Opinión
16 de Octubre de 2018Arendt, el reconocimiento del Otro y la inmigración: el peligro de naturalizar la exclusión
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Hannah Arendt, en su excelente obra “Los orígenes del Totalitarismo” advierte cómo los totalitarismos alcanzan su cometido: el primer paso para conseguir la dominación total es matar a la persona jurídica, lo que se logra colocando a ciertos individuos fuera del resguardo legal, así con la desnacionalización se obliga a la sociedad no totalitaria a reconocer su ilegalidad. Destruida la persona jurídica, se asesina a la persona moral y se procede a acabar con la individualidad.
Eso es lo que, en resumidas cuentas, el nazismo hizo con los judíos: quitarle su calidad de ciudadanos, apartarlos en guetos y luego, exterminarlos. Todo se efectuó bajo un marco legal que avalaba prácticas de segregación; así se dictaron leyes que les prohibieron ejercer determinados oficios, realizar ciertas actividades, desplazarse por algunos lugares. De a poco se fue naturalizando su exclusión, se les fue apartando, individualizándolos con un distintivo que los hacía visibles, encerrándolos en ciertos espacios, obligándolos a trabajar y, por último, matándolos.
Nadie lo quiso ver en su momento, siempre resultó más cómodo no darse por enterado, sin embargo, como señala Arendt, “la población se hallaba notablemente bien informada sobre los llamados secretos –las matanzas de judíos”, no obstante, seguían apoyando a Hitler. Ello, en gran medida, pues el nazismo había logrado matar cualquier solidaridad humana, salvo la lealtad que pudiera existir entre sus compatriotas. El totalitarismo había triunfado, convirtiendo a la población en masa inerme, había transformado a los hombres en superfluos, destruyendo lo que implica el respeto de la dignidad humana, es decir, el reconocimiento de los otros.
Actualmente la figura del inmigrante, en tanto conlleva una mirada racializada del Otro, se instituye como el nuevo enemigo imaginario de la patria. Ciertos extranjeros son las nuevas “amenazas”, individuos que desafían el razonamiento identitario y las costumbres de la nación, de manera que los discursos relativos a los desplazamientos no permiten más que subrayar las diferencias entre los “autóctonos” y los foráneos e impulsar políticas de exclusión. Si bien ahora los Estados, para “proteger” su seguridad, implementan otras modalidades de justificación, se mantiene la idea central de restringirle garantías al inmigrante al identificarlo con el enemigo. Lo cual no deja de ser peligroso, porque este tipo de estrategia ha servido para llevar a cabo una de las mayores aberraciones contra la humanidad como lo fue el Holocausto.
Guardando las debidas proporciones del caso, es posible percatarse que esta indiferencia frente a quienes se movilizan es lo que posibilita, entre otros, que se sigan intensificando medidas que criminalizan los flujos de personas, que se construyan cuasi cárceles donde se cierran a los extranjeros en condición irregular con el fin de expulsarnos por el sólo hecho de encontrarse en falta administrativa; que se les discrimine y denoste por su color de piel, por su nacionalidad, por su clase socioeconómica y por su credo.
Precisamente la producción industrial de muerte se logró porque política e históricamente había existido una preparación de “cadáveres vivientes”, por eso Arendt a lo largo de su vida insistió, una y otra vez, en la necesidad de estar alerta frente a ideologías que desprecian al Otro, frente a regímenes que justifican separaciones en virtud de una supuesta incompatibilidad, frente a la naturalización de la exclusión y frente al peligro de utilizar el temor como pretexto para justificar restricciones a los derechos fundamentales.
A pesar de las enseñanzas que nos legó esta filósofa, hoy en día las políticas migratorias en nuestras democracias atienden a la misma lógica: en base al miedo se les reducen las garantías esenciales a ciertos foráneos, se naturaliza su discriminación y su segregación, porque erróneamente se plantea que su presencia vendría a poner en jaque el bienestar alcanzado. Por eso, hoy más que nunca los planteamientos de Arendt resultan centrales para reflexionar sobre cómo se reconoce al Otro, para recordarnos que no es posible seguir segregando a individuos por un hecho aleatorio como el origen; para rechazar centros de internamiento de extranjeros -cuasi cárceles que desde los ochenta funcionan en la Unión Europea para encerrar a personas que no han cometido delito alguno-, para alertar sobre las condiciones en que habitan la mayoría de quienes se movilizan y las vejaciones que sufren; y en fin, para comprender que no es posible continuar con una política que convierte en superfluos a un porcentaje importante de personas.
Ya no cabe excusarse en la ignorancia o en la ingenuidad, es hora de aprender de la historia, poner la ética en el centro y entender que la dignidad humana debe ser el eje que sustente la política migratoria. Sin duda, es una compleja tarea, pero constituye un desafío al cual no debemos renunciar como sociedad, porque lo que está en juego es la construcción de una democracia coherente.