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Opinión

3 de Octubre de 2018

No quiero que este viaje se termine: un comentario de “Prontos, listos, ya” de Inés Bortagaray

“A veces el viaje es tan largo que me acostumbro y después no quiero llegar. Por mí que nos quedemos acá para siempre, para siempre en este asiento tapizado de cuero beige y el aire que huele a pijama y miguitas de empanada entre las piernas”

Catalina García
Catalina García
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Por Catalina J. García

“Prontos, listos, ya”, como un paseo a la playa, es un descanso. Escrito por Inés Bortagaray y recién editado en Chile por Laurel, es un libro que, sin querer, se podría subestimar. En él, una familia uruguaya viaja a la costa y en el camino, la protagonista, que es la hija del medio, divaga con esa ociosidad que solo se puede gozar siendo niña y estando varias horas encerrada y apretada en un auto entre hermanos y hermanas. Sin embargo, parte de la premisa es también la sorprendente complejidad y variedad de información que puede surgir de este contexto aparentemente tan trivial.

La protagonista, cuyo nombre no sabemos pero sí podemos intuir que está justo en ese salto entre la infancia y la pubertad, reflexiona sobre Dios apoyada contra la ventana del auto, sueña con un hombre que resucita como Lázaro, considera el carácter rutinario de la muerte, recuerda a una antigua amiga que antes de partir lejos le dejó sus vestidos floreados, sopesa si el niño que le gusta vale la pena aunque tenga los dientes chuecos y cuenta chistes malos. También vomita, come empanadas y, en la descripción de privados gestos, nos relata no solo la historia de esas vacaciones sino que también una historia más grande, que es la de su familia y todo lo que la rodea.

Me llamó especialmente la atención el lenguaje con el que está escrito el libro, que es a la vez la voz de esta hermana del medio. Es un lenguaje adulto y preciso pero que de todas formas goza de esa ingenuidad, ese frenesí y esa ansiedad de la infancia. Jugando con el ritmo, párrafos largos sin puntos y con un vocabulario que no necesita recurrir a palabras pomposas sino que estruja lo bello de lo cotidiano, Inés Bortagaray logra construir una protagonista que es verosímil como niña pero que también es una excelente observadora y narradora.

“A veces pienso en el día después de muerta y en el aviso de la margarina que se unta en pliegues perfectos sobre la tostada perfecta y ese aire de mañana feliz del desayuno familiar con sol y ventana y cortina y diario y tostada y humo que sale del café y las uñas de todos bien cortadas y limpitas y todo seguirá funcionando igual que antes, y cuando la madre muerde la tostada al tiempo que sonríe […] no importará que me haya muerto, que ninguno de nosotros haya muerto, porque igual se escribirá en la pantalla la palabra Candor con letras dibujadas con margarina […]”.

Lo que más me gustó del libro fue lo feliz que me hizo sentir, en toda la visceralidad y simplicidad que un comentario así implica. La narración de Inés Bortagaray, o de la protagonista, es transportadora e íntimamente entrañable; divertida, inteligente, nostálgica. Me devolvió a los viajes que hacía con mi mamá cuando tenía 6 años y tenía que hacer pipí al costado del camino, comía sanguchitos envueltos en toalla nova y pasábamos a comprar mentitas a la bomba de bencina. Creo que es precisamente ese el poder de este libro: que remite a los propios viajes e invade con ese preciado y escaso gozo infantil.

“A veces el viaje es tan largo que me acostumbro y después no quiero llegar. Por mí que nos quedemos acá para siempre, para siempre en este asiento tapizado de cuero beige y el aire que huele a pijama y miguitas de empanada entre las piernas”.

Esto fue lo que me pasó con el libro. El microcosmos creado en su interior, después de algunas páginas, se volvió demasiado confortable. No quería que terminara. No quería bajarme del auto. No quería llegar al final.

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