, en bares, la calle, la plaza, donde fuera. Nos quedamos en Brasil un par de años, ahí llegue a Belén, donde desemboca el amazonas. Cantando llegamos en barco a Manaus y de ahí a Iquitos, frontera de Perú. Terminamos en el caribe cantando en los hoteles de los gringos, de ahí me fui a Centroamérica, Guatemala y México. Después de vivir con una gringa en California, volví a chile el año 1980 con mi música debajo del brazo. Llegamos al festival de viña el ‘83 y bueno, la historia ya es conocida. Te mando un abrazo, perrito.

Luis Jara

A los 18 era un tipo súper alegre lleno de ideas e ilusiones. Dividía mi tiempo grabando la teleserie Los títeres de Canal 13 mientras estudiaba Auditoría en la Usach. Ese año me pude comprar mi primer auto: un Subaru 600-Rex amarillo. Además tuve mi primera polola. Éramos compañeros de curso en la U., y pololeamos dos veces. Aún le tengo cariño a ella.

Tía Sonia

¿A los 18 años? Espérate, deja… A los 18 estaba saliendo del colegio. Sí, terminando el Liceo de Niñas de Viña del Mar. Trabajaba, siempre me gustó hacer algo, entonces en el verano trabajé. Uy, tanto tiempo ya, te juro que es como que no hubo nada, yo soy tan fome… Siempre fui muy tranquila, además que ya estaba pololeando [N. del R: con el papá del clan Massú) con reglas antiguas, como a uno la criaban, o como fui criada, entonces yo no carreteaba mucho. Era muy de casa, muy tranquila. Muy buenos recuerdos del colegio, buenas compañeras, buenas amigas, sí.

Cecilia Morel

Cumplí 18 años en el año 1972, uno de los más importantes y definitorios de mi vida. En primer lugar, fue el año que entré a estudiar Enfermería en la U. Católica. Como a todos, el paso del colegio a la universidad es un gran salto. Esto coincidió que mi hermana, que estaba en segundo año de otra carrera, se cambió también a Enfermería, así es que estudiábamos juntas, eso fue una experiencia muy linda.

Como cualquier joven a esa edad estaba llena de energía, entusiasmo y también de grandes ideales. Yo sentía una fuerte vocación social más allá del mundo de la salud, lo cual pude canalizar participando en distintos trabajos sociales.

Hay que recordar que ese año Chile experimentaba grandes cambios políticos y sociales, lo que nos llevó a una profunda polarización, que se tradujo en episodios de protestas y enfrentamiento. Esto se vivió transversalmente y al interior de las familias y la mía no fue una excepción.

Sin embargo, lo más importante y que definió mi futuro, es que ese año comencé a pololear con Sebastián y desde ahí no nos separamos más. Tuvimos cuatro hijos y ya vamos en 11 maravillosos nietos que nos tienen muy felices. En definitiva, fue un año de muchas alegrías, emociones, pero también de preocupaciones familiares. Sin duda, un año que nunca olvidaré.

Jaqueline van Rysselberghe

A los 18 años estaba en una etapa muy expectante de mi vida. Ya llevaba un par de años en la Universidad de Concepción estudiando medicina, lugar donde se me abrió un mundo de opciones y oportunidades.

En esa época justo había dejado de competir en atletismo de alto rendimiento debido a una lesión en la rodilla, situación que lejos de frustrarme, me impulsó a buscar nuevos caminos para desarrollarme personal y profesionalmente.

Fue entonces cuando asumí con propiedad que quería desplegar el espíritu de servicio público que me heredaron mi papá y abuelo; desafío que fue adquiriendo forma a partir del efervescente contexto político que se vivía en el país y particularmente en la universidad donde estudiaba, lo cual me motivó a construir un liderazgo como dirigente estudiantil. Por aquellos años comencé a tomar contacto con personeros y movimientos del mundo gremial, vínculos que marcaron mi rumbo definitivo en política.

Recuerdo que mi interés por los asuntos públicos los mezclaba con las motivaciones propias de una adolescente a esa edad. Tenía un grupo de amigos muy entretenido en Concepción, con quienes salíamos bastante. Siempre me ha gustado disfrutar la vida, y a los 18 años uno quiere llevarse el mundo por delante, aunque siempre he cultivado un profundo sentido de la responsabilidad, que mantengo hasta hoy en cada una de mis labores.

Alejandra Matus

A los 18 llegué directo desde Calama a la Pontificia Universidad Católica de Chile, a primer año de Periodismo. Tuve clases de Iglesia Chilena con el obispo Jorge Medina y de Economía con Joaquín Lavín. Me sentaba con el Jaime Coiro (actual vocero de la Conferencia Episcopal) y nos cagábamos de la risa todo el día. Aspiré por primera vez gas lacrimógeno. Me estremeció saber que poquito antes un compañero nuestro, Eduardo Jara, había sido asesinado por la CNI y que un galán de Historia –Alan- fue baleado en una protesta. Lo amábamos. Era lo más parecido a Elvis Presley que nunca vi. Voté por la dupla Tomás Jocelyn-Holt y Esteban Cabezas para renovar la FEUC. Ese año me hice adicta a los berlines. Y estuve en el primer concierto de Los Prisioneros en el Campus Oriente.

Lorena Penjean

Lo primero que hice cuando cumplí 18 fue sacar licencia de conducir y carnet para votar. Esos dos documentos sumado al hecho de no usar jumper nunca más me hacían sentir enormemente grande, dueña del universo. Asunto que me duró muy poco.

Cumplí los 18 en diciembre del ‘95, cuando terminaba cuarto medio en el Liceo 1 y dejaba atrás mi odiosa etapa escolar. Yo era pelusona, desordenada, “tres cocos” como me decían. Hice un preu porque no sabía si estudiar educación física, literatura, estética, traducción, derecho o irme con un circo (esto último en sentido figurado, porque por cierto, nunca tuve ninguna habilidad artística). Me hice voluntaria del Hogar de Cristo y terminé cuidando niños en un jardín infantil en La Pincoya.

Antes de dar la prueba fui a suplicarle a Santa Rita de Casia, abogada de las causas imposibles, para que me ayudara con entendimiento y, de ser posible, con los 100 puntos que seguro me faltarían para estudiar derecho, el sueño de mi abuelita Úrsula. Di la prueba mientras me salía sangre de nariz. Si pudiera volver encontrarme con esa “Negra”, como me decían en el Liceo y en mi casa, la abrazaría larga y amorosamente.

Patricio Fernández: Los 18 y el No

A los 18 me vestía con chalecos anchos de lana gruesa y no usaba zapatillas. Tenía esa edad el año del plebiscito del Sí y el No. Yo acababa de entrar a Derecho en la Universidad de Chile, donde unos a otros se reconocían antes por el partido político en que militaban o simpatizaban que por el nombre. Como era cristiano e izquierdista, entré a un grupo de estudio de la Izquierda Cristiana; ahí analizábamos escritos de Marx, repasábamos la vida de Camilo Torres, discutíamos acerca de los errores de la Unidad Popular y mientras unos defendían todas las formas de lucha para terminar con la dictadura, otros nos inclinábamos por el camino del pacifismo frontal, la desobediencia civil no violenta de Gandhi y el movimiento Sebastián Acevedo. Cortábamos el tránsito en el puente de Pio Nono a cada rato. Bastaba que al interior de la escuela alguien comenzara a aplaudir y gritar “¡a la calle!” para que partiéramos. Jorge, que ya entonces estaba enfermo de muerte, fue quien tuvo la idea de reemplazar las piedras por botellas de pintura como arma contra los guanacos y los zorrillos. Una mancha sicodélica resultaba mucho más llamativa y efectiva que un simple abollón. Otros volvían con un gorro de paco como trofeo.

Yo era virgen, poeta y religioso. Participaba de un grupo de poesía llamado Lilith. Mi ceremonia de ingreso a este colectivo lírico aconteció en las catacumbas de los Sacramentinos una noche de invierno. Recuerdo que entramos saltando las rejas del costado de la basílica y Roberto, uno del grupo, quedó enganchado en sus puntas. Un buen poeta no podía ser deportista. Tomábamos mucho vino, compartíamos lecturas y elaborábamos teorías inconmensurables.

También rayamos en las murallas de Bellavista la palabra “LILITH”. Era el nombre de la primera mujer de Adán, a la que éste había dejado porque le gustaba tener relaciones sexuales poniéndose sobre él. Fue, sin embargo, rayando consignas del NO en los alrededores del parque Bustamante que me agarró la CNI. También capturaron al Cururo y al Guarén, y Alvaro Elizalde, ahora presidente del Partido Socialista, se salvó por un pelo. Al Coruro, al Guarén y a mí nos metieron en la parte de atrás de un auto y un ceneta se nos echó encima para obligarnos a mirar el suelo. Nos interrogaron encañonados durante un par de horas, nos quitaron el carnet de identidad, y ya tarde y oscuro nos botaron a patadas en un sitio eriazo de Huechuraba.

Yo buscaba a los pobres, porque estaba seguro de que era entre ellos que habitaba la verdad y lo más valioso del hombre. No había grandes tragedias en mi vida y me acercaba al dolor de otros para hacerlo mío. Había que conocer el mundo desde “los de abajo”, como escribió Mariano Azuela. El paraíso les pertenecía, y yo salía a mochilear con muy poco dinero para encontrarlo. Hacía dedo a la salida de Santiago y me dejaba llevar a donde fuera. Parece que fue mi último año de fe. Todo era uno en ese tiempo: Dios, la literatura, los viajes, el amor y la política. La felicidad estaba en otra parte, aunque ahora que lo pienso fui extrañamente feliz persiguiéndola.

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