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Opinión

15 de Noviembre de 2018

Un inmigrante latino en el EEUU de Trump: Mi papá allá en Chile

“Mi papá se quiere morir”. Eso fue lo primero que pensé. Cuando uno se va lejos, cuando uno emigra a otra parte, siempre considera la posibilidad de que alguien que deja atrás va a morir durante el tiempo en que uno no está. Pero es distinto cuando la posibilidad es real. Y es distinto cuando es el papá o la mamá o los hermanos de uno. Y sobre todo si es que está resignado.

Felipe Herrera
Felipe Herrera
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Salgo del restorán por la puerta de atrás, está lloviznando y tengo un cigarro en la mano. Lo enciendo, le pego una quemada, el humo raspa mi traquea y me llena los pulmones. Veo los edificios del centro de Minneapolis, las luces doradas y plateadas traspasan las nubes bajas. ¿Qué es lo que le gustará tanto de fumar a mi papá? Quizás es la calma que da. Me acaban de putear en el trabajo porque rompí dos pizzas, tuvimos que volver a hacerlas y nos atrasamos con todos los pedidos. Los gringos no tienen piedad, el gringo que es mi jefe no tuvo piedad. ¿Por qué iba a tenerla? Soy mano de obra barata, e hice mal la pega. Me la comí en inglés, aunque entendí la mitad. No tuve ni tiempo para traducir una respuesta.

Mi papá siempre fumó como carretonero, pienso mientras pego otra quemada. Y no le dio nada a los pulmones, de hecho el médico dice que los tiene impecables. Pero anda con una molestia en la próstata desde hace meses, quizás más, mi papá no es bueno para hablar. Hace un año nos contó a mi hermana y a mí que un año antes había tenido un accidente de auto en el camino a Mendoza. Iba con su jefe que es de allá y se volcaron, el señor quedó para el gato pero a mi papá no le pasó nada. Con la culpa encima se las arregló para que los llevaran a un hospital allá en Mendoza, y ahí, solo, tuvo que mamarse las palabras llenas de mierda que le dedicaron las hijas del hombre.

Eso nos lo contó hace un año, una noche, una más en la que estábamos en el comedor de su casa en Independencia y él se fumaba un cigarro tras otro, sin parar. ¿Qué le íbamos a decir nosotros? Él es así y ya está, a sus casi 70 años no hay nada más que hacer. Pero ahora está con la próstata hinchada, le molesta y el médico de la salud pública le dice que si no es cáncer tiene que esperar al menos un año para que puedan operarlo. La opción es una biopsia, dice mi papá, pero cuesta 300 lucas. Y agrega: “Si es cáncer, no me voy a operar”.

“Mi papá se quiere morir”. Eso fue lo primero que pensé. Cuando uno se va lejos, cuando uno emigra a otra parte, siempre considera la posibilidad de que alguien que deja atrás va a morir durante el tiempo en que uno no está. Pero es distinto cuando la posibilidad es real. Y es distinto cuando es el papá o la mamá o los hermanos de uno. Y sobre todo si es que está resignado.

Los viejos siempre dicen cosas como esas, me dice mi primo que también vive acá en Minneapolis. Pero no mi papá. Mi papá no es viejo, es mi papá y punto. ¿Qué significa eso? La barba de tres días rozando mi cara, su olor a colonia inglesa, sus camisas siempre bien combinadas, su pelo entrecano, las miradas coquetas de las cajeras de los supermercados a sus ojos verdes y a su impronta de actor de cine, cosas que siempre quise heredar. Ir con mi hermana en su auto, un Ford Falcon azul, de arriba a abajo y de abajo a arriba o camino a Las Cruces escuchando cassettes piratas de Los Prisioneros, Charly García, Los Enanitos Verdes, Virus, o música en inglés que escuchaba aunque no entendiera la letra. Jugar los tres con los lego en el living, con sus perros, todos mezclados, un desorden total. Asados, fiestas en su casa, con su esposa y los hijos de su esposa, mis hermanastros con los que nunca tuve una relación muy cercana porque ellos eran lejanos.

Ya de grandes significó comer dos platos al almuerzo y echarse a ver fútbol, ir algunas veces al estadio, a mi papá no le gustaba mucho. Prefería colgarse del CDF y ver los partidos ahí, en invierno con la estufa a parafina, en verano con la brisa tibia y el olor al jardín de su casa entrando por la ventana. “Siempre los partidos entre equipos chicos son los mejores”, decía siempre, y veíamos Huachipato Audax, Palestino La Calera, Everton Antofagasta, Cobresal Temuco. A veces se quedaba dormido.

Los platos de fondo siempre eran la Católica, el Colo Colo o la U. Las únicas veces que no me gusta que la U gane es cuando juega contra Wanderers, solo porque no me gusta ver a mi papá enojado. Enojado por triste. Pero todo fue distinto cuando Wanderers le ganó a la U la Copa Chile el año pasado, y mi papá miraba a su equipo con la copa y echaba lágrimas tratando de que yo no me diera cuenta.

Y siempre, siempre los cuadros que nos pintaba colgados en las paredes de mi pieza, de mi casa, de mi departamento de soltero en Santa Lucía.

Con él aprendí lo que es estar cansado del futuro. La mayor señal de que soy su hijo me llega cuando siento lo mismo que él. ¿Pero dónde aprendió eso mi papá? Quizás fue lo que le enseñó su mamá. Después de haber estado un mes entero en un campo de concentración llamado Estadio Nacional, en octubre del 73, mi papá volvió a su casa que en ese entonces era la de sus padres. Ahí, su mamá no le daba desayuno para forzarlo a salir a buscar trabajo. No podía quedarse en la casa haciendo nada. Tenía que ganárselo.

Después vino un peregrinaje buscando trabajo, yendo a Argentina por una promesa incumplida, después en Chile bloqueado por su ficha de la CNI, un primer matrimonio fallido y el no amor de mi mamá, con la que tuvo dos hijos que crecieron privilegiados de un sistema construido sobre su cuerpo de 24 años. Privilegios que él no pudo proveer y que nadie le cobra más que él mismo.

Le pego la última quemada al cigarro. Tengo una imagen en la cabeza: la de mi papá, encontrando una cola entre los tablones del estadio, prendiéndola con los fósforos que tenía otro preso, sintiendo el fuego en la cara, llenándose los pulmones, compartiéndola entre tres o cuatro, que también se pasan cáscaras de naranja. Es la imagen que tengo cuando escucho El Cigarrito de Víctor Jara.

Ahora la máquina le está fallando, nadie es inmortal. No sé si la próstata de mi papá va a hacer lo que los milicos no hicieron, espero que no, aunque de algo se tiene que morir uno, dicen. Hay cosas que a uno le hacen sentir que todo cambió, que la vida ya no va a ser la misma que la que uno conoció hasta ese momento. Un día uno se está tomando un café, seguro de que todo está bien y en orden, de que todo va ajustado al plan original, pero basta una llamada, un mensaje de WhatsApp, para hacernos recordar de que una cosa es el mapa y otra el territorio. Y mi territorio es aquí y no allá, con mi papá, que es quizás donde debería estar, y no aquí lejos.

¿Y si nunca más lo vuelvo a ver?

Se pone a llover más fuerte, y dicen que en los próximos días va a empezar la temporada de nieve, que se viene el invierno de -20 grados. Tiro la cola a una poza, ya estoy más tranquilo, quizás eso es lo que siente él cuando fuma. El restorán está lleno y tiene para un par de horas más así. Y para qué seguir hablando de tristeza. Tengo que entrar, a seguir dándole.

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