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Nacional

31 de Mayo de 2019

Óscar Guillermo Garretón y la crisis del Partido Socialista: “Los viejos decálogos han muerto”

El economista, subsecretario de Economía en el Gobierno de Allende y director del Metro durante el gobierno de Aylwin, fundó el Mapu y lideró una de sus facciones más radicales en los 70. Estuvo en la lista de los diez hombres más buscados del régimen de Pinochet y, junto a Carlos Altamirano, fue acusado de sedición por la Armada. De regreso a Chile tras el exilio, en los años 90 se incorporó al Partido Socialista, donde ha continuado militando desde entonces. Simultáneamente, ha sido consultor y director en varias empresas. En este documento, exclusivo para The Clinic, hace una crítica brutal a la izquierda y, especialmente, a su partido: “Debemos matar el orden establecido socialista, para construirle un futuro al socialismo”.

Por

Pensando en el PS, recordé a Albert Camus, ese libertario al que admiro cada vez más como persona y escritor: “Nací… en la izquierda, donde moriré, pero cuya decadencia me resulta difícil no ver”. Su pasión y desazón me calaron hondo. Admiro su obra, pero más aún su consecuencia de libertario, para rebelarse contra la sumisión a Stalin en la que cayó toda la izquierda e intelectuales de su tiempo, como Sartre o Simone de Bouvoir; hasta el punto de justificar sus crímenes y atentados contra la libertad del ser humano.

Me motiva también no diluir responsabilidades en un colectivo donde nadie y todos son culpables. El silencio cómplice también nos hace responsables. Quisiera que el PS contenga futuro. Si no lo logra, languidecerá.

Para la derecha, su degradación y envilecimiento proviene de la mutación de libertaria en opresiva y para la economía de mercado, la desviación monopólica, desigualadora. Pero también existe una degradación de la izquierda producto de sus visiones y prácticas desde el siglo XX en adelante y de su manifiesta incapacidad para pensar y asumir el cambio de dimensiones planetarias, políticas, económicas, científico-técnicas y culturales de este siglo XXI.

El capitalismo y la globalización no le ha abierto paso a la izquierda. Peor aún, a veces se lo han abierto a la ultraderecha. Llevamos una cadena secular de derrotas desde el siglo pasado: la caída de la URSS y del movimiento comunista que marcó la izquierda del siglo XX, dejando una secuela de renuncios, miserias, hambrunas, envilecimiento de los sueños y crímenes monstruosos. Lo que fue en Cuba una revolución innovadora, repta en medio de la miseria y del inmovilismo senil. Corea del Norte engendró una monarquía hereditaria represiva, belicista y hambreadora. Venezuela y su “socialismo del siglo XXI” viven una crisis política, moral y económica de alcances nunca vistos. En Nicaragua un comandante sandinista funge como variante de dictadura bananera. En tanto, Marine Le Pen en Francia, el Brexit en Inglaterra y Trump en EEUU nos dicen que es la ultraderecha una gran intérprete de los desamparos provocados por la actual coyuntura del capitalismo global.

Tengo la convicción que estos fracasos de la izquierda, provienen principalmente de su incapacidad para corregir presuntas certezas originarias que no pasaron la prueba de la realidad; y en especial, de su mutación de socialista en estatista y de libertaria en autoritaria, bajo la batuta de Marx, Engels y Lenin. La consecuencia fue el paso del idealismo redentor de trabajadores y excluidos, a la burocratización como motivo y motor dominante en su vida. Esa evolución transforma a la izquierda en un cuerpo extraño y ajeno al siglo XXI.

También tuvimos nuestra propia derrota en la UP. Fue una derrota política de magnitud monumental, solo su desenlace fue militar. De ella salimos mejor librados por dos razones. La muerte épica de Allende conmocionó al mundo, minimizó nuestros errores y nos dio espacio para recapacitar sin la obligación de defendernos por lo obrado. Después, por la visión y coraje renovador de los socialistas para desentrañar las causas de la derrota y construir cambios profundos en su concepción de la política.

Quizás el más grave error político de la renovación socialista fue no sincerar que lo que hacíamos, era por convicción. Nunca transparentamos que lo central de ella fue una crítica radical de lo que hicimos en la UP; diseccionar sus errores para cambiar las respuestas. Luego cometimos otra falta. Preferimos no contradecir la cultura dominante en las filas socialistas y argüimos, con ademán justificativo: “Qué quieren. Los amarres de la dictadura no nos dejan hacer más”. Así entonces no sembramos renovación, sino conservación de lo mismo que nos llevó a nosotros a la derrota de 1973, y al grueso de las izquierdas del mundo en el siglo XX y comienzos del XXI.

La crisis actual de toda la política chilena ante su ciudadanía oculta una realidad. La izquierda tiene una responsabilidad mayor que la derecha. La crisis de la política es ante todo de la fe en que la izquierda estaba con ellos, que era “pura y sincera” y que sabía hacer las cosas.

No solo en Chile. Es el cambio de mundo, la mayor transparencia sobre la verdad de la vida política cotidiana, la burocratización y corrupción de las vidas partidarias, los niveles sorprendentes de ineficiencia alcanzado por el Estado en esta sociedad moderna que lo desborda. Es el nuevo planeta y sus sociedades de diversidad creciente, conectividad global, democratización y sofisticación del conocimiento; con su escepticismo en los otros y las sensaciones de desamparo provocadas por una redistribución planetaria del poder económico, así como de riquezas y pobrezas; con desafíos nuevos como el calentamiento global, la protección de los océanos, las redes interconectadas globalmente o la inteligencia artificial, ausentes en los manuales clásicos del socialismo; con el hecho que pobres y acosados por la violencia han roto los cercos nacionales y migran: no tienen patria, o es la suya aquel lugar en el que sueñan vivir para dejar atrás miserias, incertidumbres y violencias.

Mi esperanza es que más de una vez el socialismo chileno ha sido fuerza innovadora en la izquierda mundial. Lo fue al nacer, lo fue en la ruptura con los crímenes de Stalin y en el apoyo a Tito, también con Allende en tiempos que la guerrilla estaba en el altar mayor. Lo fue con la renovación socialista.

La tarea es inmensa y no se si terminará bien. Dicho en pocas palabras, creo que debemos matar el orden establecido socialista, para construirle un futuro al socialismo.

El viejo fuego del mirar

En el siglo XIX algunos se proclamaron socialistas, legándonos una denominación identificadora que por trillada hoy nadie entra a pensar. Debieron quebrarse la cabeza pensando como bautizar ese sentimiento y proyecto balbuceante.

Concordaron en que la palabra que mejor los interpretaba era …socialista.

Si así se denominaron es porque valoraban por sobretodo su sociedad, la predominancia de lo social sobre toda otra consideración. Una sociedad injusta a revolucionar. Una sociedad motor del cambio. Una sociedad nueva. Una sociedad sujeto de sí misma, regida por un contrato social. Una sociedad que sea algo más que una suma de individuos en un territorio.

De esos orígenes son figuras precursoras como Rousseau y su “contrato social”, también Saint Simon, Owen, Fourier, Proudhon, Blanc, Leroux, hoy tan olvidados como sus ideas, diversas y hasta contradictorias entre sí, locas o perversas algunas, visionarias otras.

El socialismo nació como un jardín de mil flores, búsqueda a tientas, necesariamente libertaria para tener la fuerza creativa de cuestionarse y discrepar. Pero llegó Engels, los descalificó a todos motejándolos de “socialistas utópicos” y dictaminando que el único “socialismo científico” era… el suyo y el de Marx.

Tras Marx, Engels y Lenin, vinieron sus discípulos. Deformaron el pensamiento socialista y son responsables de sus más estruendosos fracasos y crímenes en el siglo XX. En ellos, “la sociedad” que motivó la definición de socialistas, no fue más que una referencia en último término. Peor aun, la transformaron en mero paso intermedio hacia otra sociedad que denominaron “comunista” y proclamaron más perfecta que la socialista. La clave, el objetivo, el camino, dejó de ser la sociedad. Fue el Estado. Lo dijo Marx, pero sobre todo lo plasmó Lenin como artículo de fe en “El Estado y la Revolución”. No era la sociedad la clave de la revolución, era el Estado. El ser de izquierda se hizo inseparable de un sello estatista.

¿Ha pensado que si esa era la clave, habría sido consecuente denominarse partido estatista?

Resulta obvio, indiscutible para mí, que en este siglo XXI, socialismo y estatismo han dejado de ser sinónimos. Irrumpió en el escenario la gran subsumida, la olvidada: la sociedad. El mundo cambió. Las sociedades, en lo bueno y malo que contienen, ganan poder ante el Estado. La economía global, las redes sociales vía internet y un pueblo más culto y próspero, orgulloso de logros que asocia más con su esfuerzo que con el Estado, han redefinido a la baja la autoridad de aquél. El mundo de hoy es más desestatizado que nunca. Una toma de gubernamentales palacios de invierno tiene bastante menos importancia que un siglo atrás. Imponer socialismo desde el Estado a la sociedad pudo ser viable en 1917, pero ya no lo es. A lo más, puede dañarla.

No merecería llamarse socialista quien no hace de su pueblo y de su sociedad, su hogar natural, objetivo central de sus desvelos y afanes. Si su obsesión está en el Estado, en lo que este puede hacer, en las posiciones burocráticas que abre a quienes acceden a él, en fortalecerlo agenciándole más recursos, en definitiva en aumentar su poder de gestión y control de la sociedad, entonces debería llamarse estatista. En su derecho está. Pero no es socialista. Estado y sociedad son amores diferentes y no pocas veces, incompatibles.

Y más allá de las referencias al pasado socialista, aunque todo hubiera sido antes identidad entre socialismo y estatismo, este legado leninista ya no sirve. Una sociedad de dictadores y partidos únicos, sin políticos electos, así como sin economías de mercado, engendra monstruos y miserias que, más temprano que tarde, las sociedades aventan. La burocratización de la izquierda, su vínculo siamés con el Estado, es una de las amenazas más serias a su raíz social, socialista y, por ende, a su vigencia.

El mesianismo profético del marxismo leninismo y su pretensión de ser “socialismo científico” no fueron capaces de profetizar nada de lo que ha ocurrido en la historia del siglo XX y de los inicios del XXI. El siglo XXI con sus cambios y el siglo XX con sus balances, obligan al socialismo del mundo entero a repensarse.

La llave para enfrentar y abrir el futuro, es esa verdad fundacional olvidada. En la vida de las sociedades no hay dos protagonistas en pugna o colaboración: mercado y Estado. Hay tres. Lo intuyeron algunos de esos padres fundadores que buscaban a tientas. Hay otro actor decisivo, especialmente para un socialista. Es la sociedad. Aquella cuyos favores obsesionan a mercado y Estado. Aquella que contiene el protagonismo del cambio y que a medida que el capital cede al trabajo y el conocimiento humano es el motor creador de valor, más potente se hace y más rebelde hacia los militantes del mercado y del Estado.

No planteo con esto el fin del Estado o del mercado. Ni uno ni otro son prescindibles, aunque su rol cambia con el mundo. Habrá estados en el futuro, pero los queremos al servicio de la sociedad, no de las burocracias militantes. El reverso de esta realidad es una vida partidaria de izquierda cada vez más dependiente del sustento que le da el Estado y no de la sociedad a la que proclama servir. Como consecuencia de esto, termina estatizando su visión de las cosas y privatizando el Estado con la captura de posiciones en él.

Asimismo, habrá mercados; demonizarlos o pretender hacerlos desaparecer desde Estados que no abarcan su globalidad, es ilusorio. Son parte de la vida social y en todos los lugares se han mostrado mejores para las mayorías que las economías estatistas. Pero su clave, al igual como ocurre con el Estado, es que esté al servicio de la sociedad y tenga las regulaciones que impidan sus persistentes derivas monopólicas y desigualadoras, haciéndolo marchar hacia una competencia cada vez más completa, antidiscriminatoria.

En el mundo de hoy no hay que temer al cambio, sino al inmovilismo. El socialismo no puede ser bíblica estatua de sal mirando al pasado. Debe cambiar si quiere sobrevivir.

Una paternidad socialista visionaria

Para la ortodoxia, lo anterior es sospechoso de no ser socialista. Poco me importa. Las categorías “capitalista” y “socialista” tienen tan distintas y contradictorias versiones que sirven cada vez menos para dar identidad a algo.

Mi mensaje es otro. El socialismo tiene vetas más ricas y amplias que los engendros de Lenin y Stalin prolongados culturalmente hasta hoy. Más aún, cualquier avance que signifique más hegemonía de la sociedad sobre el Estado, solo puede alegrar a un genuino socialista.

Creer que la solución es tener empresas estatales, bancos y AFPs estatales, hospitales construidos por funcionarios, escuelas dirigidas por funcionarios y un largo etcétera, solo conduce al imposible de intentar paralizar una sociedad cada vez más incontrolable por él. Transformar en ideal revolucionario el burocratizar, ya se probó un fracaso para los postergados, los maltratados, los humildes, las mujeres, los discriminados.

El debate entre capitalistas y socialistas lleva ya tres siglos. Hay tiempo suficiente para analizar en qué acertó cada cual y en qué no. Lo resultante hoy, no es lo pronosticado por ninguno de los dos. Hay ingredientes socialistas que surgen triunfantes de estos tres siglos…así como los hay también capitalistas. Los triunfantes de ambos se han transformado en consenso de humanidad.

Este siglo es más socialista que el anterior. Tiene más centralidad en el trabajo que en el capital. Pero para entenderlo debemos deshacernos de los constructores de atajos del siglo pasado, con sus engendros fracasados.

La central teoría de la plusvalía ha triunfado en este siglo y por eso mismo, se desplomó ese esperpento conocido como URSS y movimiento comunista internacional. Ya nadie discute que lo que crea valor es el hombre y sus conocimientos, no el capital material de rápida obsolescencia.

La visión inicial de creación de valor estaba, como siempre ocurre, condicionada por la realidad en que entonces se pensaba. No incluyó todas las variantes de creación de valor por parte del ser humano. Se congeló el pensamiento en la suerte del “proletario”, categoría social que se postuló en expansión frente a una cada vez más reducida y concentrada burguesía. Una sociedad homogénea, solo de “burgueses y proletarios” (predicción errada de Marx).

Pero poco a poco se impuso la creación humana de valor y se demostró errada la apuesta por un proletariado en expansión y pauperización. Surgieron la creación científica masiva, las profesiones y carreras técnicas, la especialización en cada actividad productiva, la diversidad creciente. La cada día más potente contribución humana a la creación de valor, volvió anacrónica la identidad de “proletario”, de “clase obrera”. Cada vez es más especialista en algo y si no lo es, pugna por serlo, o que sus hijos lleguen a serlo. La complejidad y extensión planetaria de la cadena económica y social profundiza esta realidad y agrega en ella cuestiones que originariamente no podían verse, aunque hace rato lo son. Por ejemplo Schumpeter hizo una distinción crucial entre capitalista y empresario; siendo el primero quien aportaba capital, pero el segundo quien tenía la capacidad para hacerlo crear riqueza, con la cual el capitalista no tenía por qué contar. La capacidad empresarial es otra capacidad humana creadora de valor.

Seguir creyendo que la propiedad del capital material es lo que define el ser capitalista (pro propiedad privada) o socialista (pro propiedad estatal) es haberse congelado en el pasado. Es ser incapaz de asumir el más importante triunfo intelectual del socialismo, quedándose anclado en una visión decimonónica del socialismo y el capitalismo. Los capitalistas en cambio, con mayor flexibilidad, rápidamente pasaron a apropiarse de la “sociedad del conocimiento” y pontificaron sobre “el capital humano”. La concepción socialista de que es el ser humano el principal factor de creación de valor, es hoy un consenso de humanidad.

La versión estatista y funcionaria de socialismo, propia de tiempos idos donde el Estado ocupaba la cúspide de la pirámide social, se demostró menos capaz de dar vuelo a esa creación de valor centrada en el ser humano. El hervidero de una sociedad donde todos pueden inventar, emprender, imaginar, sin estar sometido al visto bueno previo de un funcionario, resultó imbatible.

El desafío socialista, como ha sido en cada tiempo histórico, no es hacer profesión de fe en los dioses que otros crearon.

¿Qué nos pasó?

La derrota sufrida en la última elección presidencial es de una envergadura solo superada por la derrota de 1973. Se requerirá la misma entereza y coraje de entonces para enfrentar los errores cometidos y construir nuevas respuestas.

Es ya evidente que la dirigencia de esa coalición se conformó por el ansia de volver a estar en el gobierno y no por un proyecto de país o una coincidencia programática. Lo han confesado públicamente.

Acertaron con la consigna de la “desigualdad”, gran reivindicación de esa clase media emergente que reclamaba más espacio en “el modelo”, más certezas de no volver atrás y deseos de seguir avanzando. Fue lo más lúcido de la coalición. La desigualdad no es visible para la extrema pobreza, pero sí para la clase media.

El lado oscuro del “modelo” quedó al desnudo con ese 30% de chilenos que abandonó la pobreza y accedió a la sociedad de consumo, a la universidad para sus hijos y a la conciencia de diferencias antes invisibles. Convencidos que lo logrado era por su personal esfuerzo, asumieron banderas de igualdad, más como oportunidad personal de subir en la escala social que como sueño igualitario.

La campaña sobre las desigualdades tocó fibras sensibles de las mayorías y descolocó a una derecha incapaz ideológicamente de asumir esa bandera; identificó en los empresarios y “los ricos” al culpable y merecedor del altar de sacrificios; transformó en necesaria la renegación de su propio pasado político, porque era también el de desigualdades que ahora se abominaban y prometían erradicar.

Sin embargo ese era solo diseño de referencia, para una coalición con la mirada más puesta en los tiempos que la precedieron que en el futuro; también, en la nostalgia de volver como sea y para lo que sea al aparato estatal. Hizo un paquete indiferenciado con 40 años de historia. Renegaron de su obra previa. Todo era continuismo, injusticia, complicidad con los ricos, los dictadores, los abusadores. Se reinterpretaron los procesos, se tildaron de farsas todas las rupturas y cambios históricos. Se hizo un listado de las miserias de ese período de 20 años, que a su juicio solo cambiaba la apariencia de las cosas.

La realidad ha dejado en claro que existía una consigna movilizadora, pero ni atisbos de programa y menos proyectos estudiados. Ese batiburrillo de diagnósticos, consignas y promesas, crearon una fosa infranqueable entre las expectativas de la gente y lo que el gobierno ofrecía. La improvisación, el exabrupto corregido a destiempo, la chapucería transformada en habitual, la toma por asalto del botín estatal con sus miles de “pegas”, los honorarios millonarios, los honores y privilegios mareadores, fueron su sello.

Tampoco se entendió qué era y anhelaba esa clase media emergente, transformada en factor central de la política.

Vieron los movimientos de 2011 como estudiantiles, cuando no lo eran. Los estudiantes fueron solo punta de lanza de un movimiento clasista y familiar que resentía las diferencias de calidad en la educación y veía ahogarse en costosos aranceles, sus sueños de padres. Creyeron ver en esos movimientos la demanda de “cambio de modelo” cuando la demanda era ensanchar espacios dentro del modelo. Cuando la familia de la nueva clase media comenzó a alarmarse con una reforma que agredía a la educación particular subvencionada donde estudiaba la mayor parte de sus hijos y el movimiento estudiantil se radicalizó, la “calle” de 2011 se bifurcó. Su parte estudiantil, en la misma medida de su radicalización, perdió influencia social; y la otra clasista y familiar, como reflejan las encuestas, rechazó las reformas educacionales del gobierno que agredieron su opción educacional por excelencia.

La política se equivocó también en su diagnóstico sobre el impacto de la reforma tributaria. Era necesaria y hubo propuestas que recaudaban tanto o más que la actual, entre otras cosas por no tener impacto negativo en el crecimiento. Los empresarios estaban bastante resignados a ella. Pero la que se implementó se equivocó con la empresa, por desconocerla. Cuando más tarde percibió las consecuencias, el gobierno se alarmó y a poco andar vimos a los mismos que las descalificaban, llamándolas melosamente a una “alianza público-privada” y redestinando recursos de la reforma tributaria a intentar reactivar una economía afectada por esa misma reforma. Con un mínimo de confianza y conocimiento mutuo, no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Hoy es claro que la reforma no la han pagado “los ricos”. La pagó el sector productivo del que dependen la actividad económica, pero se le alivió la carga a los rentistas y también, nuevamente, la pagó esa clase media emergente. Fue así como llegamos al hecho inusual de que un aumento de impuestos, justificado para mejorar la educación, su demanda más sentida, contó invariablemente con más rechazo que aprobación en la población.

Los errores antes señalados se potenciaron al persistir en ellos, atribuyendo los rechazos a meras “fallas comunicacionales” o menospreciándolos, con la arrogancia paternalista de considerarlos pasajeros, propios de la cultura “conservadora” que resistía a la “contracultura” progresista naciente.

Todo eso ocurrió antes que detonaran los casos de Penta, Caval, SQM, etc. Ellos fueron grandes guindas de una torta horneada ya antes. Una política que imponía reformas que no calzaban con los anhelos de quienes habían votado por hacerlas, ni tampoco con una economía sana, se develó además como corrupta, intervenida por intereses privados y profitadora de influencias nacidas del voto ciudadano.

Caval y SQM provocaron el desfondamiento de la credibilidad en quien monopolizaba la fe en la política, Michelle Bachelet. Cuando eso se vino abajo, todo el tinglado de la coalición, cayó en pedazos.

Su real “legado político” fue entregar el gobierno a la derecha, ayudar a generar una nueva izquierda más radical por el flanco izquierdo de la tradicional, provocar el fin de la centroizquierda como coalición, una imagen de corrupción y abuso fiscal y, algo aun más trascendente: hasta antes del gobierno de la Nueva Mayoría, la centroizquierda era dueña del prestigio de garantizar buena gobernabilidad en beneficio de todos. Esa fue razón de su prolongado gobierno en tiempos de Concertación. Pero en la última elección, fue la derecha la que profitó de ese prestigio del que antes carecía y que la Nueva Mayoría le cedió.

El acercamiento inexorable de los eventos electorales desnudó la ausencia de un proyecto coherente de futuro. Lo demás era ya pasado. De esa ausencia de proyecto de futuro partimos hoy.

Lógicas comunes antes de proyectos comunes

La realidad se cuela por entre las palabras y adquiere fundamento práctico la desconfianza ciudadana en la política. Esta ha perdido la razón de ser que da sentido a su rol social. Una burocracia sin proyecto de futuro alguno distinto a sí misma, no es capaz de revertir desconfianzas. Y las naciones fuertes no se construyen principalmente a partir de su pasado y tradiciones, sino de la capacidad para consensuar e implementar perseverantemente un proyecto de futuro que haga sentido a mayorías ciudadanas; y una tras una lógica compartida.

Allende tuvo proyecto de futuro, todo su gobierno tuvo un propósito compartido, por más que visto desde hoy resulta legítimo dudar de su viabilidad histórica y acierto. La dictadura tuvo proyecto de futuro, por más que formáramos parte de los perseguidos y excluidos. La Concertación fue aún más: lideró por 20 años un proyecto nacional con lógicas compartidas que impregnaron todo su quehacer y transformaron su período en el más exitoso de la historia patria.

El sentido profundo de la política es encarnar un proyecto de futuro. La despolitización es de su responsabilidad. Tampoco una sociedad mercantilizada es culpa del mercado. No se puede pedir al mercado lo que no puede dar y éste, que ha existido y existirá siempre, no condena a todas las sociedades a ser sus esclavas. Es responsabilidad de la política contener un proyecto de sociedad que supere y subordine la parcialidad del mercado.

Todo proyecto de futuro trasciende la duración de un gobierno. Son lógicas prácticas para dar coherencia a personas y tareas muy distintas.

La renovación socialista las tuvo y fueron clave en la perdurabilidad de sus gobiernos. Otras lógicas se requieren para nuevos tiempos, pero las de entonces mantienen vigencia y el menosprecio a ellas es una de las razones del fracaso de la Nueva Mayoría:

1) La democracia y los derechos humanos no son relativizables, sino parte integral de nuestra visión.
2) Los cambios, mientras más profundos, más amplias las fuerzas sociales y políticas comprometidas con ellos que se necesitan y por ende más graduales los cambios (en alianza con el centro pueden haber sido menos llamativos que los de la UP, pero perdurables y sin retrocesos).
3) La lucha por una sociedad más justa y equitativa es interminable, no hay triunfo final ni paraíso terrenal, cada avance y cada generación tienen su tarea pendiente en un mundo cambiante.
4) Rechazo categórico a la violencia y a la lucha armada, no por razones tácticas, sino porque en ella siempre ganan los violentos y armados de uno de los bandos, pero nunca los pueblos, que solo construyen para ellos a partir de la única igualdad que de verdad iguala el poder de cada uno: el voto.
5) No hay economía viable en el siglo XXI sin una combinación de mercado y regulaciones que corrijan sus imperfecciones y distorsiones, sin empresas privadas, sin una política fiscal rigurosa que asegure a todos equilibrios macroeconómicos indispensables para que los pueblos no paguen las consecuencias de la irresponsabilidad fiscal de quienes no quieren límites en sus ansias de repartir y repartirse, o consideran que la economía es para después del triunfo final.
6) Toda democracia fuerte es de acuerdos entre los representantes de una “polis” cada vez más diversa y consciente de su diversidad.
7) Impecabilidad en el ejercicio de la función pública y en el diseño de políticas públicas, más aun, con un pueblo cada vez más educado, informado y consciente de sus derechos.

O sea, una cultura, una forma de pararse frente a la realidad, inspiradora de toda la diversidad de interpelaciones que la sociedad hace a la política, tejedora de complicidades transversales.

¿Qué puede ser en el Chile de hoy un proyecto de futuro?

1.- Ser descarnadamente crítico con nosotros mismos. No tener piedad ni permitirnos complacencia alguna, actuar con la implacabilidad con que tratamos errores de otros que nos afectan gravemente. Debemos desentrañar a fondo en qué nos equivocamos. Es desgarrador porque significa un juicio a nosotros mismos, pero si no lo hacemos, es imposible salir del pantano.

Con todo, la magnitud de esta derrota es distinta a aquella trágica de 1973. Pero, si somos sinceros, la gestión de la Nueva Mayoría nos ha hecho perder autoridad moral y política para gobernar Chile en beneficio de las mayorías y de la nación como un todo.

2.- Darle centralidad a nuestra opción por la sociedad, en vez de hacerlo por el Estado o por el mercado. En eso se juega el nodo de un reposicionamiento del PS.

En el último tiempo la política ha respondido más a los contingentes politizados cercanos, a “militantes-clientela” y a burocratizadas organizaciones sociales avejentadas, de padrinazgo político, que a las mayorías. O sea, a minorías. Insistir en ello solo prolonga la bancarrota.

Debemos salir de la trampa dicotómica de Estado versus mercado. Ser sociedad y no partidocracia. Combatir la privatización de la política y la vida partidaria, en beneficio de quienes la ejercen a tiempo completo. Pensar a partir de mayorías que no encajan en los conceptos que de ella se había hecho la izquierda de los siglos anteriores. Esas mayorías tienen un arco iris de diversidad y ya no interpreta a nadie visiones clasistas de ellas, en permanente enfrentamiento con otras partes de la sociedad. Comprenden que necesitan un pacto de convivencia nacional que vaya mas allá de ellas mismas, para que Chile funcione y sus anhelos se satisfagan. Abominan de la confrontación y el desacuerdo, de las retroexcavadoras. Quizás se puede hasta ganar una elección, más aún cuando el voto voluntario facilita rebajar el valor de la mayoría en beneficio del voto duro. Pero lo que de allí salga no será sino la prolongación de la lógica parasitaria Estadodependiente de una casta y no un país del cual las mayorías y también las minorías sean dueñas.

La desigualdad es un clamor nacional, hay que darle respuesta. La gran demanda no es el cambio de modelo sino más espacio dentro del modelo que los sacó de la pobreza. No es igualar, sino dar seguridades de no retroceder y entusiasmo por la prosperidad individual de quienes lo logran. Sin reformas que promuevan la protección y la movilidad social de verdad, no existirá un proyecto de nación. Las obsoletas respuestas de un igualitarismo y un clasismo “demodé”, propios de una izquierda de la primera mitad del siglo XX, no están a la altura del pueblo chileno de comienzos del siglo XXI.

3.- Las mayorías no son “la calle”. Salvo excepciones claras, como la gran marcha feminista, la calle es lo más cercano a la militancia y en la medida que más radical sea, menos interpreta a la mayoría. Estas tampoco aceptan ser representadas por entidades corporativas apadrinadas por la política, so pretexto que representarían a muchos en ámbitos específicos. El desprestigio de la CUT, es un caso.

La política está consagrando su destrucción, sumando a su sordera hacia las demandas de la mayoría, una simulación de escucha vía otorgar a algunos de la misma casta burocrática, representaciones sociales que no tienen.

4.- En el siglo XXI ni es posible, ni las mayorías toleran, concebir una economía sin mercado y sin empresa privada. Pero la empresa tiene una deuda enorme con su sociedad. No se trata de darles en el gusto, ni perdonarles sus abusos. Se trata de que las regulaciones los tengan en vereda, impidan las asimetrías propia de una economía con tendencia a la concentración como la chilena, desarrolle cultura y estrictas normas éticas, pero al mismo tiempo darle amplio espacio para que cumplan su decisivo e irremplazable rol social: generar crecimiento, empleo y riqueza. Lo demás no es izquierdismo sino anacronismo.

Por 25 años nuestra población y especialmente su nueva clase media, hicieron parte de su cultura tres verdades hoy amenazadas: que había pleno empleo y por ende certeza de trabajo, que todos los años los salarios reales y su calidad de vida mejoraban un poco y que, así las cosas, endeudarse para anticipar consumos era de bajo riesgo. La agresión a estos sentidos comunes ciudadanos está provocando profundos cambios en la aproximación de la sociedad con la política. La recuperación de nuestro dinamismo económico es un tema político central e insoslayable de cualquier proyecto de futuro.

5.- Propiciar y construir una sociedad de la creatividad, la innovación y el emprendimiento es condición para sobrevivir y prosperar en el mundo cambiante de hoy. Eso solo puede hacerlo una sociedad libre, con alas para volar, integrada al mundo. Jamás una sociedad y una economía estatizadas pueden lograrlo.

El sentido de trabajo en equipo, la capacidad para adaptarse al cambio y ojalá de anticiparse a él o mejor aún crearlo, la resiliencia en vidas que arriesgan más altibajos, el estímulo a razonar más que a aprender cosas estáticas, son requisitos indispensables para la vida humana y por ende de nuestra vida partidaria.

Eso supone un nuevo paradigma del ser empresario y el socialismo debe impulsarlo. Las empresas están forzadas a tener conciencia de lo colectivo y una política social cada vez más activa y sofisticada. En el mundo de hoy, la empresa se está politizando, en el mejor sentido de la palabra. Para que le vaya bien en sus propósitos privados, debe pensar desde los intereses de todos, no solo desde los suyos propios. Ser parte de la sociedad.

6.- Tampoco hay proyecto de futuro solo basado en el mercado. El mercado es lo que es. Y entre sus virtudes no se cuenta el luchar contra el consumismo, o contra la creación de riqueza. Es ridículo y peligroso intentar “desmercantilizar” el mercado.

La carencia de fondo no es suya. Es el vacío de un proyecto de sociedad que sea algo más que mercado. El mayor factor de mercantilización de la vida social es la privatización de la política; la sustitución de la preocupación por la “polis”, por la preocupación por la carrera o destino personal. La mercantilización no es sino la mercantilización de la política. La orfandad de un proyecto de futuro para todos y no solo para sí.

7.- El cambio de la política es, por lo dicho, condición sine qua non de un proyecto de futuro. Hay que construir una política culturalmente distinta a la actual.
Es necesaria una regulación de los partidos políticos que asegure una democratización, apertura y combate al clientelismo. Este es un nudo del cambio de la política. La vida de los partidos está degradada. También la del PS.

Debemos revertir el que los mejores de las nuevas generaciones huyan de la política, porque eso deteriora la calidad de su reclutamiento. Son muy pocos y raramente los mejores, quienes hoy cruzan las puertas de los partidos. Las primarias abiertas, para las candidaturas de representación popular de los partidos debería implantarse y puede ser sano establecer límite a las reelecciones, así como una cantidad de candidaturas mayor al número de cargos en disputa para abrir más oportunidades a los no incumbentes.

El voto voluntario y la alta abstención consecuente, potencian el voto duro y por ende el valor electoral de esa minoría más militante que cada vez es menos querida por la mayoría. Esto debe ser cambiado si queremos escuchar a mayorías ciudadanas cuyo voto es hoy cada día más blando y distante de la militancia.

Pero junto a esto, se necesita otra cotidianeidad de la política. Pensar el país, formarse, vivir con la ciudadanía, debatir, preocuparse por la formación y cultura política de la militancia. La política requiere buenas políticas públicas, pero es más que eso. Es construir un sentido compartido para la vida en sociedad.

8.-El mundo cambia a velocidad creciente arrastrado por los frenesís de la revolución científico-técnica y digital. Todo está cambiando. La medicina por la biotecnología y la enormidad de variantes nacidas de la revolución digital, la educación y la obsolescencia rápida de los conocimientos, la robótica, la gestión a distancia gracias a la “internet de las cosas”, la revolución que la inteligencia artificial nos anuncia. Millones de trabajos nacen y se destruyen. Capacidades y competencias que hoy no existen, serán la demanda de mañana. La libre competencia global será la bandera de los pobres del mundo frente al proteccionismo de los países centrales afectados por los avances igualadores de oportunidades de crecimiento con países del Tercer Mundo.

Así mismo, debemos prepararnos para un mundo más tensionado y cambiante por su paso a realidad multipolar. Los próximos decenios estarán marcados por la interacción permanente entre EEUU, China e India, los tres colosos globales de este siglo.

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Todo esto, no ha estado jamás en las grandes definiciones del PS. Lo desafiante y urgente es que está ya en las mentes y la vida cotidiana de toda la sociedad.

En otras palabras, hay una visión de país para 30 o 50 años que debemos construir y compartir. La derrota vivida, el cambio vertiginoso de la vida humana, la crisis de las elites y de sus paradigmas, transforma en condición de sobrevivencia un PS con un nuevo decálogo, nacido del análisis descarnado de lo que nos ha llevado donde estamos y dotado con contenidos propios del siglo XXI. Es una concepción de ser socialista la que se agotó.

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