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Opinión

1 de Agosto de 2019

Columna de Maliki: Face App

Cuando el FaceApp invadió las redes sociales me acordé de mi juego de niña. ¿Cómo será mi cara llena de arrugas?, ¿me importará?, ¿me gustará mi imagen en versión octogenaria?

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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A los seis años me imaginaba de viejita mirando mi cara llena de arrugas frente al espejo. Quizás lo pensaba porque todas las noches veía a mi mamá untándose el rostro con cremas. Recuerdo su olor y el beso oleoso que le daba antes de acostarme. Cada cumpleaños o navidad ella pedía lo mismo: una cremita. Siempre he pensado que por su nariz respingada, ojos grandes, labios finos y cuello largo mi mami pertenece al grupo de las mujeres lindas. Aunque a sus 30 años seguía tersa y lozana, yo me daba cuenta que su imagen ya no era la misma que la de su foto de matrimonio a los 21. A mi corta edad ya sabía que la imagen corporal cambia inevitablemente y que las arrugas siempre van a aparecer. ¿Cómo sería cuando yo tuviera arrugas?, porque por mucha crema Ponds que usara, el tiempo sería implacable con todas, con las lindas y con el resto.

Yo era del resto. Afortunadamente siempre tuve la piel grasa, despertaba con los cachetes llenos de aceite natural y la primera vez que usé una crema de noche como un hábito fue después de cumplir 40. A veces he llegado a sentirme del grupo de las lindas, pero tras un gran esfuerzo de producción (kilos menos, ropa, maquillaje, oscuridad, simpatía o su buen ángulo fotográfico). Cuando era preadolescente y mis compañeras del colegio se pintaban y arreglaban para las fiestas, yo usaba lentes poto de botella, llevaba el pelo corto con permanente (no sé en qué estaba pensando), usaba el jumper debajo de la rodilla y amaba estudiar y rezar. Cuando me puse a pololear me hice artesa y sentía que querer verse linda era superficial y banal. Cuando fui punk era fea con estilo. Tenía muy claro que mi tipo de belleza era “interna”. De adulta tomé varias veces la decisión de transformarme en linda, pero como todo proyecto con objetivo, siempre volvía a mi estado natural una vez cumplido.

Cuando el FaceApp invadió las redes sociales me acordé de mi juego de niña. ¿Cómo será mi cara llena de arrugas?, ¿me importará?, ¿me gustará mi imagen en versión octogenaria? Para las mujeres tener canas y arrugas no es lo mismo que para los hombres. El galán maduro de sienes plateadas es un ícono, se vuelve “interesante”.  En las mujeres es distinto, podemos aprender a llevar las canas y arrugas con dignidad y sin “cara de velocidad”, pero hay que hacer esa pega.  Hay que hacer un trabajo psicológico y espiritual para aceptar que el tiempo, las emociones y las consecuencias de nuestros hábitos alimenticios y de comportamiento, dejen sus huellas en nuestros cuerpos. Cuerpos que nos ha costado mucho reconquistar de tantos estereotipos machistas.

Por eso en un principio me negué a bajar la aplicación. Sentí el miedo patriarcal murmurando en mi oído, diciéndome que la vieja canosa seguro es frígida y loca y que la piel arrugada no solo es fea y poco sensual, sino que nos condena a la invisibilidad y la inutilidad. Pero como me estoy educando en el feminismo, ese pensamiento de hombre rancio se diluyó y en cinco minutos estaba con el cuello encorvado y turnia buscando fotos y subiéndolas para transformarme en anciana express. 

El ataque de risa fue explosivo. No podía parar. Yo creo que era nervioso. FaceApp es muy buena, no parece un truco, se ve real. Después de reírme de mí misma como si fuera un espectáculo circense, y de mandarme por wasap a mis amigas y subirme a las redes como millones de personas en el mundo, la euforia decantó y vi una viejita arrugada, cachetona y sonriente que quizás cuántos libros feministas ya se leyó, cuántas historias atesoró, cuántas lecciones aprendió, cuántos libros dibujó, cuántas pinturas pintó, a cuántos alumnes enseñó, cuántas maratones de series se mandó y cuántas experiencias compartió con sus hijas y posibles nietes. Vi una viejita que ya nada le importa, porque se acerca su fin.

Después me miré al espejo y me encontré tan joven y hasta linda que me dieron ganas de volver a comer sano, de viajar con mis hijas, de escribir un libro nuevo, de ordenar mi escritorio, hasta de salir a correr, porque sentí que estaba a tiempo de aprovechar lo que me quedaba de juventud, porque por mucha crema de belleza o botox que exista, la muerte siempre vendrá a buscarnos. La cosa se acaba o se recicla, pero morimos. Todes.

La subida explosiva de autoestima me duró menos que el sabor de un chicle, hasta que apareció la noticia de que FaceApp era un virus ruso que te robaba los datos personales para fines maliciosos. Después de ver Chernobyl y la temporada tres de Stranger Things igual me dio miedo.

Antes de borrar la aplicación al día siguiente, transformé en abuelitas a un par de amigas para echar la talla, recordé que las redes sociales y el tiempo son una trampa, sentí un deja vú de mi niñez, cuando los rusos eran enemigos y me compré mi cremita de noche porque se me había acabado.

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