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Opinión

18 de Diciembre de 2018

COLUMNA | Por qué la educación no sirve para nada en Chile

"Después de salir de la Católica, fueron sus compañeros de apellidos rimbombantes y a los que él les regaló más de una nota, los que ocuparon las jefaturas. Mi papá quedó en los cargos medios, con tres cesantías largas desde que yo tengo memoria. La última vez que quedó cesante, hace tres años, ya lo encontraron demasiado viejo para contratarlo en su rubro. Ahora trabaja como conserje en un edificio, ganando un tercio de lo que su educación y deuda universitaria le habían prometido."

Constanza Muñoz
Constanza Muñoz
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“Menos mal que salió blanquito” le dijo una amiga a mi mamá, contándole que su hijo estaba listo para quedar en medicina en la Universidad Católica después de dar la PSU. El comentario fue porque esta amiga no estaba preocupada ni por el puntaje ni el arancel, sino por la discriminación de clase que bien conoce, porque ambas trabajan como administrativas en una universidad privada hace más de 30 años. “ Le van a preguntar en qué colegio estudió y ahí ni ser rubio lo va a proteger”, le respondió mi mamá.

Se lo dijo porque mi familia sabe de segregación social y de la falsa meritocracia en Chile: mi papá es el mejor ejemplo. Estudió en algunas de las mejores universidades del país solo gracias a su esfuerzo, pero siempre hubo una mano invisible que lo dejó chocando contra un techo que nunca pudo romper.

Mis abuelos eran del campo y no terminaron el colegio. Mi papá creció en la periferia de San Miguel durante esa pobreza violenta en que la dictadura sumió a las poblaciones en los años 70. Pero peleando y tocando puertas, logró entrar en la universidad, becado y siendo el primer seleccionado por su puntaje en la Prueba de Aptitud Académica en 1975. Fue el único de sus hermanos que se convirtió en profesional.

Mi papá se fue a la Universidad de Concepción, pero tuvo que dejarlo por problemas familiares y porque no le renovaron su beca. Años después, en los 80, entró a estudiar con crédito en la Universidad Católica, donde conoció a mi mamá. Otros años después, ya casado y conmigo a cuestas, volvió a estudiar en la Universidad de Santiago. Pero mi papá nunca pudo surgir, como decía la teoría.

Después de salir de la Católica, fueron sus compañeros de apellidos rimbombantes y a los que él les regaló más de una nota, los que ocuparon las jefaturas. Mi papá quedó en los cargos medios, con tres cesantías largas desde que yo tengo memoria. La última vez que quedó cesante, hace tres años, ya lo encontraron demasiado viejo para contratarlo en su rubro. Ahora trabaja como conserje en un edificio, ganando un tercio de lo que su educación y deuda universitaria le habían prometido.

Este año la OCDE presentó un informe que estudiaba la movilidad social entre sus países asociados: en Chile se necesitan seis generaciones para que los descendientes de las familias del 10% más bajo de la escala de ingresos suban a un nivel medio, lo que equivale a 180 años. Además, reveló que solo un 7% de los niños de origen modesto logra subir a los ingresos altos cuando llega a la edad adulta, mientras que un 42% de los niños de familias ricas se mantiene en esa posición. Aún más, en 2013, vino un economista de la Universidad de Yale a revelarnos que el 50% de los cargos más altos en las empresas chilenas lo ocupan ex alumnos de nueve colegios exclusivos (esos que ya conocemos).

En este país la élite oligárquica nos hace creer que su situación privilegiada se debe a su esfuerzo y talento. Llama al común de los mortales a entregar la vida, porque el éxito viene solo después de matarse estudiando y trabajando. Para mi papá no fue así. Ni para él ni para otros muchos chilenos que tienen la misma historia fue así. Pero allá por el barrio alto, los empresarios dicen que los pobres son pobres porque quieren, mientras se mecen en sus cunas de oro.

 

Constanza Muñoz,

Estudiante de periodismo en Universidad de Chile.

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