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Opinión

13 de Mayo de 2019

[Columna de Noam Titelman] Decir las cosas como son: las batallas entre populistas y expertos

“Esta vez se debe escuchar más a los padres y quizás menos a los ‘expertos’. Ellos son los mejores para decidir la educación de sus hijos”. Estos fueron los dichos de la Ministra Cubillos para justificar el proyecto de ley del gobierno que repone la selección escolar, pese a la evidencia en su contra. Más […]

Noam Titelman
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“Esta vez se debe escuchar más a los padres y quizás menos a los ‘expertos’. Ellos son los mejores para decidir la educación de sus hijos”. Estos fueron los dichos de la Ministra Cubillos para justificar el proyecto de ley del gobierno que repone la selección escolar, pese a la evidencia en su contra. Más allá del proyecto, la forma en que la ministra decidió defender el proyecto de su cartera empezó a generar reacciones en quienes veían en esta una abierta pugna con la expertiz académica para incidir en el debate público. Esta disputa por el rol de los expertos se vio reforzada cuando, solo un par de meses después, la vocera de Gobierno, Cecilia Pérez, recalcó, en el caso del control preventivo de identidad, que: “Muchas veces los argumentos académicos no logran ver la realidad, no logran saber lo que siente un vecino y no sintonizan con lo que sufren las familias chilenas”.

De modo intencional o no, ambas declaraciones se suman a una tendencia global observada con preocupación por varios analistas y comentaristas. Por ejemplo, cuando Trump fue electo, una caricatura del famoso dibujante Peter North intentó captar el espíritu del momento. En esta caricatura se podía observar en el fondo un cartel con un lobo diciendo “te voy a comer”. Debajo del cartel dos ovejas conversaban con el subtítulo: “Él dice las cosas como son”. Cuando el conocimiento se vuelve un campo de batalla, un líder confiable es aquel que dice las cosas de la forma más brutal posible, demostrando claramente de qué lado de la batalla se encuentra. Este es terreno fértil para la así llamada “post-verdad”, en que en lugar de declaraciones falsas o verdaderas a las personas se les presenta con un conjunto de “verdades alternativas”, y lo que adquiere preeminencia, tras un manto de escepticismo general, es elegir aquella versión de la verdad que mejor se adapta con los intereses propios. Esto es como, particularmente en movimientos ligados a la alt-right, un nuevo mecanismo de validación reemplaza a los expertos: Si algo se dice con suficiente seguridad por un líder temerario y está basado en la “experiencia cotidiana”, entonces algo de razón debe tener. Mientras más burdamente simplista y maniquea una declaración, mejor.

Trump se ha vuelto un maestro en explotar este contexto a través de las redes sociales. Por ejemplo, en 2014 twitteó: “Niño joven sano va al doctor, es bombeado con una inyección masiva de muchas vacunas, no se siente bien y cambia—AUTISMO. Muchos casos así!”. Otros ejemplos de la conexión entre líderes populistas y estos movimientos de “post-verdad” pueden observarse en las posiciones anti-vacunas del Movimiento Cinco Estrellas (M5E), en Italia, y en el Frente Nacional, en Francia. En el caso de M5E, estos lograron pasar una ley repudiando la legislación que hacía la vacunación obligatoria en escuelas públicas, para luego dar una vuelta de 180 grados en sus posiciones, cuando hubo un resurgimiento inaudito de Sarampión en Italia.

Los últimos años han visto la emergencia de movimientos que sostienen la llamada lucha de las “verdades alternativas” y la “post-verdad”. Particularmente exitoso en eso ha sido el movimiento anti-vacunas. No solo descartan paradigmas científicos establecidos como meras “teorías”, sino que también afirman que hay “oscuros intereses” detrás de los consensos científicos. En parte, este fenómeno parece estar vinculado al fortalecimiento del discurso populista. Así, hay importante evidencia de que el éxito electoral de los partidos populistas en Europa está asociado al incremento en reticencia a vacunarse.

El discurso populista sostiene que el contexto político está dividido ente “nosotros, la gente”, los que serían eminentemente buenos, y “ellos, la elite”, quienes encarnarían la corrupción y decadencia. Una de las formas en que esta división se ha expresado, sobre todo en movimientos cercanos a la alt-right, es equiparando a los expertos con esta elite. En este texto se discutirá la forma en que el populismo explota la tensa relación entre conocimiento experto y conocimiento mundano. ¿Cómo se relaciona el populismo con las distintas formas de validación del conocimiento? ¿Cuál es el rol de los expertos y los datos ante este surgimiento de movimientos que defienden las “verdades alternativas”?

La gente versus los expertos

Tradicionalmente, hay dos maneras de entender el espacio político en una democracia: el modo consensual y el modo oposicional. La primera perspectiva se enfoca en aquellos aspectos que le permite a la comunidad sostenerse, por medio de los que les es común a los individuos y grupos de intereses. La segunda perspectiva pone la centralidad del espacio democrático en su capacidad de traducir disputas sociales de forma organizada y no-violenta. Detrás de estas dos perspectivas hay una tensión irresoluble inherente a la democracia liberal. El lado liberal de la ecuación esta principalmente enfocado en mantener el dominio de la ley, libertad individual, separación de poderes y una sociedad civil autónoma que pueda enfrentarse al Estado. El lado democrático puja por la manifestación de la “voluntad popular”, usualmente entendida como la voluntad de la mayoría. En una democracia liberal existe un intrincado conjunto de estructuras legales e institucionales que aseguran que la voluntad de la mayoría nunca pueda expresarse sin límite. En otras palabras, el lado liberal de la ecuación da predominancia a los aspectos de consenso, en los que las temáticas más relevantes que afectan a la sociedad han sido acordadas antes de entrar al debate público (como la defensa de las libertades individuales). La parte democrática de la ecuación da preeminencia a los aspectos confrontaciones y transformadores de la expresión de la mayoría en la esfera política.

En un sentido liberal estricto, las cosas más importantes no están abiertas a debate; en un sentido democrático estricto, todo es debatible y contingente a la voluntad de las mayorías, incluyendo aquellos aspectos que constituyen el consenso liberal.

En este marco, el populismo se sostiene en la tensión entre democracia y liberalismo, posicionándose del lado de la democracia contra el liberalismo (las llamadas “democracias iliberales”). A medida que este discurso se vuelve prevalente, instituciones como el modo en el que el conocimiento es validado, comienzan a ser cuestionados. Si el debate público es un espacio en que elites y expertos están allí, no gracias a un consenso, sino de forma oposicional contra la gente (‘los padres’ diría Cubillos o ‘las familias’ Pérez); si cada declaración es parte de una lucha entre diferentes intereses, la necesidad de legitimar conocimiento de otro modo emerge. En este sentido, existe evidencia creciente de que cuando temáticas se han polarizado a lo largo de fronteras políticas, el conocimiento se vuelve un medio para defender posicione motivadas por preocupaciones no científicas.

Una dificultad relativamente obvia que tienen los expertos para incidir en el debate público es el déficit democrático inherente: nadie votó por los expertos. Sin embargo, la mayoría de las democracias del mundo logran superar este déficit, en la medida que existan mecanismos que garanticen que el aporte de los expertos sea subordinado a mecanismos de control popular. Sin embargo, estos mecanismos solo pueden funcionar en la medida en que la población pueda creer que los expertos están allí efectivamente al servicio de esta. En este sentido, el déficit de confianza es mucho más complejo para el cumplimiento de la función de la expertiz que el déficit democrático.

Históricamente han habido diferentes manifestaciones de desconfianza hacia los de la academia. Es conocido el episodio en que Richard Nixon popularizo –en los 1950s– el término “cabeza de huevo”, en su contienda electoral contra Adlai Stenvenson, para referirse a intelectuales, carentes de sentido común, y desconectados de la gente ordinaria. Los movimientos contra expertos tienen una tradición aún más larga. Por ejemplo, Salisbury (Primer Ministro inglés) escribía en 1877: “No hay lección tan inculcada por la experiencia de la vida como la de que nunca se debería confiar en los expertos”. Más aún, hay evidencia de que este fenómeno se está volviendo más relevante en las decisiones políticas en el último tiempo. Por ejemplo, estudios recientes han mostrado que en Estados Unidos, para el público conservador, que un candidato tenga un título en una universidad de prestigio impacta negativamente en sus niveles de confianza y en el atractivo electoral. De modo similar, para 2017, inmediatamente después del referéndum del Brexit, se encontró que en Reino Unido las personas confiaban tanto en “una persona como uno”, como en un experto. Probablemente la frase que plasmó con más claridad esta aparente vinculación entre el Brexit y la desconfianza fue la del miembro del parlamento inglés, Michael Grove: “la gente ha tenido suficiente de expertos de organización con acrónimos, diciendo que ellos saben que es lo mejor”.

Los expertos contraatacan

Este contexto explicaría el esfuerzo de algunos por reinstaurar el estatus de los expertos y la voz de la expertiz. En particular, un argumento frecuentemente empleado para defender la legitimidad de los expertos para determinar las formas en que la sociedad debiese organizarse es que poseen habilidades que le permiten presentar conclusiones que provienen de lo que los datos dictaminan. En otras palabras, los expertos serían meros vehículos para que los datos resuelvan las cuestiones de nuestra sociedad.

Aunque, sin duda, hay una función fundamental de los datos en la validación de conocimiento, hay un importante peligro en esta ingenua visión del rol del experto. Detrás de la noción de los expertos como vehículos de los datos que “hablan por sí solos”, está la fantasía de un consenso que lo abarque todo. Vale decir, que en las temáticas más relevantes sobre economía, educación, cultura, y demás, no existe derecha e izquierda, conservador o liberal. Solo existirían respuestas correctas e incorrectas. Y el experto, cual sumo sacerdote, comunica a la gente lo que los datos han mostrado ser la mejor opción.

En oposición a la tendencia de post-verdad se encuentra la tendencia de post-conflicto. En la inherente tensión de las democracias liberales, este discurso se posiciona del lado del liberalismo en oposición a la democracia. Una de las características distintivas de este movimiento es su llamado a superar las disputas políticas y avanzar hacia una confluencia entre todos los principales actores políticos, superando las distinciones ideológicas (que presumen anacrónicas y sin sentido). Una confluencia que se materializaría en un camino guiado a través de la expertiz de organismos técnicos autónomos. A través de este espacio de autonomía de la técnica, la tendencia del post-conflicto reduce el ámbito de acción de la democracia a asuntos secundarios, volviendo la participación democrática irrelevante.

La emergencia de los paradigmas de post-verdad y post-conflicto son, en algún sentido, respuestas radicales a la cuestión de la validación del conocimiento. El mayor peligro con la post-verdad es su desprecio por los datos y su indiferencia respecto a los derechos humanos que precedan el debate público. El mayor peligro del post-conflicto es desprecio por el debate político sustantivo y la participación democrática.

El método

Los datos no hablan por sí solos. No existe un método empírico que supere toda incertidumbre, mucho menos las legítimas diferencias ideológicas. Sin embargo, no todo hecho está abierto a ser cuestionado. Algunas cosas han sido probadas (vacunas, evolución, calentamiento global, etc.) y otras no.

El dilema enmarcado de esta forma se vuelve una decisión entre los expertos como “vehículos de los datos” o la “gente contra los expertos”. Presentadas de este modo, ninguno de las dos opciones parece muy atractiva. Más aún, aunque ambas posiciones parecen estar en los extremos opuestos del debate, en realidad comparten bastante en su degradación del espacio político. Si el objetivo es defender el espacio de encuentro y debate transformacional que debería significar una democracia social, una tercera forma de validación del conocimiento debe sostenerse. Una forma de validación basada en datos, sin la ingenua creencia de que “los datos hablan solos”, ni un relativismo radical en que los datos quedan mudos. Tal opción debiese venir del principio de igualdad radical que subyace al ideal democrático. Necesitaría volver a los principios humanistas que superen la división entre expertos y “la gente”. Y continuando con la tradición humanista, una perspectiva como esta debiese estar basada en un método.

Defender el humanismo en el contexto actual es, ante todo, defender un método por el que nos encontramos como iguales en la búsqueda de la verdad. El método científico, además de ser la forma en que mejor podemos establecer relaciones de causalidad y predicciones, implica una visión sobre nuestro valor como seres humanos. Tus credenciales y tus intereses no debiesen ser la métrica por la cual la validez de tus declaraciones se mide. Sin importar si eres el poseedor de un glamoroso PhD en el área o posees el conocimiento aterrizado y concreto que proviene de la vivencia cotidiana, la verdad de tus proposiciones solo depende de su capacidad de sobrepasar el umbral del método científico. Pero, a la vez, existen aspectos de políticas públicas en los que solo el debate democrático puede definir un camino u otro. La política no es eso que queda cuando todas las cosas técnicas se han resuelto. La política es lo primero que se debe resolver para definir los fines. El método definirá los medios.

Esto quiere decir que necesitamos realizar un esfuerzo doble. Por un lado asegurarnos que un número cada vez mayor de personas tenga interés en entender los costos y beneficios de las decisiones que tomamos como sociedad. Particular responsabilidad le cae en esto a los que tienen acceso a los medios, como las autoridades de gobierno. Pero, por otro lado, significa que la “expertiz” no está automáticamente validada para definir nuestras políticas públicas. Una comunidad científica que no recoge el conocimiento aterrizado en la vivencia cotidiana de la gente y que no busca activamente abordar al público, se quedará afuera de los principales debates, y con justa razón.
Esto no tiene nada de novedoso. En la lucha actual entre las corrientes de la post-verdad y del post-conflicto puede que sea momento de posicionarse con los imperfectos, a veces frustrantes y radicalmente igualadores principios de la tradición humanista.

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