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Opinión

24 de Abril de 2019

Sol Serrano: “Estamos pagando el error más cruel de nuestra historia, que es haber abandonado a los niños pobres”

La historiadora y primera mujer en recibir el Premio Nacional en su disciplina repasa las inquietudes que atraviesan su abultada investigación sobre la Iglesia católica, la educación pública y la democracia. El origen de la crisis eclesial lo sitúa en el poder, cree que existe una deuda histórica con los más invisibles de la sociedad y que la memoria política se convirtió en una batalla ideológica. “Mi fondo de pantalla ha sido hacer del horror de la pérdida de la democracia un análisis crítico”, dice.

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Por Josefina Araos, investigadora del Instituto de Estudios de la Sociedad.

Han pasado siete meses desde que recibiste el Premio Nacional de Historia. ¿Qué ha cambiado?

¡Sigo creyendo que no es verdad, que me lo van a quitar! Pasan tantas, tantas cosas. Las predecibles, pero muchas insospechadas. La responsabilidad es grande. Lo asumo como un premio nacional. No me lo dio una fundación ni un grupo de pares, sino el Estado democrático que representa la soberanía popular. Me pregunto si todos los que lo han ganado comparten ese predicamento. Trato de responder a todos los requerimientos que caben en mi día, pero hay un problema de fondo. Desgraciadamente, ¡el premio no me ha hecho más inteligente!

¿Qué significó ser la primera mujer en recibir este reconocimiento, en medio de la nueva ola feminista?

No pretendo arrogarme ninguna representación, pero sí creo que es una señal del futuro, como también lo es del pasado. De todas formas, no ha sido fácil ser mujer en la academia.

¿Por qué?

Por falta de tiempo y por haber sentido tantas veces esa mirada o comentarios entre condescendientes y despectivos. Tuve tanto menos tiempo que mis colegas hombres para leer. Hoy, como nunca, hubiera querido tener una formación más universal y versátil. Ahora, estoy lista para volver a primer año de universidad. Quisiera mirar amplio, mirar hondo. Mirar desordenado.

Durante mucho tiempo, la Iglesia católica chilena fue tu materia de investigación. ¿Dónde sitúas la crisis actual?

La crisis no es chilena, es de la Iglesia universal. La jerarquía eclesial culpa al secularismo de los males modernos, pero se mira poco a sí misma, y se escuda corporativamente en torno al clericalismo y a la obediencia al orden sacerdotal. Ambas son la habitación perfecta de la impunidad.

¿Qué le criticas a la jerarquía eclesial?

La jerarquía no advirtió que, a lo largo del siglo XX, la autonomía de las personas fue creciendo, y para qué decir en las últimas décadas. Permaneció un halo de infantilización de los fieles. Hace unos días, Benedicto XVI publicó un documento sobre la crisis eclesial, donde considera que la ruptura del 68 también acechó profundamente a la Iglesia. Pero no es que el 68 haya entrado en la Iglesia, fue un fenómeno epocal que marcó la ruptura del concepto de autoridad de los padres, de las instituciones y de los grandes relatos. Benedicto XVI hace una interesante reflexión sobre la teología moral y la laxitud sacramental. Pone el acento en la ausencia de Dios, la presencia del pecado y del demonio. Pero a mí juicio, finalmente queda en el aire, porque esto sucedió históricamente, hay una estructura que la hizo posible. Por decirlo de manera brutal, ¡el pecado y el demonio se manifiesta históricamente!

¿Pero ese cambio epocal afectó a la Iglesia?

En esos años, el Vaticano II era parte de un gran movimiento de cambio en la Iglesia, desde su tradición y su fe. Pero hubo grupos internos rupturistas cuyo emblema fue la Teología de la Liberación, frente a la cual la jerarquía reaccionó retrocediendo. Si la agenda antes había sido oponerse al comunismo, después primó la agenda contra el liberalismo, el relativismo, y la moral sexual monopolizó el discurso.

¿En qué sentido?

¡En  los años 90 solo a la Iglesia le importaba el sexo! (se ríe). Y le estalla la bomba en la cara. Los abusos no son monopolio de un sector de la Iglesia. La cruzan transversalmente, por eso, es una crisis estructural. Sin embargo, salvo levemente, no involucra a las mujeres consagradas, a aquellas que no tienen poder. Y, obviamente, no comprende a toda la Iglesia.

¿Sería entonces el poder un factor detonante?

Desde Constantino, la relación entre poder y religión católica ha sido el origen del problema. Es mi interpretación. Pero, a largo plazo, veo una transformación enorme. El catolicismo ya ha vivido dos grandes embates: la Reforma y la secularización del Estado y la sociedad. Con la Reforma, la Iglesia estableció una férrea disciplina en lo sacramental (luego de las críticas de Lutero), y en lo doctrinario asumió la importancia de la educación en la pastoral. Pero ante la formación de los Estados liberales basados en la soberanía popular y no en el derecho divino, y ante un laicismo que muchas veces fue persecutorio, la Iglesia que se niega a abandonar el poder se centraliza y se jerarquiza. Veo a una Iglesia más religiosa y una religión menos rígidamente institucionalizada.

Tus últimos trabajos se enfocan en la historia de la educación pública chilena. ¿Por qué te interesaste en ella?

Lo paradojal es que no hago historia de la educación, sino historia política. Llegué a este tema al estudiar la construcción de la nueva comunidad política, conceptualmente fundada en que todos los seres humanos son libres e iguales por naturaleza. Ficción, por cierto, pero una ficción que cambió los horizontes de la cultura, de la individuación y de la forma de vivir en sociedad.

¿Cuál fue ese cambio?

La escuela, que en lo más básico es una relación entre alguien que introduce a otro a las destrezas de la cultura escrita. Se consideró que el saber abstracto –la lectura, la escritura, el cálculo– era un bien que debía extenderse a toda la sociedad, cuando por siglos el conocimiento letrado fue monopolio de la cúpula. La universalización de la escuela como ideal tiene solo 200 años. Pero la escuela moderna no se instaló en un vacío, sino en una cultura oral que, en el mediano plazo, cambió las formas de pertenencia, porque, para bien o para mal, la oralidad es simultánea y basada en los sentidos; en cambio, la escritura es un saber que rompe el tiempo y el espacio. La nación moderna, como proyecto político cuya legitimidad es la soberanía popular, presupone el uso de la razón ilustrada. Es la lógica de las élites liberales.

En tu libro la “Historia de la Educación en Chile” dices que la escuela pública fracasó en términos sociales y económicos. ¿Por qué?

Es muy fuerte ponerlo así. Eso le pidió la sociedad, pero la educación por sí sola no podía lograrlo. Chile se alfabetizó a través de la escuela, no a través de la familia o de la Iglesia, como en otros casos. La escuela fue pública, fue el Estado el que escolarizó. No fue un proceso de arriba hacia abajo, porque a comienzos del XX la educación ampliaba su cobertura enormemente, pero por debajo del crecimiento de la población y de la demanda por educación, que no es lo que pasa en el siglo XIX. Estructuralmente, fue un sistema desigual. Por sí misma, la educación no pudo generar una sociedad más igualitaria, sino que más bien reprodujo la estructura existente. Aunque hubiera ascenso social a goteo. En el siglo XIX, no era claro que los países eran ricos por ser más educados, o si eran más educados porque eran ricos. Cuando esa relación ya fue evidente, estábamos atrasados y la desigualdad mostró sus garras.

¿Qué le impidió a la educación pública transformarse en una herramienta de movilidad social?

Que educarse no significaba, necesariamente, mejor empleo. Lo dramático es que además perpetuó la pobreza. Los niños pobres se quedaron fuera de la escuela, y hoy sabemos que la pobreza modifica incluso funciones cerebrales. Estamos pagando el error más cruel de nuestra historia, que es haber abandonado a los niños pobres, que eran la inmensa mayoría. En la década del 50 ya se sabía que estaban desnutridos; se quiso alimentarlos en la escuela, pero ya era muy tarde. Hoy tenemos otra estructura social, somos más ricos que en los 50, pero los nietos de esos niños desnutridos que apenas pasaron por la escuela a comienzos de los 60, aunque viven infinitamente mejor que sus abuelos, cargan con ese peso.

Al mismo tiempo, señalas que la educación pública sí fue exitosa en términos culturales y políticos…

Es que todo lo anterior no significa inmovilidad. La escuela pública hizo a la sociedad más compleja y plural, y también permitió nuevas formas de relación y comunicación. La hizo más democrática. Fue crucial en la formación de nuevos actores sociales, como partidos obreros, participación de las mujeres y dirigentes indígenas, especialmente mapuches. El liceo educaba a tres de cada 10 jóvenes en 1960, pero generó un pegamento ante la fragmentación, y a la vez, un sentido de pertenencia a aquello que se entendía como República.

¿Cómo evalúas la reforma educacional?

El artículo de Francisca Rengifo en el tomo III de nuestra “Historia de la Educación”, trata sobre el hambre en la escuela y debiera ser leído como una clase de educación democrática. Sobre todo, debieran leerlo los que han defendido la gratuidad. Dicen que a través de la gratuidad los niños más desfavorecidos del futuro tendrán padres más educados. ¡Qué camino más largo! Más corto sería enfocarse en los niños desde la sala cuna. Esto es una vergüenza para la democracia, y debiera ser una vergüenza para la izquierda. Había que hacer una reforma sí o sí. No logro entender por qué optaron por la más regresiva.

En “El liceo” describes cómo a mediados del siglo XX ese espacio logró forjar una conciencia histórica. ¿Debería aspirar la actual educación pública a un proyecto de ese tipo?

El liceo, su agencia histórica y su capacidad de encarnar un proyecto, ha sido el relato más exitoso de la historia de Chile. ¿Repetirlo? No, sería un fracaso. Sin embargo, una educación pública 2.0 permitiría conectar al liceo con una memoria histórica fuerte, con valores democráticos de derechos y compromisos. En una sociedad como la nuestra, cuyas memorias son campos de batallas, esta debe ser de las pocas compartidas. La memoria del liceo es un patrimonio político vivo. Por eso, y no por principios, soy partidaria de que existan liceos emblemáticos selectivos, pocos, que permitan formar una élite plural en todos los campos. Es estratégico para la democracia chilena, porque somos una sociedad fragmentada.

Has sido crítica de lo dominante que se ha vuelto la memoria en el discurso político. ¿Qué problemas puede generar eso?

La memoria, como reparación del trauma de la violación de derechos humanos, es un reconocimiento a las víctimas y una pedagogía cívica para que no vuelva a ocurrir. Y por eso es fundamental. Otra cosa es cuando se transforma en el único lenguaje legítimo para referirse al pasado traumático (desplazando a la historia) y el análisis crítico queda casi vedado. La memoria en la política se ha transformado en una batalla ideológica y no en una lucha por los derechos. Creo que ha sido un error identificar la defensa de la memoria de las víctimas con la defensa de la ideología de las víctimas. Eso es peligroso. La arrogancia y la autocomplacencia moral de izquierda pueden tener un alto costo.

Esta fuerza de la memoria, ¿es exclusiva de nuestro país?

El asunto de fondo es una crisis de la idea de futuro que ha acechado a Occidente por la crisis del relato del progreso, por las consecuencias ecológicas de la tecnología y el fin del relato del marxismo. La memoria como proyecto político revela esa crisis de la idea de futuro. Los grandes relatos hicieron la relación entre pasado y futuro en la historia, no en la memoria. Lo diré de otra forma: en la memoria del pasado está nuestra identidad, pero en la concepción de la historia reside la concepción del futuro. Esa es la conciencia histórica.

Algunos parlamentarios han propuesto una asignatura de la memoria y los derechos humanos en los colegios…

¿Qué significa eso? La violación de los derechos humanos de la dictadura está incorporada en la asignatura de historia, así como en el objetivo transversal de formación ciudadana hace bastante tiempo. La prohibición del negacionismo va en la misma línea. Es decir, el debate crítico de la historia no es parte del gran drama de la violación a los derechos humanos.

¿Por qué la política no sólo necesita memoria, sino también historia? ¿Y por qué, a tu juicio, la clase política parece haberla abandonado?

No he visto en los políticos, especialmente del Partido Comunista, el menor interés por el debate crítico sobre el golpe del 73. Políticamente, el 73 es memoria y no historia. ¿No es acaso un debate que enriquece el sentido y el valor de los derechos? Claro que lo es, pero para algunos esos derechos no son universales, sino contingentes a un proyecto ideológico. ¿Incorpora la cátedra de la memoria la de los ucranianos y judíos asesinados por Stalin? Y no se trata de la “política del empate”, sino de que si los derechos de unos valen más que los de otros, entonces, el “nunca más” es una falacia. Es solo en la universalidad que los derechos pueden luchar contra las fuerzas totalitarias de cualquier signo. Del nacionalismo, del racismo, de la xenofobia, de la homofobia. Si uno relativiza, ¿por qué no los otros?

¿Cómo se relaciona todo esto con tu trabajo como historiadora?

He tenido una sola pregunta como historiadora y ha sido la construcción de los vínculos políticos modernos, los de la ciudadanía moderna a base de la relación entre prácticas culturales y construcción del Estado. Es obvio que soy hija del 73. Mi fondo de pantalla ha sido hacer del horror de la pérdida de la democracia, un análisis crítico en un tiempo largo. “El Liceo” y el último tomo de la “Historia de la Educación” cerraron no sólo un ciclo temático, sino el ciclo de la pregunta que me movió desde que era estudiante universitaria. He sido historiadora, porque la historia es en sí misma es una forma de pertenencia. Y eso es, implícitamente, lo que he estudiado. Ahora, navegaré hacia comprender otras formas de pertenecer.

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