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28 de Octubre de 2019

La historia de Pablo Massardi: Cuando el sistema te da algo y luego te lo quita todo

Te enamoras por internet de una chilena. Te casas, llegas a Chile, surges a punta de esfuerzo. Tienes un hijo, consigues un empleo estable, te va bien. Compras una casa y un auto con crédito en múltiples cuotas. Hasta que te enfermas y empiezas a perderlo todo: tu trabajo, tu casa, tu auto, tu familia. Esta es la historia de Pablo Massardi, un uruguayo que vive en Renca absolutamente abandonado por el Estado de un país donde ha hecho casi toda su vida.

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Por @PepaValenzuela

En uno de los límites ponientes de Santiago está el cerro y al lado de la falda del cerro, una villa de casitas de colores. En una de esas casitas de colores, la casita de reja blanca y paredes damasco, un hombre sentado en el sillón blanco de su living de piso de baldosas blancas. El hombre es alto, hasta diciembre pesaba 72 kilos, pero ahora su cuerpo, que es casi puro hueso, solo pesa 50. En el segundo piso de la casa, su único hijo de 13 años duerme. El hombre está desempleado y enfermo. Hace más de un año que no paga las cuotas de la casa, en el banco le dijeron que todavía no corría tanto riesgo de que la remataran, pero quizás el próximo año, cuando el Metro llegue hasta allí, sí. Al hombre le duele el cuerpo, la espalda no lo deja en paz: puede estar de pie haciendo cosas unos 10 minutos y luego, necesita acostarse. Ya le quitaron su auto, perdió a su esposa y su trabajo. Solo le queda esta casa y su hijo. Entonces el hombre alto y delgado abre su celular y escribe un mensaje desesperado que manda a periodistas, autoridades, a quien se le ocurre.

Hola, mi nombre es Pablo Andrés Massardi Zabala, de nacionalidad uruguaya viviendo en Chile desde hace 13 años y tengo 42 años de edad”. Así empieza a escribir su propia historia y la envía, esperando esta vez, tener algo de suerte.

El inicio

Es 2002. Pablo enciende la cámara y la ve del otro lado. La chilena con quien chatea desde hace un tiempo está allí. Es hermosa. Pablo le sonríe. Ella también. Se llama Cecilia. Y está del otro lado de la cámara en una ciudad del sur de Chile llamada San Fernando, en un cyber, solo para conversar con él. Ambos se miran. Conversan. Y al cabo de un tiempo se enamoran. Él viaja a Chile, ella viaja a Uruguay y deciden casarse. Cecilia deja su trabajo como asistente en una notaría y se va al país rioplatense. Pablo la recibe en la casa que comparte con su madre, su abuela, su hermana mayor y sus tres sobrinos. Pablo viene de una familia de esfuerzo, humilde, pero trabajadora: desde que tiene memoria su madre y su abuela han trabajado como artesanas cosiendo pantuflas que venden a algunas tiendas. Pero desde la importación de pantuflas desde Corea y China, el negocio familiar ya no va tan bien: de hacer 50 pares a la semana, ahora con suerte a la mamá y la abuela les piden seis. Así es que él, desde muy joven trabaja para ayudar en casa. Ahora le va mejor: empezó como junior en una agencia de viajes, ahora es vendedor.

Pero ahora que tiene esposa, también se pone a trabajar en la fábrica de cecinas de su papá – con quien en realidad nunca ha tenido mucho contacto desde el divorcio con su madre – para hacer más dinero. Y así, durante un poco más de un año se levanta a las 3, 4 de la mañana y termina su jornada a medianoche. Al tiempo, Cecilia consigue un trabajo como vendedora en un bazar. Tienen lo justo, pero son felices. El 2005 Cecilia queda embarazada. Y la hermana mayor de Pablo, que es tecnóloga médica, consigue empleo en Chile, en la Fundación Arturo López Pérez.

Entonces su madre y su hermana promueven la idea de emigrar a Chile todos juntos, como familia. Cecilia no quiere regresar. “Estoy embarazada, yo sé cómo es la salud pública en Chile”, le dice a Pablo. Pero no les queda otra que venirse: su madre está decidida a vender la casa donde viven en Montevideo y a ambos no les alcanza para pagar un arriendo entre los dos. Así es que en marzo de 2006, Pablo y Cecilia vienen a Chile y llegan a vivir como allegados a la casa de la hermana de Cecilia en Lo Espejo donde todas las noches Pablo escucha balazos a lo lejos.

El ascenso

Pablo consigue trabajo repartiendo volantes de un restaurante en Providencia, pero mientras reparte currículums por todos lados en el área de turismo, que es lo que sabe hacer. Pronto su cuñada les dice que tienen que irse de la casa de Lo Espejo porque no están aportando. Con Cecilia parten a la casa que arriendan la madre y la hermana de Pablo en La Florida. Su hijo nace en el hospital Barros Luco. Y ahí Pablo conoce por primera vez el sistema de salud público en nuestro país.

“Nunca había visto algo así. No me dejaron ingresar a la sala con mi esposa y estuve en sala de espera. Ella tuvo 28 horas de trabajo de parto. Nos separaba una pared y yo la escuchaba diciendo: “No aguanto más, no aguanto más” y yo no podía estar al lado de ella. Muchas parejas que venían a dar a luz y la gente del hospital les decía a los papás: “Ya papito, vaya a su casa a tomar once que lo llamamos cuando esté listo”. Chuta, cómo van a hacer eso, pensaba yo. Yo pedí estar en el parto de mi hijo. Cuando nació, me lo mostraron dos segundos – “Mírelo, papito” – y se lo llevaron a una incubadora en vez de ponerlo en el pecho de la mamá. Me chocó mucho eso”.

A los pocos meses, Pablo consigue empleo en una operadora turística que les vende paquetes a agencias de viaje. Es la época en que los viajes al extranjero bajan de precio y se democratizan. La gente empieza a viajar más y a Pablo le empieza a ir bien: gana a veces hasta 900 mil pesos gracias a las comisiones. A Cecilia también la contratan en la agencia en otra área. Toda la familia se va a vivir a un gran departamento en Providencia y la pareja empieza a pensar en comprar una casa. Un amigo les habla de unas casas nuevas en Renca. Las van a ver. Les gusta el lugar: es tranquilo, puro campo, la casa es nueva y no tan cara. El banco les da 100% del crédito y el dividendo de 120 mil pesos a 30 años es cómodo de pagar. Gracias a la agencia donde ambos trabajan, también pueden viajar al extranjero con muchos descuentos: van al Caribe, a Sudamérica, a algunas ciudades de Estados Unidos. Compran la casa y un autito en varias cuotas. Y se van a vivir a Renca los tres: Pablo, Cecilia y su hijo. Así pasan varios años en relativa calma.

Hasta que el 2012 Pablo se empieza a sentir mal. Después de almuerzo, en la oficina, se cansa. Le da sueño. Ya no tiene energía para nada. Le cuesta caminar y siente una fatiga extrema. Le duele el cuerpo y las articulaciones. Solo quiere llegar a su casa a acostarse y dormir. Va al médico. Lo derivan a un reumatólogo. Le hacen exámenes y lo diagnostican con disautonomía, una enfermedad que no tiene cura conocida, un trastorno al sistema nervioso autónomo que afecta la presión, la temperatura y la circulación sanguínea. Al poco tiempo, también descubren que padece del síndrome de Ehlers Danlos, que es una enfermedad en la que la persona produce mal colágeno en el cuerpo y tampoco tiene tratamiento ni cura. También le diagnostican un prolapso de la válvula mitral, que impide que la sangre circule de manera fluida y aumenta su riesgo de infarto y trombosis. Le dan un montón de remedios que a pesar de tener Isapre y pagar un plan de 190 mil pesos mensuales, le cuestan 200 mil pesos adicionales cada mes. Entre remedios, exámenes y lo que no cubre su Isapre tiene que pagar 400 mil pesos extra. Le dicen que tiene que controlarse con un cardiólogo y un reumatólogo cada tres meses y con un neurólogo cada seis.

“Seguí trabajando, pero con limitaciones: sabía que después de las 2 de la tarde, me apagaba. Llegaba a casa a acostarme directamente. Mi hijo creció con no tener papá porque estaba ausente: trabajaba y cuando venía a casa, me tenía que acostar. No me daban las fuerzas. Trabajaba sintiéndome mal. Estas son enfermedades invisibles. Me ves que estoy bien, pero en realidad no estamos bien por dentro. Vivimos mal y nos acostumbramos a vivir así. La calidad de vida mía y de mi familia se vio afectada: no podía ir al mall, ni al cine, me bajaba la presión, me sentía mal en espacios con mucha gente”, cuenta él. Después le suman más diagnósticos asociados a sus males crónicos: osteoporosis y una discopatía lumbar.

A pesar de sentirse mal, continúa trabajando sin saber que las cosas se irán poniendo cada día peor.

El derrumbe

Ya el 2017 la empresa donde trabaja empieza a bajar sus ventas: la gente compra ahora sus viajes por internet, ya no en agencias. Las ventas bajan entre 30 y 40%. Cierran un departamento y reubican a esos trabajadores en el de Pablo: de 4 vendedores pasan a ser 8. Se tienen que repartir la torta. De ganar 900 mil pesos, comienza a recibir 300 mil. A su esposa la despiden por reducción de personal. Se acumulan las cuentas. Pablo se siente cada día peor de salud, pero tiene que generar más dinero. Con su auto, después de su jornada de trabajo, empieza a hacer Uber hasta la medianoche.

En abril de 2018 trata de independizarse y crear una agencia de viajes propia, desde su casa, para que sea más cómodo para su estado de salud. No resulta, no tiene clientes. Trata de reintegrarse a la empresa: le dicen que debido a la situación no pueden recontratarlo. Con el finiquito y el seguro de cesantía, sigue pagando los remedios que necesita, pero en agosto de 2018 ya no puede seguir pagando las cuotas de la casa y el auto. En enero de 2019 le quitan su vehículo. “Forum, la empresa que me dio el crédito, me dijo que intentara venderlo. Lo publiqué por todos lados y nadie me daba esa plata. La otra opción era tasarlo con ellos mismos. Me lo tasaron al mismo precio que debía. Les dije: “¿Saben qué? Tomen las llaves y el auto, una cuenta menos”. Y claro, fue una cuenta menos, pero también una entrada menos porque manejaba Uber”.

Pablo se dirige al Banco Estado para contarles sobre su situación y no perder su casa. Le ofrecen una renegociación de su crédito hipotecario: pagar 210 mil pesos durante 40 años en vez de los 160 mil por 30. Él les dice que no, que no puede aceptar ese trato. Pregunta si le van a rematar la casa. La ejecutiva le responde: “Depende. Hay gente que debe tres meses y le rematan su casa. Otra lleva un año sin pagar y no pasa nada. Todo depende de la situación y dónde viva”. Le dice que por ahora este tranquilo, pero que el 2020, cuando llegue el Metro a su barrio, la propiedad va a aumentar su plusvalía y ahí, en cualquier momento, le pueden rematar su hogar.

Busca trabajo. Reparte currículums. Nada. Le cuentan que están buscando choferes para los buses de acercamiento del aeropuerto. Da la prueba y queda, pero le piden una licencia especial de conducción. La tiene, pero la de Uruguay, cuando era chofer en la fábrica de cecinas de su papá. Trata de convalidarla en la Municipalidad de Renca, para no tener que pagar el curso en la Escuela de Conductores. Allá le dicen que lo llamarán de vuelta. Nunca lo llaman.

Dado de baja de la Isapre, entra a Fonasa en septiembre de 2018. Ya no pueden darle la atención con los especialistas que necesita cada tres meses. En el consultorio le brindan atención psicológica cada 15 o 20 días y remedios básicos como antiinflamatorios, un ansiolítico y antidepresivos.

Pablo va al Compin y le dan un carné que lo califica con un 28% de discapacidad porque sus enfermedades no están en el Auge, ni en el GES ni en la Ley Ricarte Soto. Para lo único que le sirve es para eventualmente, si vuelve a tener auto, estacionarse en lugares especiales para discapacitados. Y para hacer algún curso gratis del Senadis. Intenta hacer uno de marketing. “Pero esos cursos se publican y se llenan el mismo día”, dice. Va al Instituto de Salud Pública a pedir ayuda. Le dicen que no pueden hacerlo porque él cotiza en AFP. Va a la AFP a pedir pensión de invalidez. Por el grado de discapacidad que le dieron en el Compin, ni siquiera lo dejan hacer el trámite para que lo evalúe un médico. Le dicen que no le pueden dar la pensión de invalidez porque no está inválido para trabajar. Pablo les responde: “No, pero a mi edad, con la discapacidad que tengo me cuesta encontrar trabajo”. Pide que al menos le devuelvan su fondo, los veinte millones que ya ha cotizado en estos más de 12 años trabajando en Chile, por último, para volver a Uruguay. Le dicen que no pueden devolverle esa plata hasta que se jubile. Le pide ayuda a su papá, a quien le va bien en Uruguay. Él se niega a darle una mano. “Todos pasamos momentos malos en la vida”, le dice.

Su esposa decide separarse de él debido a todo el panorama. Conversan para ver qué hacen con la casa. Deciden arrendarla, para que se pague sola con la plata del arriendo y no perderla: ella se iría a la casa de una amiga, él donde su cuñado junto con su hijo y su madre, que está casi postrada y a quien Pablo tendría que darle los cuidados básicos todos los días. Luego su ex esposa cambia de opinión y le pide vender la casa. Pablo no quiere perderla: le quiere dejar algo a su hijo que también padece del síndrome Ehlers Danlos y disautonomía y ahora, con toda la situación que están viviendo padece depresión. “Él creció en un ambiente familiar, era un afortunado, viajamos juntos. Creo que el cambio drástico de vivir una buena vida a pasar a días en los que no teníamos para comer, le ha afectado mucho”, explica Pablo.

Ahora Pablo vive gracias a los 30 mil pesos mensuales que le pasa su madre de su pensión de 110 mil pesos. También, de la ayuda de sus vecinos. Uno le regala mate cuando tiene. Otro, le lleva platos de comida para él y su hijo cuando cocina. La vecina del lado le convida cigarrillos y fuman juntos. Su principal problema es que por la discopatía que tiene en la espalda, vive con mucho dolor: no puede dormir del dolor. No puede estar más de 10 minutos de pie por el dolor. Le dijeron que debía hacer 15 sesiones de kinesioterapia para la espalda, si no, debían operarlo. Sin mayor cobertura de salud, solo alcanzó a hacer dos sesiones. “Necesito trabajo, pero no sé si puedo cumplir un horario de trabajo normal. Primero tengo que solucionar mi calidad de vida, sobre todo el tema de la espalda porque me duele mucho, lo otro lo voy llevando. Podría trabajar de chofer, cuando estoy sentado manejando, no siento dolor y hacer el juego de las piernas hago que me irrigue la sangre”, dice él.

En las noches, cuando sus vecinos salen a cacerolear al pasaje, Pablo sale con la bandera de Uruguay y la de Chile, pero los últimos días se ha dado cuenta de que la cantidad de gente que sale ha bajado, que los caceroleos ya no son los mismos. “Me preocupa que el pueblo se duerma otra vez y que se queden con dos o tres cosas que dijo el Presidente y se conformen. Me siento representado por el movimiento y me da pena no poder salir a manifestarme. Me encantaría estar en Plaza Italia, vi la marcha en la tele y se me caían las lágrimas. Lo que me está pasando a mí, lo están viviendo miles de chilenos también. Yo amo Chile: acá me abrieron las puertas. En realidad, me las abrió el pueblo y el gobierno me las cerró”.

Si puedes ayudar a Pablo de alguna manera, este es su contacto:

[email protected]

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