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Cultura

20 de Diciembre de 2018

¿Una imagen o mil palabras? Las preguntas de Catherine Millet al arte contemporáneo

Su autobiografía sexual y sus discusiones con el movimiento #MeToo le han dado mayor fama de libertina y escritora, pero el oficio principal de Catherine Millet (Francia, 1948) fue siempre el mismo: crítica de arte. En 1972, cofundó la influyente revista Art Press, que dirige hasta hoy, y en octubre pasado visitó Buenos Aires para inaugurar la Feria del Libro y presentar El arte contemporáneo, ensayo breve y que dialoga por igual con neófitos y entendidos. Aunque menos radical que en sus textos sobre sexo o feminismo, Millet marca sus diferencias con aquella corriente del arte que ha preferido dirigirse al intelecto antes que a los ojos, y que, obstinada en fundirse con la realidad, se ha dejado limitar por ella.

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¿Qué pretende el arte contemporáneo? Es un crítico incansable de las estéticas del presente, pero no se anima a inventar las del futuro. Le propone al mundo nuevas formas de comunicación, pero en lenguajes que pocos entienden. Contra las imágenes idealizadas, reivindicó la materialidad de los objetos: terminó atrapado en el discurso. Contra el arte sacralizado, desmanteló la autoridad canónica del artista: la intención del artista terminó importando más que la obra.

De esas y otras paradojas se ocupa Millet en El arte contemporáneo, libro que publicó en 1997, actualizó en 2006 y que la editorial argentina La Marca acaba de lanzar en castellano. Por cierto, la autora no es una outsider en el ambiente que describe y está lejos de pensar que el arte contemporáneo sea un fraude o una pantomima. Antes que polemizar, su ensayo quiere presentar, situar los puntos de referencia –históricos y estéticos− que definieron el rumbo del arte en el último medio siglo. Cada tanto, sin embargo, se rebela contra el protagonismo que las elucubraciones teóricas le han arrebatado a la visualidad de las obras, en circunstancias de que “las artes visuales no están hechas para reconfortar a la razón”. Mal podría despreciar la teoría quien se dedica a la crítica, pero Millet ha afirmado más de una vez que ejerce su oficio con los ojos (a los que considera, además, “un poderoso órgano sexual”), y aquí advierte que la deriva conceptual ha ido tan lejos que “el trabajo del crítico consiste a veces en apelar a la realidad de la obra, para rescatarla de las lecturas de manual que la acompañan y que en ocasiones impiden verla de verdad”.

Para encuadrar el tema del libro, Millet encuestó a un centenar de curadores que ocupan puestos destacados en museos de todo el mundo, preguntándoles a qué le llaman arte contemporáneo. La mayoría de ellos fechó su aparición en la década de 1960, cuando los buenos años de la posguerra trajeron de vuelta el espíritu iconoclasta de las primeras vanguardias. Años en que el pop art, los happenings del Fluxus, el minimalismo, el arte conceptual, entre otros muchos movimientos, buscaron formas de concretar el proyecto que las vanguardias de comienzos de siglo habían dejado en el bosquejo: intervenir la realidad, cuestionarla, reinventarla, y no limitarse a decorar museos.

A partir de los años 80, sin embargo, el gesto vanguardista perdió sustento, por su propia reiteración y porque los ideales de progreso que respaldaban su carrera hacia adelante (la permanente creación de lo nuevo y demolición de lo viejo) parecían revelarse ilusorios: de las utopías revolucionarias y del fervor contracultural sólo había quedado la resaca, administrada por Tatcher y Reagan. La “tradición de la ruptura”, como la llamó Octavio Paz, ya no iba a ninguna parte.

Los artistas jóvenes, entonces, reclamaron su derecho a una trayectoria nómade, de horizontes teóricos inciertos, y a practicar lo que luego se llamó posmodernismo: la recuperación de elementos estéticos del pasado para mezclarlos con el presente sin distinciones cronológicas, y desanclados, casi siempre, de sus contextos ideológicos de origen. “El pasado ahora es un espectáculo más, posible de apreciar sin veneración ni odio”, resume Millet. De ahí que los años 70 hayan sido el último grito de los “ismos”. En los 80, emergen los “neo”, anticipando la masificación de las ondas retro en los mercados culturales desde los años 90 en adelante.

Pero la lógica de las vanguardias nos sigue penando. El nuevo tipo de sociedad que diagnosticaba Guy Debord a mediados de los 90, sumergida en un “presente eterno” que gira en banda y “ya no da la impresión de creer en un futuro”, no puede gustarle a nadie que haya nacido en el siglo XX. La sensación de vacío es casi refleja cuando el historiador del arte Hans Belting, citado por Millet, constata que el arte contemporáneo “refleja la historia del arte conocido” pero “no la prolonga ‘hacia adelante’”. La propia Millet se pregunta: “¿Será porque ya no sabemos proyectarnos al futuro que nos cuesta tanto nombrar el presente sin aludir al pasado?”.

EL MUNDO DEL ARTE

La melancolía, en todo caso, sólo se ensañó con quienes renunciaron a subirse al nuevo carro o no encontraron lugar en él. Con el arte contemporáneo pasó exactamente lo contrario. Los años 80 fueron su década de euforia. La afluencia de público y de dólares creció de manera exponencial, propiciando el florecimiento de aquel ecosistema como hoy conocemos como “el mundo del arte”. La globalización, tal como empezaba a ocurrir en la música y en la literatura, fue un inestimable proveedor de novedades que le devolvió al arte occidental la capacidad de sorpresa. La decrépita aspiración a lo universal se transmutó en sed de diversidad, ampliando la escena artística a los cinco continentes y dando paso a grandes exposiciones que se complacían en mezclar artistas de todas las civilizaciones. Todos los tiempos y todos los espacios, sin establecer jerarquías ni rendirle cuentas a la Historia.

Esto le dio al arte contemporáneo una identidad igualadora y expansiva que, al coincidir con el desprestigio de las ideologías y de la rigidez teórica, licuó la autoridad del crítico y se la transfirió al curador y al coleccionista, libres de seguir su propio gusto en un ambiente de conceptos audaces e ideas livianas. En ese contexto, tampoco había que ser un genio o un maestro para ser artista, lo que abrió la puerta a “una multitud de candidatos dispuestos a intentarlo”, cada uno echando mano a sus propias habilidades –sin excluir las sociales− para hacerse un lugar en la escena. Tan seductora resultó esta dinámica que el sociólogo Pierre-Michel Menger, a comienzos de los dos mil, hizo notar que la figura del artista inventivo, indisciplinado, había pasado de ser vista con desprecio a servir de modelo para dirigentes y ejecutivos regidos por la ley de la competencia. La arbitrariedad y la versatilidad eran ahora valores hegemónicos y por eso, como escribe Millet, “el arte contemporáneo unifica donde la modernidad marcaba una ruptura”.

Pero ese efecto regenerador parece ir declinando. El gusto tendió a uniformarse de un continente a otro y los discursos, recombinados una y mil veces, también. Y sin reglas que subvertir −pues ya se deshizo de todas− el arte contemporáneo sigue obligado a producir, si no lo nuevo, por lo menos la novedad.

Los curadores encuestados por Millet le reconocen esa novedad en dos atributos: los usos inéditos que los artistas dan a los materiales y los singulares procedimientos –oportunamente explicitados− mediante los cuales crean sus obras. Ambas formas de innovación tienen su origen, otra vez, en las vanguardias modernistas que sabotearon las convenciones del arte para precipitarlo en la realidad. Pero pretender que las obras sean la transcripción literal de ese precepto, abandonando toda distancia simbólica, ha sido para Millet la causa de que muchas veces el arte contemporáneo encalle en lo real, en vez de remecerlo. “No es una paradoja menor que, al querer fundirse con la realidad, el arte haya quedado librado al discurso. Así, el arte se ve doblemente alienado. Presa de la realidad del mundo, la obra choca además contra los límites que ella misma se impone. Y se vuelve cada vez más difícil de identificar. Es entonces que interviene el comentario, la ayuda necesaria para esa identificación”.

Así, por ejemplo, sostiene que los expresionistas abstractos “nos dieron cuadros magníficos”, pero a la larga, “como la mayor parte de los artistas de su siglo, se vieron tentados por la iconoclasia, y se obsesionaron con la idea de sacar el arte del cuadro”. Así terminaron sacrificando la “ilusión de profundidad” que sus obras, por muy abstractas que fueran, provocaban en los ojos del espectador.

Duchamp vestido de su alter ego femenino , Rrose Selavy. Foto de Man Ray. 1921.

Poco después, la consagración de Duchamp canonizó el arte del procedimiento: la obra ya no es tanto lo que el artista hizo, sino cómo lo hizo y qué intenciones declara con esa fórmula. “No se trata tanto de obras, entonces, como de proposiciones de obras”, donde la visualidad le cede el primer plano a “la voluntad de llevar hasta las últimas consecuencias una idea, una elección, un gesto de total arbitrariedad”. Y como las nuevas generaciones, sigue Millet, hallaron “un punto de referencia obsesivo” en los ready-mades de Duchamp, cada quien demandó esa arbitrariedad para sí. “De ahí la enorme cantidad de obras regidas por leyes decretadas por el artista y nadie más. En pocas palabras, el artista trabaja en su rincón y permite que los aficionados se acerquen a su rincón a descifrar lo que hace”.

Los no tan aficionados, mientras tanto, observan de reojo ese juego de roles y se preguntan cuál es el secreto, a qué revelación responden aquellos iniciados dispuestos a creer que la extravagancia de ciertos objetos vale su alquimia en millones de dólares. Millet reporta que el artista francés Pierre Pinoncelli, en 1993 y 2006, atacó con un martillo dos de los ocho urinarios que Duchamp firmó en 1964 a modo de réplicas de su ready-made original. El Centro Pompidou, dueño de un ejemplar castigado por Pinoncelli, se querelló por daños y exigió ser indemnizado, informando que cada una de las ocho réplicas estaba tasada en 2,8 millones de euros. El hombre del martillo sólo fue condenado a tres meses de libertad condicional, dada la evidente incapacidad del juez para apreciar una obra maestra. O quién sabe. Quizás el juez hizo su trabajo y descubrió que Duchamp, como recuerda Millet, se jactó de haber demostrado que “uno puede hacer que el público se trague cualquier cosa”.

La autora se pregunta con recurrencia qué queda de la “distancia simbólica” desde la cual el arte, a partir del Renacimiento y hasta bien entrado el siglo XX, contempló e imaginó la realidad. Y si esa distancia fue consumida por la trayectoria que eligió el arte o porque la misma realidad la hizo imposible, al ser succionada por las imágenes que la reproducen: “Lo real ya no brinda modelos de representación; son las representaciones, las obras del imaginario, las que dejan su marca en lo real”. Aun así, se resiste a conceder que esto obligue a privilegiar “el discurso de la intención o la interpretación por encima de la realidad sensible de las obras”. En cambio, afirma que los seguidores de Andy Warhol hubieran hecho bien en admirar su “creatividad plástica” con el mismo entusiasmo que dedicaron a “sus aforismos provocadores”. Y a renglón seguido: “¿Se habría puesto tanto empeño en frustrar a la ‘retina’ y elevar al ‘observador’ a la condición de ‘participante’ si, en vez de repetir las frasecitas perentorias de Duchamp, se las hubiera puesto en perspectiva a través de las contradicciones de su obra?”.

También están los artistas que vienen a rescatarnos de los monstruos de la razón, pero Millet desconfía de los magos. “Me niego a dejarme abrumar por todo ese oscurantismo”, dice sobre las performances del “chamán” Joseph Beuys, cuya utopía de infiltrar en la realidad las “energías” de un modelo social ideal le parece, si es tomada en serio, más totalitaria que emancipadora. De esas obras, entonces, prefiere sacar esta lección: si un artista puede desdeñar los valores ilustrados para mostrar la subsistencia de arcaísmos irreductibles, es porque el arte es un espacio de libertad controlada donde “no hay demasiado riesgo de que esa expresión se cristalice en un acto concreto”. “Alegrémonos”, concluye, “de que la unión entre arte y realidad todavía no sea perfecta”. Y aun reconociendo que los artistas del siglo XXI interesados en esa unión la persiguen con intervenciones más dialogantes (mejorar el entorno urbano, propiciar instancias de interacción), insiste en que “siguen corriendo un gran riesgo. No el de restringir la realidad, sino el de permitir que la realidad los restrinja”.

En definitiva, Millet apuesta a que el arte, si bien no puede ya mostrar una “especificidad formal o técnica” que lo distinga de otros imaginarios visuales, conserva todavía esa cualidad inherente que asegura su vitalidad: ser un polo de atracción. ¿Hacia qué? No se sabe, y mejor así.

EL ARTE CONTEMPORÁNEO
Catherine Millet
Traducción: Matías Battistón
La Marca Editora, 2018, 141 páginas
El libro puede comprarse en lamarcaeditora.com

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