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Opinión

7 de Marzo de 2019

COLUMNA | Valente, economía y literatura

"En fin, cuando la realidad le empieza a mostrar situaciones que no encajan en su relato, Valente no cambia el relato, si no que levanta una serie de ficciones: los flojos de las AFP, los millenials mimados, los intelectuales de izquierda que conspiran desde las altas esferas de poder para engañar a la gente, etc. Levanta así una obra de ficción para acomodar la realidad a su credo", dice José Miguel Ahumada en esta columna.

Jose Miguel Ahumada
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El ministro Valente no lee literatura porque, según afirmó, es poco lo que puede aprender de ella. Está en su legítimo derecho a no leer e incluso a señalarlo públicamente. Mal que mal, para un economista como Valente la literatura es, en estricto rigor, una práctica improductiva: no brinda datos para predecir los movimientos de las divisas ni ilumina en torno a la evolución del tipo de interés interbancario.

Y es que para el ministro la economía es algo que, en principio, es suficientemente racional y cotidiana para que sea entendida sin necesidad de mayores refinamientos literarios. Como señaló en su libro ‘La Rebelión del Sentido Común’, la economía sería la propiedad emergente de miles de emprendedores interactuando en un mercado en base a contratos libres y voluntarios movidos cada uno por su propio autointerés y relacionándose con el resto de sus pares en base a relaciones de utilidad. Dichas interacciones complejas permitirían no solo un flujo eficiente de información, sino que, en base a una teológica mano invisible, lograrían el máximo uso de las capacidades productivas. En ese escenario, si la torta no para de crecer, poco importa cómo se distribuya si cada uno termina con más trozos que antes.

Solo hacía falta una cosa: que el Estado no interviniera en esa dinámica espontánea de las acciones humanas (mas no del diseño humano, como diría Hayek), con su pesadez burocrática y centralizada que opaca la fluidez natural de la utilidad y las fuerzas creativas de los empresarios.

Es aquella visión decimonónica del mercado que posee Valente lo que lo lleva a tomar posiciones, a valorar situaciones y a actuar en consecuencia. Pero también lo ha llevado a la perplejidad. Durante pleno gobierno de Bachelet, Valente no podía entender cómo fue que las elites se ‘emborracharon’ de ideología y se ‘descarrilaron’ de la senda de progreso económico a partir de la expansión de los mercados.  Tampoco podía comprender cómo la gente no entendía que los manifestantes contra las AFP no eran más que personas que, pudiendo haber ahorrado, no lo hicieron y hoy culpan al sistema de lo que fueron sus propias malas decisiones. Su confusión también tocaba a lo sucedido con los estudiantes y sus marchas, respecto a los que únicamente atinó a pensar que los millenials no sabían cuánto le había costado a sus padres levantar económicamente el país durante los 80´. Y menos podía explicar el Brexit y la emergencia de Trump, fenómenos que relacionó con el voto contra la izquierda y el favoritismo político y no contra el orden nacional e internacional liberal..

En fin, cuando la realidad le empieza a mostrar situaciones que no encajan en su relato, Valente no cambia el relato, si no que levanta una serie de ficciones: los flojos de las AFP, los millenials mimados, los intelectuales de izquierda que conspiran desde las altas esferas de poder para engañar a la gente, etc. Levanta así una obra de ficción para acomodar la realidad a su credo.

En una aparente paradoja, es probable que sea su falta de sensibilidad literaria la que lleve a Valente a vivir de sus ficciones. Debiera saber el ministro que no son pocos los casos en los que la literatura ayuda a entender los dilemas económicos. Acá algunos ejemplos:  

En W o el recuerdo de la infancia, George Perec relata la experiencia en una isla ficticia donde existe un denso entramado de normas e incentivos estatalmente dirigidos que somete a la población a una vida en una constante competencia deportiva para sobrevivir. Dicho sistema de incentivos estatalmente construidos se emite para que, a través de la competencia, se vayan seleccionado los más eficientes y fuertes competidores. En efecto, aquello sucede, pero como nos recordaba Keynes, el camino de la eficiencia en dichos términos genera como contraparte no solo una sociedad jerarquizada sino cientos de caídos en el camino.

Valente aprendería mucho de Perec y se percataría que la competencia destruye tanto como crea, y que el mercado que tanto busca proteger del Estado no es más que un producto del último, sujeto a sus normas y regulaciones.

En Las uvas de la ira, John Steinbeck relata la experiencia durante la crisis de 1929 de los agricultores expulsados de sus tierras por las deudas bancarias y por su incapacidad de competir con la mecanización, debiendo emigrar a California en busca de mejores oportunidades. La expulsión de sus tierras y su transformación en trabajadores en busca de empleos para sobrevivir muestra no solo una forma típica de acumulación capitalista (acumulación por desposesión la llama el geógrafo marxista David Harvey), sino la experiencia de una masa de seres humanos cuyos proyectos de vida quedaron truncados debido a las inestabilidades típicas del capitalismo financiero. Valente aprendería mucho de esta novela, y quizás podría comprender las verdaderas raíces de las uvas de la ira social contemporánea (y que explotan en brexits, chalecos amarillos, auges nacionalistas, conservadores, etc.).

Steinbeck podría ayudar a Valente a comprender un hecho importante: la ira no es una construcción de intelectuales que desde las cúpulas del poder moldean a una población pasiva, sino el resultado natural de una masa precaria que está pagando en sus propios proyectos de vida las consecuencias de una economía anclada en premisas ficticias.

En 1901 Thomas Mann, con veinticinco años, publicó su primer gran libro, Los Buddenbrook, donde noveliza la evolución de su propia familia millonaria a lo largo de tres generaciones. De ser una familia comercial, rica y empresarial en torno a los cereales, pasa luego a anclarse en su nicho y aprovechar las rentas de sus inversiones previas, para terminar en una decadencia hedonista, viviendo a partir del status y de un consumo conspicuo y ostentoso. Mann buscaba relatar cómo sucedía el auge y caída de las dinastías privadas y cómo se expresaba en sus respectivas formas de vida a lo largo de las generaciones.  

A partir de Mann, Valente podría tener una enseñanza fundamental: la burguesía es menos empresarial de lo que se piensa, y más tendiente a buscar nichos de ganancia rentista y de rentabilidad en corto plazo. En efecto, ¿no es algo similar a lo que vemos con los grupos económicos nacionales? ¿no tuvieron un ‘momento empresarial’ (apoyados por un Estado que los subsidiaba) en los años ochenta, centrado en explotar nuevas áreas para las exportaciones (forestal, pesquero, agrícola, etc.) para luego estancarse en dichos nichos rentistas? ¿no es más que una casualidad que los privados aporten menos del 30% de la inversión en I+D de la economía nacional y seamos el país de la OCDE que menos invierte en esa materia? El asunto es más complejo, porque con esa carencia de ‘empresarialidad’ los gremios no solo afectan su sustentabilidad en el largo plazo, sino (en tanto controlan gran parte de la inversión nacional), las posibilidades de desarrollo productivo nacional.

Valente bien podría ojear a Mann para percatarse que la burguesía en la que él ve las fuerzas del emprendimiento puede llegar a constituirse en una limitante al mismo.

En 1810, Heinrich von Kleist escribió una novela titulada Michael Kohlhaas. Allí se cuenta la historia de Kohlhaas, un granjero que sufre un robo: los caballos que llevaba fueron robados por guardias de una fortaleza que no había visto antes y que había interpuesto una barrera en su camino. El agricultor, enojado, pero correcto, escribe una carta documentada y perfectamente argumentada al tribunal. No hubo respuesta. Kohlhaas, sin perder sus estribos, escribe otra carta pero ahora al príncipe de Brandeburgo. No lo escucharon. El agricultor decide recurrir al mismo Príncipe, pero todo resultó peor: su esposa es asesinada por los guardias y lo amenazan para que termine con sus escritos.

Kohlhaas, enfurecido, rompe aquellos engranajes formales que tanto respetó y que no le brindaron sus legítimos deseos de justicia, asesinando a nobles y al alcalde. Luego, demandando justicia, arma un ejército y comienza una verdadera revolución.

Los levantamientos, nos enseña von Kleist, no son obras de teóricos ni resultados de grandes deseos utópicos constructivistas cristalizados en la población. Por el contrario, son los resultados finales de deseos concretos y legítimos de justicia del pueblo ante una elite que, en lugar de tomar cartas en el asunto, cierras sus puertas y se justifica a sí misma con sus propias ficciones. Así visto, Valente bien aprendería del personaje Kohlhaas que las ficciones con las que dirige el Ministerio y que le valen para menospreciar legítimos reclamos sociales, le pueden salir mucho más costoso de lo que el puede imaginarse.

En el momento en que la elite que prometía las fuerzas del emprendimiento no cumple su promesa y cuando la competencia del mercado genera una masa creciente de caídos, ésta masa se comportará de forma razonable. Irán, cual Kohlhaas, al gobierno a tocar la puerta. Pero cuando este gobierno, preso de sus ficciones, no solo no escucha, sino que critica y culpa a las víctimas de su situación y sentencia que debemos abrir más el mercado, en ese momento, es cuando comienzan las fricciones y a generarse grietas en el relato ficticio y en la realidad social.

La literatura puede que no sea útil en términos pecuniarios. Pero sí es fundamental para algo más importante: para ayudar a pensar una economía que explique la realidad, no que la justifique con ficciones, como hace el ministro Valente.

Por José Miguel Ahumada.

Es Académico Universidad Alberto Hurtado.

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