Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Nacional

22 de Agosto de 2019

La camiseta maldita: El asesinato de Luciano Olivos

Cedida

Dragon Ball, libros, punk y teatro. Así era la vida de Luciano Olivos Gómez hasta sus 18 años, cuando la rivalidad entre albos y azules se cruzó en su camino: lo mataron el 2016 en la calle por vestir la camiseta de Colo Colo. Pero a él no le gustaba tanto el fútbol. Ni siquiera era fanático del equipo albo. Es más, era de la U. Esta es la historia de cómo la violencia de barras bravas, un asesino prófugo y un día desafortunado, terminaron con la vida de un adolescente que lo único que quería era convertirse en actor.

Por

De chico siempre fue especial— dice Marcela Gómez (48) mirando hacia abajo. Está sentada en un sillón que es resguardado a su derecha por un altar en honor a su hijo.

Sobre la mesa de centro descansa un álbum de fotos que fue hecho por ella misma; es una recapitulación de la infancia y adolescencia de Luciano Olivos Gómez (18). Está abierto en una página donde lucen dos imágenes similares: en la primera, un poco borrosa, Luciano aparece sentado en una plaza y haciendo un gesto con su mano. En la segunda está en la calle encorvado y sonriente, con su cadera hacia atrás, bromeando, relajado. En ambas tiene la cabeza rapada, pantalones cortos y una polera de Colo-Colo.

Las dos capturas son del viernes 15 de enero de 2016, el último día de su vida.

El mediodía de ese viernes, un poco antes de que se tomaran las fotos, Luciano y su polola, Tamara Vallejos (20), querían verse. “Nos extrañábamos y quedamos de acuerdo en juntarnos a andar en bici”, recuerda Tamara. Luciano le escribió por WhatsApp: “Amor, te llevo una sorpresa”. Los separaban 20 kilómetros. Él vivía en Puente Alto y ella en Peñalolén, así que eligieron un lugar intermedio: La Florida.

Luciano apareció usando una camiseta de Colo-Colo, club del que era hincha Tamara. La camiseta era la misma que había usado cuando jugaba en una escuela de fútbol de ese equipo, en su infancia. Pero Luciano no alcanzó a estar mucho tiempo jugando ahí, porque a la semana cambió la pelota para ser scout. No era tan fanático del fútbol y ni siquiera era hincha de los albos. Era simpatizante de la Universidad de Chile, pero a veces acompañaba a su polola al Estadio Monumental. Para Luciano las rivalidades futbolísticas no eran tema. Ese día él solamente quería sorprender a Tamara.

Los dos pasaban por la calle Colombia cuando el paseo en bicicleta paró de golpe. “Justo habíamos parado porque el Luciano se había caído y yo le estaba poniendo un parche curita”.

Una camioneta pick-up pasó por el lado de los dos adolescentes. Era un grupo de barristas de la Universidad de Chile que volvían de un banderazo en Juan Pinto Durán, en apoyo a Jorge Sampaoli, que en esa época era técnico de la selección chilena.

“¡Zorras culiás!”, se escuchó desde la camioneta. Luciano y Tamara los ignoraron. Siguieron pedaleando e intentaron perderlos escondiéndose detrás de un camión, pero el automóvil se devolvió y les hizo una encerrona, en plena calle.

Bajaron siete personas con camisetas de la U y empezaron a golpearlos. “No teníamos como defendernos, de hecho les dijimos que les podíamos entregar las bicicletas si querían”, dice Tamara. En medio del ataque, uno de los barristas sacó un arma blanca y apuñaló a Luciano en el tórax. La gente salió de sus casas para ver qué pasaba. Llegó un auto de Seguridad Ciudadana, pero ya era tarde, los barristas habían escapado. Un vecino se dio cuenta que Luciano estaba herido y lo llevó hasta el hospital de La Florida.

Para Marcela Gómez ese día había sido extraño, desde la mañana. “Tenía la sensación de querer hablar con él más de lo normal. Tuvimos contacto hasta como las cuatro de la tarde. Lo llamaba y nada. Me salía el buzón de voz.  Cuando me fui a mi casa era como la ‘Ley de Murphy’, mientras más quieres llegar a un lugar, más te demoras. El metro se paró como cuatro veces”.

A las ocho de la tarde, Marcela estaba en el patio de su casa en Puente Alto y recibió un llamado. Era un carabinero. Le avisó que su hijo estaba en el hospital, que lo habían asaltado y que no se preocupara porque estaba estable.

En ese mismo momento, en el Hospital de La Florida, Tamara acompañaba a Luciano. Tenían que operarlo debido a la gravedad de la herida. Él estaba consciente.“El Luciano se reía, me decía ‘amor, vamos a salir de esta, no fue nada’. Se veía muy tranquilo, muy seguro. De hecho, me intentaba calmar a mí porque yo me vi en un momento muy nerviosa”.

A Joaquín Martínez (21), su mejor amigo del colegio, le llegó la noticia por un grupo de WhatsApp. En un primer momento no lo creyó. “Pensamos que era el mismo Luciano que nos estaba hueveando por el celular de la Tamara. Al rato nos dimos cuenta de que en verdad era ella”.

La sala de espera se llenó de familiares y amigos.

Tuvieron que pasar 12 horas para que los médicos le avisaran a la madre de Luciano que tenía comprometidos un riñón y el páncreas. “Hablé con el doctor para decirle que le daba mis órganos a mi hijo, que tomaran lo que fuera posible. Me dijo que para eso había que hacer exámenes. Le dije: ‘doctor, yo me operé hace poco, tengo todos los exámenes al día, tengo todos mis órganos buenos’”, recuerda.

Pero la hemorragia interna fue más fuerte. Luciano murió esa misma tarde.

DRAGON BALL Y LOS MISFITS

En los años 2000, al sur de Santiago, frente a la Papelera de Puente Alto, Luciano creció rodeado de libros, historietas de Condorito y series japonesas.

Su infancia como hijo único fue tranquila. Era fanático de Dragon Ball y Star Wars. Aprendió a leer antes de entrar al colegio y no paró nunca más. Marcela cuenta que cada vez que salían y pasaban por alguna librería, Luciano llegaba con tres o cuatro novelas bajo el brazo. “Encontró en eso algo súper importante para él, porque tenía ansias de aprender muchas cosas. Los libros los elegía él mismo. Llegó al colegio sabiendo el abecedario. Cuando había cumpleaños en el jardín a él le gustaba escribir las cartitas de saludos para sus compañeros”.

Entró al Instituto La Salle, en La Florida, y era el más adelantado de su curso, algo que a veces le causaba aburrimiento. Sus profesoras de kínder tenían que citar a su madre para decirle que, mientras todos ponían atención a la clase, él estaba jugando con sus lápices e imaginando que eran aviones. Marcela cuenta que Luciano ayudaba a las tías con sus compañeros cuando estaban aprendiendo a leer. “Hacía una especie de ayudantías”, recuerda riéndose.

En segundo básico conoció a Joaquín Martínez, su mejor amigo. Con él jugaban en los recreos a la pelota y a las peleas. Joaquín iba a la casa de Luciano y Luciano a la de Joaquín. Ponían un colchón en la pieza y jugaban Guitar Hero hasta las tres de la mañana. Esa afición a los video juegos le ayudó a tener un mejor inglés, una de las materias en las que mejor le iba, junto con Historia y Lenguaje. “Emitía luz, era súper tranquilo. Fue mi primer amigo y eso es algo que marca mucho a un niño, sobre todo cuando estás en un colegio nuevo. Como amigo fue espectacular. Eran buenos tiempos. No conozco alguien que haya disfrutado más la vida que él”, dice Joaquín.

Cuando llegó hasta primero medio luchó contra las matemáticas. Las odiaba. A él le interesaban más los ramos relacionados con las letras y con las ciencias sociales. Repitió dos veces ese curso y se cambió de colegio, al San Esteban de Las Vizcachas, en Puente Alto. Su madre le ponía profesores particulares para que no le fuera mal. “Cuando llegaba el profesor él se escondía en la pieza y me hacía un berrinche porque no quería”.

El fútbol fue una parte mínima en su vida. Luciano era nieto de Héctor “Tito” Olivos, conocido representante de jugadores, pero era lo único que lo ligaba a ese deporte. Nunca fue fanático, ni miembro de alguna barra brava.

Con el tiempo se acercó a la música y al punk. Luciano se dejó un mohicano y después se rapó. Escuchaba Misfits y The Clash. Empezó a usar bototos y suspensores. Joaquín lo acompañaba a tocatas que se organizaban en galpones. “En ese momento se notaba al verdadero Luciano. Estaba más relajado, era más él. Se encontró consigo mismo”.

Luciano descubrió la colección de discos de su madre, que también había sido punk cuando joven. Empezó a escuchar bandas del género con letras políticas: “Se dio cuenta que está en esa constante lucha y crítica social. Él sufría mucho por las injusticias sociales que existen en este país”, cuenta Marcela.

Eso, según su madre, generó un cambio en él. “Podía andar en Plaza Italia y si tenía plata y veía un mendigo en la calle le compraba un cigarro o comida y se venía caminando, lo hizo muchas veces. Era una persona demasiado humana”.

EL TEATRO

“Me gusta que me exijan, sobre todo en cosas que me gustan. El teatro me gusta y el nivel que ustedes ponen me acomodó mucho (…) Ahora estoy con un mejor carácter, ya no estoy tan tímido. Gracias a esto supe lo que quiero hacer después de salir de cuarto, estudiar teatro”.

Luciano habla con voz tranquila mirando la cámara de frente. Lo están entrevistando. El vídeo es un homenaje que le hizo la Compañía de Teatro La Tribu, lugar donde él actuaba. De fondo suena Heroes de David Bowie mientras aparecen fotos de Luciano con barba, haciendo muecas, maquillado, o caracterizado junto a sus compañeros de teatro.

Llegó hasta esa compañía porque lo invitó una amiga. Él no quería ir, pero al final se convenció. Cuando llegó allá se dio cuenta que uno de los actores había faltado al ensayo, entonces el profesor de la compañía le pidió a Luciano que interpretara al personaje faltante. Luciano no quería. Pero el profesor le insistió y le pasó el guion. Ahí empezó a actuar. “Se metió tanto en el personaje que le encantó. Amó interpretar a otra persona. El profesor quedó impactado y me lo comentó en una de las reuniones. Lucianito me decía, ‘mamita, yo sé que te he pedido siempre que me metas a actividades, pero esta vez sí que me gusta’. Le apasionaba mucho”, dice Marcela.

A ella le preocupaba que Luciano no tuviera una vocación clara. “Andaba siempre en una búsqueda de pertenecer a algún grupo, de hacer algo”.

“Faltaba a celebraciones, a carretes, a juntarse con sus amigos o a una cita con su novia, todo por el teatro”, cuenta Marcela

Alcanzó a participar en cuatro obras. Antígona, Arlequín, La pequeña historia de Chile y una sobre el natalicio de Don Bosco. En esta última protagonizó al mismo sacerdote, Juan Bosco.

Manfred Martin (49) es el fundador de la Compañía La Tribu, para él Luciano sentía fascinación por actuar. “Volcaba todas sus energías hacia eso. Le dedicaba tiempo extra y no tenía problema en hacer más de dos personajes en dos obras distintas”.

La casa de Luciano en Puente Alto es un santuario, pero en vez de fotos religiosas las imágenes que hay son de los personajes que interpretó en su corta vida. Mientras Marcela las mira, recuerda que no pensaba en nada más que en ensayar. “Faltaba a celebraciones, a carretes, a juntarse con sus amigos o a una cita con su novia, todo por el teatro”.

Tamara cuenta que era muy estudioso con los personajes. “Deslumbraba, agradezco haberlo visto muchas veces sobre el escenario, llenaba todo el espacio, interpretaba muy bien, se le notaba que era su pasión. Había encontrado lo que realmente lo llenaba”.

El asesinato de Luciano significó un golpe fuerte para la compañía. Para Manfred significó algo devastador. “Se produjo una desmoralización total en todas las muchachas y muchachos, fue como una bomba atómica que destruyó todo. El grupo no siguió funcionando, quedamos todos hechos pedazos”.

Nadie se inscribió nunca más al taller.

LUCIANO Y TAMARA

La cuenta de Instagram de Luciano sigue abierta. Hay 17 fotos en las que aparece junto a Tamara Vallejos. Él con bototos y suspensores, ella con chasquilla. Ambos compartían el gusto por el punk. “Era bacán, nos veíamos preciosos juntos. Nos hacíamos llamar Syd y Nancy, como esa pareja de los Sex Pistols. Es como cuando sueñas encontrar alguien con quien combines en todos los sentidos. Así fue”.

Luciano y Tamara se conocieron cuando tenían 12 años, por una amiga en común. Estuvieron unos meses juntos y se separaron, pero se volvieron a encontrar cuatro años después, empezando una relación que no terminaría nunca más. “Era chistoso, en cualquier momento te hacía reír. Era comprensivo. Le podías decir que te acompañara a comprar pan o a recorrer el mundo y él lo iba a hacer. Lo entregaba todo”.

Un mes antes de su asesinato, Luciano le hizo sorpresas a Tamara  durante cuatro días seguidos. En una ocasión, él fue hasta la casa de Tamara y amarró a la reja una foto gigante de ellos dos con una cinta. En la imagen estaba escrita una frase de la canción Volverte a Ver de Kaos Urbano que decía: ‘Nada cambió mil años después’. Tamara aún conserva esa foto.

Otro día, le entregó un dibujo en donde aparecían ellos mismos en caricatura. Era una pareja. Ella aparecía con su chasquilla y rapada de un lado, y él, con sus suspensores. “Fue mi primer pololo, mi primer amor, pasamos mucho tiempo nuestra juventud juntos. Estábamos viviendo una relación soñada, de mucho compañerismo y respeto. Teníamos muchos planes y proyectos juntos, y de la nada nos lo arrebataron. Él era demasiado bueno para este mundo”.

NO HAY CULPABLES

Marcela aún conserva la última polera que ocupó su hijo días antes del asesinato. La tiene guardada en una bolsa Ziploc. “Fue la única que encontré sin lavar, con su aroma”, cuenta. Ella junto a Héctor Olivos, el padre de Luciano, iniciaron una campaña para que se hiciera justicia por su asesinato.

Crearon un perfil de Facebook llamado “Justicia para Luciano”. Organizaron marchas y conciertos en La Florida y Puente Alto entre los años 2016 y 2017. En esos eventos se presentaron artistas como Shamanes y Zaturno.

Durante ese tiempo solo hubo dos sospechosos detenidos.

A los tres días del asesinato, Carabineros detuvo a Esteban Rojas Salazar, que según los testigos era el conductor de la camioneta. A él se le sumó Francisco Fuentealba Silva, que fue indicado como copiloto. Ambos estuvieron en prisión preventiva.

El 6 de abril del 2017 el Séptimo Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Santiago absolvió a los dos barristas por falta de pruebas. Los dos salieron en libertad.

“Si bien estuvieron presentes en el lugar y secuencia de los hechos (…) no se logró acreditar que fueren ambos o uno de ellos el que asestó la estocada que trajo como consecuencia la muerte de Olivos Gómez”, indicaba la resolución.

Marcela fue varias semanas seguidas a la Fiscalía, pero nunca la llamaron para comunicarle algún posible avance del caso. “Está archivado y nadie hace nada, les da lo mismo que mi hijo haya muerto, que lo hayan matado. Esto es un llamado de atención, tienen que hacer algo. Hicimos marchas y parece que nadie nos escuchó ¿Qué estamos esperando?”

En la televisión informaron que Luciano, el día de su asesinato, habría estado cumpliendo una “apuesta” con su polola y que por eso había salido a la calle con la polera de Colo-Colo. Tamara dice que eso no fue así, que ella nunca se lo pidió, que solo fue una broma que surgió del mismo Luciano.

“No fue una apuesta ni una obligación. Nosotros nos respetábamos mucho como para obligarnos a hacer cosas que no nos parecían. Sufrí porque se me indicó como la culpable de todo. Hay que ser demasiado enfermo como para matar a alguien porque vista otro color de camiseta. Solo estábamos dando un paseo en bicicleta”.

Tamara vivió el duelo con dolor. “Cuando me dijeron que el Luciano había fallecido no lo quería creer. Caí en un colapso, en una crisis. Tuve un intento de suicidio. Después mi mamá me dijo que ella estaba embarazada y que venía mi hermano en camino. Ahí dije: ‘me levanto o me levanto’. Yo creo que el mismo Luciano me dijo que tenía que levantarme, salir a luchar por él y por nuestros hermanos”.

El pasado 12 de agosto, Luciano Olivos Gómez habría cumplido 21 años.

Tal como la frase de Volverte a Ver de Kaos Urbano, al parecer nada cambió tres años después: todavía no hay culpables por su asesinato.

Notas relacionadas