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Opinión

13 de Diciembre de 2018

Columna ilustrada de Maliki: Purgar

"Para mí vomitar, gritar y llorar en público en un mismo fin de semana transformó este viaje en una catarsis, que me conectó con lo salvaje, animal e irracional dentro de mí, una mezcla entre la serpiente emplumada prehispánica que desbordó mis jugos gástricos", dice Maliki.

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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La primera vez que me invitaron a México fue hace seis años a un congreso de mujeres creativas, que se celebró en el Palacio de Bellas Artes de la CDMX. Cada día asistíamos a mesas redondas de artistas latinoamericanas y a un almuerzo “continental”  que no incluía comida típica mexicana. Y como yo tenía entre ceja y ceja probar los tacos al pastor, un día me escapé a una taquería del centro, esas donde uno come parada en la barra, y me zampé varios con mucha salsa picante. Cuando volví al museo la encargada de mi grupo me pilló haciendo la cimarra y dijo “supongo que no comiste en la calle”, “Obvio que no”, le mentí. A medianoche desperté con una serpiente emplumada atrapada en mis tripas. No dormí, pasé más tiempo en el baño que en la cama. Bajé al lobby a pedir auxilio y me dieron unas pastillas para afirmar el estómago. Dijeron que me había dado “La venganza de Moctezuma”, una intoxicación estomacal que sufren los turistas por comer mucho ají.

La semana pasada volví a México, pero a Guadalajara, a presentar una revista de cómics de mujeres, junto a dos amigas editoras al Salón del Cómic de la Feria del Libro. No comí nada en la calle pero la primera mañana en el hotel bajé al desayuno tres horas antes (no cambié la hora del celular) y terminé tomando 6 tazas de café. Ese día tuvimos la presentación de Revista Brígida, una entrevista en la radio, un cóctel en el stand de Chile y la grabación de nuestro podcast de cómic femenino, La polola. Como no tuvimos tiempo de almorzar, me devoré unos mini ceviches picantísimos, canapés de jamón serrano y harta gaseosa en el cóctel.

Cuando grabamos La polola a las 8:00 PM una de las dibujantes mexicanas invitadas nos compartió una bolsa de gomitas ácidas que yo comí a modo de postre. Mientras las chicas hablaban sobre el feminismo en el cómic, sentí que la serpiente reaparecía en mis tripas. Me paré y corrí al baño, pero estaba lleno. Salí arrancando rumbo al hotel. La calle parecía Meiggs en navidad. Caminé rápido visualizando mi objetivo: el baño del hotel, y sintiendo mi mandíbula llenarse de saliva. Sólo eran tres cuadras pero a pocos pasos sentí frío y escuché el ruido de la multitud alejarse. “Me voy a desmayar” pensé mientras un basurero blanco se iluminó entre medio de la multitud, me acerqué, lo abracé y enfocando un montón de botellas plásticas vacías solté con furia un chorro de líquido blanco con trocitos de colores. Moctezuma se había vuelto a vengar de mí, pero por la boca.  

En el desayuno conté mi historia a unos amigos editores mexicanos, quienes me explicaron el origen de la Venganza de Moctezuma: una intoxicación por comer maíz mal procesado que les dio a los españoles luego de saquear América que incluía diarrea y vómito. A la mía la llamaron “La venganza de Luisito Rey”, porque vomitar en plena calle es humillante y Luisito Rey (el papá malo de Luis Miguel) humilló a su esposa, a su hijo y a todo el que se le cruzó por delante.

En la madrugada tomamos el vuelo de regreso de Guadalajara a Ciudad de México, pero como había neblina, el avión se atrasó y perdimos el segundo vuelo a Stgo. La azafata nos aseguró que nos pondrían en otro avión. Pero en el aeropuerto sólo nos ofrecieron un vuelo para un día después, porque, según ellos,  por motivos de fuerza mayor (como clima o guerra), la aerolínea sólo repone el ticket, nada más. Estuvimos tres horas tratando de que nos pagaran un hotel y el taxi pero nos mandaban a hablar con supervisoras que no existían y finalmente nos ignoraron.

Tomé mi pasaporte, lo puse en un mesón frente a un encargado y le pedí por quinta vez que nos atendiera. Ni siquiera me miró y llamó al siguiente de la fila que estaba repleta de pasajeros. Sentí a la serpiente entrar en mi cabeza pero esta vez montada por Luisito Rey.  Volví a tomar mi pasaporte y lo tiré en su mesón. Le grité que nos tenía que atender, que nos queríamos ir, que no era nuestra responsabilidad que perdiéramos el avión, que me importaba un carajo que la culpa fuera del clima, que ellos eran una empresa, que tenían seguros y que queríamos comer, dormir y volver a Chile, que teníamos hijos, trabajo, que nadie nos pagaría por ese tiempo perdido y que no me iba a calmar hasta que nos diera una solución. En ese momento se me quebró la voz y exploté en llanto, cual actriz de telenovela, el tipo se descolocó, apareció un supervisor como por arte de magia e inmediatamente autorizó los tickets de avión, hotel, almuerzo, cena, desayuno y hasta “snack”.

Mis amigas se encargaron, yo me hice a un lado sin parar de llorar, como si se me hubiera abierto un canal ultra cebolla y me poseyera, como si acabara de vomitar parte del alma. Me acordé que tenía un ansiolítico en la cartera en caso de emergencia.  Lo mastiqué cual caluga Pelayo mientras respiraba fuerte, rápido y sonoro.

Dicen que purgar es sano, que hace bien, que limpia y estruja las vías. Para mí vomitar, gritar y llorar en público en un mismo fin de semana transformó este viaje en una catarsis, que me conectó con lo salvaje, animal e irracional dentro de mí, una mezcla entre la serpiente emplumada prehispánica que desbordó mis jugos gástricos, y Luisito Rey, el espíritu cuático y melodramático que me agotó la paciencia y la civilidad y me transformó en una señora indigna y descontrolada.

Por Marcela Trujillo, Maliki.

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