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Opinión

11 de Octubre de 2018

Columna ilustrada de Maliki: Depresión

Yo tenía 24 años cuando mi pololo dejó de encontrarle el sentido a su vida. Empezó a sentirse tan mal que no podía levantarse de la cama…¿Cómo, si yo lo quería tanto, vivíamos con amigos, la pasábamos bien, el arte era lo máximo, éramos profesionales y teníamos toda una vida por delante? Su psicólogo trató […]

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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Yo tenía 24 años cuando mi pololo dejó de encontrarle el sentido a su vida. Empezó a sentirse tan mal que no podía levantarse de la cama…¿Cómo, si yo lo quería tanto, vivíamos con amigos, la pasábamos bien, el arte era lo máximo, éramos profesionales y teníamos toda una vida por delante?

Su psicólogo trató de explicarme la enfermedad pero no entendí. Yo me vanagloriaba de ser optimista, voluntariosa, alegre y era absurdo que no existiera una causa concreta para sentirse tan mal. Estaba convencida que las personas eran felices porque se lo proponían. Lo más importante era hacer lo que te gusta, crear, producir, consumir cultura y tener buenos amigos para divertirse y expulsar el estrés carreteando los fines de semana. Nos separamos poco tiempo después.

Cuando mi mamá tuvo depresión no le dijo a nadie. Según yo, era por la menopausia y por ser dueña de casa, un trabajo a mi juicio, frustrante, ingrato y sin sueldo. Un fin de semana se fue a la playa para hacerse una cura de sueño. Tampoco entendí. ¿Porqué dormir podría sanarla? Para mi dormir era perder el tiempo. Mientras menos durmiera mejor; de hecho, amaba pintar en las noches, me concentraba más con silencio y oscuridad.

Mientras viví en NYC no conocí a nadie con depresión, quizás porque me sentía en el peak de mi existencia. Fueron los 7 años más alucinantes de mi vida (de los 26 a los 33) donde todo tenía una atmósfera de película, un aire de ficción que nunca más he vuelto a sentir.

La primera vez que me deprimí tenía 35 años, vivía en Alemania y mi hija mayor había nacido hacía algunos meses. Era depresión post parto y no me la traté. Ni supe que la tenía porque obviamente ser madre y esposa debía ser sinónimo de felicidad. Lo mío era internalizante, desde afuera me veía feliz, pero la procesión iba por dentro. La culpa de sufrir mientras nutría un hermoso bebé era la incoherencia más grande que podía sentir.

Así es que nos mudamos a Chile. Cuando nació mi segunda hija, tenía nana, estaba rodeada de familia y amigas, tenía taller y pintaba. Aunque estaba muy cansada, me sentía bien. Hasta que me divorcié, pero esta vez fue externalizante, lo expresé con rabia y desesperación. La terapeuta me recetó sublimar mi depresión con arte. Dibujé un diario en formato cómic y santo remedio.

A los 40 juraba que la depresión era cosa del pasado, aunque en mi entorno femenino se hacía cada vez más frecuente. Algunas se medicaban y otras se hacían regresiones, masajes, constelaciones familiares o terapias de plantas. A mí lo único que me deprimía era subir de peso y para eso sólo necesitaba dieta y ejercicio.
Hasta hace dos años, cuando sentí el desdén de alguien cercano y la depresión reapareció con fuerza. Repliqué mi antigua receta y me puse a dibujar un nuevo libro. Lo titulé “Diario oscuro”. En la primera página me dibujé llorando con un globo de texto que decía: “Mi mamá no me quiere” (…a mis 47 años, super pailona).

Aunque el libro sale el próximo año, y mi mamá sí me quiere, esta vez mi solución mágica no funcionó. Cada vez sentía más pena y miedo. Aunque amaba dibujarlo porque eran metáforas psicológicas que nunca había hecho, no quería reconocerla como depresión. Hice todas las terapias alternativas que encontré, pero cada vez fue peor. Y cuando me ví pensando como el pololo de mi juventud: que la vida no tenía sentido, que todo lo que había hecho no valía la pena, que todas las decisiones que había tomado eran erróneas y que algo terrible iba a pasar, pedí auxilio.

Llevo varios meses en terapia psicológica y psiquiátrica. Y a pesar de que mi vida familiar y profesional han evolucionado normalmente (con menos euforia y más sueño), la depresión me ha acompañado fielmente como una amiga triste y asustada que llevo de la mano, y a quien le doy pastillitas para que no se me suba al apa y me atosigue con sus frases derrotistas y descalificadoras. De a poco aprendemos a respetarnos y a independizarnos. Nos enseñamos mutuamente.

Ahora entiendo la depresión y a todas las personas que la han tenido. No siempre hay una razón, son enjambres con cortocircuitos que cuesta desenredar, como las luces de árbol de pascua. Tengo claro dos cosas: dormir es fundamental, porque en el inconsciente los cables se extienden infinitamente, y la ayuda profesional también, alguien que sepa de nudos y pueda cambiar las luces que se me han quemado, porque quiero que funcionen de nuevo.

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