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Opinión

7 de Marzo de 2019

COLUMNA | “Feministas nativas e inmigrantes”

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
Por

Mi hija de 14 años me pidió permiso para ir a la marcha del 8M con amigas y dos mamás. Yo le dije que me sumaba.

En el feminismo, mi hija es nativa y yo inmigrante (metafóricamente hablando). Soy nativa del machismo puro: dictadura, colegios católicos, padre proveedor, madre dueña de casa, posters Village y sin familiares ni compañeras de colegio LGBT. Aprendí a ver a los hombres como dioses, premios, salvadores, dueños de la verdad, modelos a seguir, los que mandan, analizan y toman las decisiones; el mansplaining en todo su esplendor. Idealizar a los hombres fue un acto automático. Construí mis relaciones románticas bajo esa premisa, siempre buscando al hombre perfecto, siempre fracasando en el intento.

Bajé del poni a los hombres cuando nacieron mis hijas. Cambié mi obsesión por encontrar un súper hombre por el de convertirme en súper mamá (todo “súper”, como buena hija del patriarcado). La maternidad me obligó a desplegar mi lado femenino y mi instinto animal (que siempre menosprecié), me empujó a la dimensión primigenia de la vida y la muerte, comprendí el real valor de mis caderas, mi vagina y mis tetas, experimenté la frigidez total y me quedó claro que los “súper” no existen.

Cuando mis hijas eran chicas, yo era feminista sin saberlo. Ahora que ellas son adolescentes y yo una señora post menopáusica-depresiva medicada, lo sé y por eso decidí autoeducarme en el feminismo. No hablo solo de leer libros escritos por mujeres, escuchar podcasts, ver documentales, ir a charlas feministas o fomentar que las mujeres dibujen cómics. También es hacer las paces con mi mamá, cuidar y cultivar mis amistades femeninas, aprender a trabajar colaborativamente con mujeres, observar a mis hijas, alumnas, sobrinas y amigas que vienen criadas sin caldo de médula patriarcal. Escuchar y creerle a las mujeres cuando cuentan y denuncian acosos y abusos, desarmar mis culpas católicas atávicas, hacer terapias y reconocer al fin mis historias de abuso, atreverme a contarlas y dibujarlas, dejar de creer en los roles y en el deber ser y empezar a creer en las personas, en sus individualidades, y en especial en la mía. Aprender a respetarme, perdonarme y amarme, a descubrir quién realmente quiero ser en la segunda mitad de mi vida, aceptar mi vulnerabilidad y aprender a mirar a los hombres de frente y no para arriba como lo hacía antes, en vez de odiarlos o evitarlos todo el tiempo, porque me siguen gustando, más que los de silicona.

Finalmente este es el sentido de la marcha: resignificar lo femenino y también lo masculino, porque el problema no son los hombres, sino el patriarcado. Las nuevas generaciones vienen con este cambio de mentalidad, la marcha y concienciación es la forma como instalamos estos cuestionamientos en nuestra generación no solo en el contexto de los grandes privilegios, sino en el lenguaje y devenir cotidiano. Por eso es que cuando marchamos caminamos, metafóricamente, hacia mejores destinos. Al igual que un inmigrante, salimos de donde nacimos porque ese lugar es peligroso y dejó de ser habitable.

Como inmigrante en el feminismo y madre de dos feministas nativas, defiendo el derecho a disfrutar nuestra vida sexual plenamente y decidir si queremos o no tener hijos, sin vergüenzas ni penalizaciones. Nadie debiera legislar sobre nuestros cuerpos. Si la vasectomía es legal también debiera serlo el aborto. Para mí, lo mejor de la maternidad es que mis hijas, las que quise tener, me abrieron la puerta al feminismo y me sacaron del espiral patriarcal en el que crecí, el que sube en un cono, empodera al hombre y nos somete. Me reubicaron en un espiral inverso, que se expande mientras avanza al ritmo del universo y nos va incluyendo a todas. Como Favianna Rodríguez lo explica en un podcast: “Una manera feminista de ver el mundo es celebrar la regeneración, movernos de la dominación a la colaboración”.

“Justo tengo dos pañuelos verdes” le dije a mi hija de 14. “Pero esos son del aborto”, me responde la de 13. “Aborto es feminismo, hija querida”. Porque es exactamente eso, si queremos recuperar el poder sobre nosotras mismas, primero debemos recuperar el poder sobre nuestros cuerpos.

Por Marcela Trujillo (@Marcelamaliki)

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