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Opinión

21 de Septiembre de 2018

El inicio de la leyenda del “Cabro Carrera”

Simón Soto publicó “Matadero Franklin”, una novela inspirada en la juventud del célebre narcotraficante chileno. La historia relata sin pudor las pasiones más oscuras de sus personajes, avanzando al ritmo coreográfico de peleas a cuchillazos y musicalizado por el hondo sentir de la cueca brava. Sin embargo, también funciona como el retrato de un Chile que ya no existe y que solo puede ser rescatado por la literatura.

Felipe Santibáñez
Felipe Santibáñez
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No recuerda si fue en 2005 o en 2006, pero un día Simón Soto encontró una noticia que le llamó la atención. El nieto del “Cabro Carrera”, un ícono de la historia delictual de este país, había sido detenido por golpear a su pareja bajo el efecto de la cocaína. A Soto le sorprendió que la majestuosidad del mito de Mario Silva Leiva, verdadero nombre del “Cabro”, se hubiese desvanecido para quedar reducida a una decadente nota de crónica policial. Se preguntaba qué había pasado con la familia del hombre que tenía contactos con el Cartel de Medellín, que amasó una fortuna de más de veinte millones de dólares y que extendió su telaraña de influencias por todo el sistema judicial chileno.

Se puso a investigar y doce años después, habiendo publicado otros dos libros de cuentos entremedio y trabajado como guionista en Canal 13, ha terminado “Matadero Franklin” (Editorial Planeta), una obra que ficciona los primeros años del “Cabro” sin moralismos, narrando sus callejeos atento a la oportunidad de robar y echarse a correr por Mapocho, Franklin o Plaza de Armas. Años de lucha por la sobrevivencia y de incubar la sombra de los sueños que acabaría cristalizando. “Matadero Franklin” es un libro teñido del tono sanguinolento de la muerte, en que las cañas de aguardiente y enguindado corren rápido, que avanza al ritmo coreográfico de peleas a cuchillazos y musicalizado por la honda expresión de la cueca brava. Pero, sirviéndose de la figura del famoso narco, también retrata un Chile que ya no existe, con personajes desposeídos de la memoria.

Los rayos de un tibio sol de invierno atraviesan el ventanal del café en que Simón Soto está sentado y le iluminan el lado izquierdo de la cara. Con una humeante tetera llena de té negro en la mesa y una suave música envasada de fondo, se pasa la mano por la barba tupida, se acomoda la montura de los lentes y piensa en el “Cabro”, en el Matadero y en la sangre que empapa las páginas de su primera novela.

“El ‘Cabro Carrera’, Mario Silva Leiva (se llama Mario Leiva en el libro), es el último hampón de la vieja escuela chilena, alguien impermeabilizado de los ecos de la cultura popular del hoy. Si uno mira a los jóvenes que están delinquiendo hoy, traficando, los vas a ver en un auto tuneado, con parlantes gigantes escuchando reguetón muy fuerte, con zapatillas brillantes. Han construido su identidad a base de lo que pueden encontrar con un celular. No es un juicio de valor, solo una observación. Antes, como no existía el mundo global, era más difícil acceder a las informaciones. Leías el diario, veías las noticias, el cable en algunos casos, pero no había más. Te aferrabas a cosas más locales, más propias, sobre todo este hombre que tuvo su juventud en los cuarenta y en los cincuenta”, dice el escritor de 37 años, midiendo el tonelaje de cada frase antes de soltarla, mientras revuelve el té con la cuchara antes de beberlo.

El Barrio Franklin aparece en la novela no solo como espacio físico ¿Es un punto de partida para entender quiénes son los personajes, especialmente el “Cabro”?

-Así es. En la larga investigación que realicé, leí una biografía, la de Ignacio González Camus, que se llama: “Los Cien Rostros de Don Mario”. Ahí habla de la juventud del “Cabro Carrera” en Franklin y hace un pequeño esbozo de lo que era ese barrio. Un barrio que era un límite de Santiago, que tenía al matadero como un centro comercial y de trabajo muy importante, donde se mezclaban una serie de oficios con el mundo delictual, con la prostitución. Pero no me interesaba plasmar solo el horror o la selva que era el barrio, sino que también retratar la diversión, la fiesta sin fin.

Me interesaban los matarifes y sus cuchillos al cinto. Hombres toscos, duros. Muchos de ellos eran cantores de cueca. La cueca tenía una fuerte impronta en el barrio, pero era distinta a lo que estamos acostumbrados, al baile higienizado que nos enseñaron en el colegio. Todo eso es un constructo que viene de la dictadura, cuando Pinochet decreta la cueca como baile nacional. Me puse a leer y descubrí que la cueca que se practicaba en los viejos barrios de Santiago, como una expresión musical popular y narrativa, era distinta, porque ahí se contaban las desventuras de estos hombres de trabajo, duros.

La novela parte con el funeral de la madre de Mario. El “Lobo” Mardones, un matarife respetado y lector de San Agustín, lo apadrina e intenta guiarlo ¿Por qué alguien así puede ser el último chileno posible como lo calificó el escritor Álvaro Bisama?

-Su construcción como personaje tiene que ver con aglutinar los códigos sociales del viejo hombre, alguien que se rehusara a la vida fácil que se podía disfrutar en el barrio. Los matarifes ganaban buen dinero, eran hombres rudos. Era fácil ser bueno para chupar, para comer, para las fiestas, para las mujeres. Yo necesitaba tener un polo moral en la historia y me interesaba que, desde una herida previa, el “Lobo” se aferrara a ciertos códigos para defenderse del mundo, que fuese fiel, que tuviese una familia grande, que fuese un hombre cristiano. Ese último chileno posible tiene que ver con un personaje muy republicano a la vieja usanza, con una manera de ser civil en el sentido más profundo del término. Vivir profundamente tu espacio, tu identidad, pero con respeto hacia ti y hacia el otro. Era una manera republicana de ser, que también era muy generosa, muy de clan, que hoy por los modos culturales actuales y por la manera en que el dinero ha permeado la sociedad, no tiene mucho sentido. Es imposible.

En las antípodas del “Lobo” está Torcuato Cisternas, un delincuente que hizo fortuna en el extranjero. Esa es la fuerza que seduce a Mario.

-Si el Lobo Mardones representa esa última chilenidad civil-republicana en este mundo, Torcuato representa una amenaza y una decodificación de lo que viene. Y, sin duda, lo que viene es atractivo, porque el poder y el dinero apelan a la pulsión humana más básica y esencial. En un mundo precario, era sencillo entregarse.

En el libro, la pugna entre Mardones y Cisternas enfrenta dos maneras de ser y de vivir ¿Crees que tu persona atraviesa dos épocas de la historia de Chile?

-Es el tránsito de una época más colectiva hacia una marcada por el individuo. El “Cabro”, tanto mi personaje como el real, siento yo que representa el límite de ese mundo. Ahora que lo veo con la distancia de la publicación, veo que el “Cabro” puede funcionar también como una suerte de espejo, de reflejo de lo que ocurrió en Chile en general. Era imposible vivir de esa manera colectiva, que representa el “Lobo”. El “Cabro” es lo que nos pasó socialmente, para donde nos fuimos y a donde estamos llegando.

Un self mademan a lo Tony Montana.

-Eso tiene que ver con el código de la mafia. La mafia se arma para proteger a los suyos, pero después, en concordancia con los sistemas económicos y geopolíticos del mundo, ha ido transitando al mundo narco, como un modelo de pruebas del capitalismo. Una vez fui a una ponencia de un escritor mexicano que se llama Yuri Herrera. Sus temas son sobre el narco mexicano y él sostiene que el mundo narco pone a prueba lo que después va a establecer el capitalismo, en otras palabras, el mundo narco es el capitalismo llevado hacia el extremo. Lo que le pasó al “Cabro” es que eligió esa parte. Es un mundo tan salvaje, como se muestra en la serie Peaky Blinders, en el que si te quedas solo con lo tuyo eso va a ser arrasado por otros.

La cocaína, narrativamente, parece marcar un quiebre entre civilización y barbarie en la novela.

-Marca un quiebre en la forma de hacer negocios de la mafia. Me interesaba la cocaína, el gran negocio en que terminó metido el “Cabro” en los años ochenta y noventa. Representa algo muy violento para mí. Tenía un sentido narrativo dentro de la historia, pero también un sentido más simbólico ¿Por qué ha existido por tanto tiempo? La marihuana es casi una ternura frente a los volúmenes de dinero que mueve la coca. Siempre la droga central en los negocios ilícitos es la cocaína. El inhalar la cosa va como un balazo al cerebro, como una inyección. La atracción, el influjo que ha ejercido por mucho tiempo, esa lucidez que provoca, esa exacerbación del ego, todo eso me parece que habla de cuestiones muy profundas de la psiquis humana.

¿Queda algo de esas masculinidades expuestas en tu libro?

-Era imposible narrar esta historia no haciéndose cargo de esa masculinidad que viene en decadencia, que está en sus últimos estertores o prácticamente muerta. Un hombre de esas características ya no es posible hoy. Creo yo, felizmente, en términos sociales y humanos. Eran masculinidades precarias, poco empáticas con la mujer, pero me interesaba narrarlas porque así era ese mundo. Me interesaba contar eso sin pudores, entender esa masculinidad, pero también cuestionarla. No solo exponerla, sino que ponerla en situaciones que tensaran ese ser masculino, esa manera de entender el mundo. Creo que sin ese tipo de masculinidad, la novela habría sido muy poco verosímil. Siento que el ejercicio literario no tiene que tener deudas con las agendas valóricas ni morales de ningún tiempo. Obviamente, en el relato que uno construye se van a colar las percepciones del mundo, los puntos de vista, etcétera, pero todo está al servicio de la estética literaria, del estilo, del lenguaje, de la construcción del relato. Eso es lo que prima en la gran literatura. Si eso es incorrecto, lo siento mucho.

Para mí era importante, también, trabajarlo desde una memoria emotiva. Mis abuelos eran hombres muy duros que venían de esa generación. La novela está impregnada de su recuerdo, de cómo eran. Sobre todo mi abuelo “Pepe”, el materno. Era un gran patriarca, eran sagrados los almuerzos el domingo en su casa. Se sentaba primero en la mesa y a él se le servía primero. Nunca fue de otra manera. A mi papá y a mi tío se les servía después. Después se podían sentar las mujeres. Era un hombre muy generoso, pero muy duro. Yo no recuerdo haber recibido un abrazo cariñoso de él o de compartir emotivamente con él, siempre había una distancia que era antropológica.

Duelos a cuchillo, salvajes combates de boxeo, mucha sangre ¿Qué te atrae de la violencia?

-Siempre me ha interesado mucho la violencia, como una expresión de una pulsión humana muy esencial y básica, que siempre está latente. Creo que también era parte de este mundo, es algo que a mí me gusta mucho contar, leer y ver. Se ha creado un sistema judicial, estás en una convivencia que quiere evitar esa violencia esencial a nosotros, pero igual sale, lo vemos siempre. En ese barrio, en el momento en que se sitúa la historia era parte de un código. A veces las cosas llevaban a la violencia, sacabas el cuchillo y matabas a alguien. Esa era la ley en la que se resolvían esas cuestiones.

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