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Opinión

30 de Octubre de 2019

[Columna]¿Chile despertó o Chile se ha de inventar aún?

Agencia Uno

En un mundo globalizado, donde reina la ley del mercado, el neoliberalismo va de la mano con el proceso de autodestrucción del ser humano, pensado como agente autofundado, dueño de sí.

Aïcha Liviana Messina
Aïcha Liviana Messina
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Desde lo que varios han llamado el “estallido social”, las reacciones oscilan entre decir que “los expertos lo venían venir”, y –esto ocurre en el ámbito de la filosofía, donde afortunadamente no hay expertos– disculparse por lo que no se vio venir. Asimismo, la prensa celebra el estallido chileno o bien (es el caso de la prensa internacional) homologándolo con los demás “estallidos” que ocurren en el mundo (en Líbano actualmente, en Francia el año pasado), haciendo entonces como si todos los “incendios” fueran de la misma índole y naturaleza; o bien refiriéndose a un fenómeno inaudito, que nos remite realmente hacia lo incógnito, y que requiere incluso un cambio de paradigma. Siguiendo esta última vertiente, alguno(a)s ven entonces aquí un fenómeno meramente emocional, que rompe con la naturaleza falocéntrica de la razón y de la política…

Por opuestas que sean, estas visiones obedecen a un mismo esquema de pensamiento: conciben lo que ocurre en cuanto fenómeno unitario y necesario que requiere de una matriz explicativa única, subordinada a su objeto. Estaríamos entonces frente a una necesidad histórica que necesita ser develada, ya sea homologando todo con todo (las revueltas sociales en Medio Oriente y las revueltas sociales en Chile, ¡el servicio público en Francia y el servicio público en Chile!), o a través de un gesto cuasi religioso de despojo de nuestras frágiles pero históricas herramientas intelectuales, mediante un acto de devoción a las emociones. Según estas visiones, por opuestas que sean, lo que ocurre no es contingente, no es complejo, no es múltiple: es necesario, es “la verdad” que por fin explota (de esto hablan las crisis).

Requiere entonces ser iluminado de una manera única. Nos permite hablar de un despertar de Chile como si hubiera una frontera tan clara entre el sueño político y su contrario, y como si no hubiera habido luchas importantes a lo largo de estos años. Pero aunque estamos, según se opina en la prensa, frente a la (y no una) verdad , hay que reconocer que la verdad nadie la tiene: el gobierno, que compara todo movimiento social con un fenómeno de la naturaleza (para dominar mejor su objeto), no sabe como apagar este “incendio”; el filósofo, convencido que aquí el neoliberalismo llega a su quiebre definitivo, no sabe a qué idea de bien remitir; el profeta que somos todos y todas a nuestra manera, no sabe a qué futuro mirar. Frente a esta celebración de la verdad y a este fracaso de nuestra (s) razón (es), solo queda el mea culpa político e intelectual: ¡perdón, no lo veíamos venir! ¡Perdón, somos una clase política oligárquica e ignorante! (No cabía duda de esto en todo caso…)

Cuando la razón ya no puede tratar de pensar aceptando su propia finitud, imploramos perdón. Y así, frente a esta necesidad histórica, esta verdad única que se revela pero que se nos escapa, acudimos, de alguna manera, al socorro de la religión (pues todo perdón se pide ante Dios).

¿Qué cambiaría si tratamos de pensar lo que ocurre, no como un fenómeno fruto de una necesidad y revelador de una verdad, sino como un proceso múltiple?

Desde el punto de vista epistémico, nos situaría ante un escenario en el que somos actores y actrices y no solo espectadores y espectadoras y en el que nuestras herramientas intelectuales son justamente las que construyen la realidad como algo común, finito, en construcción siempre de manera colectiva –y no lo que develan su verdad. Todas las veces que se celebra este fenómeno como detentor de una verdad, se celebra el hombre o el ser humano como único detentor de una razón (o de un aparato emotivo). Situarnos en cambio ante su contingencia, es relacionarnos con la realidad como algo que construimos y que nos construye, sin que seamos entonces necesariamente el centro de este escenario (implorando a Dios su perdón por haber perdido la brújula…).

Desde el punto de vista ético, nos situaría ante un escenario en el que no vemos inmediatamente lo que es el mal: el capitalismo que por cierto no es un bien, pero que sí resulta de una cierta necesidad histórica; el falo-centrismo, que tampoco es un bien, pero que tampoco resulta tan fácilmente determinable y extraíble (como opuesto a las emociones, por ejemplo); el neoliberalismo, que seguramente, al menos en mi opinión, es un mal, pero un mal político y no religioso, y que requiere entonces de armas políticas. Nos situaría entonces ante un escenario del que somos todos y todas responsables no porque seamos lo suficientemente sabios para saberlo ver, sino porque lo construimos todos y todas.

Desde el punto de vista político, nos situaría ante un escenario que tenemos que re-inventar en forma permanente, justamente porque lo que enfrentamos es su vacío y no su verdad. Asimismo, cambiar no de paradigma epistémico sino de foco en relación con lo que es necesario y lo que es contingente transforma nuestra capacidad de agencia ante nuestros diagnósticos políticos. Por cierto, el neoliberalismo es un mal, pero no es un mal absoluto que podremos vencer con una espada o nuevas certidumbres humanísticas, ecológicas o emocionales: es un mal que remite a la historia de los seres vivientes y al modo en el que esta misma historia lleva a cabo el proceso de su destrucción.

El mal neoliberal no tiene sujeto; es un proceso auto-destructivo: nos coloca ante la destrucción de la sociedad civil confinando a cada uno en un mundo privado; ante la destrucción de la idea política de bien común a favor, no de una secularización de la religión, sino de su nuevo rostro individualista y tecnocrático: la meritocracia; ante la destrucción de los ideales universales capaces de fundar instituciones objetivas garantes de derechos a favor de un sistema competitivo y que remite a una burocracia siempre cambiante, y por ende, arbitraria y autoritaria; ante la destrucción, lo sabemos, de la idea de universidad a favor de intereses empresariales; ante la destrucción de los ideales políticos de emancipación y de justicia a favor de un mundo definido en términos meramente cuantitativos; ante la destrucción, entonces, de lo político pensado como búsqueda de justicia y de libertad detrás de una idea de competitividad que aparece como un nuevo destino.

En otras palabras, la maldad –si se puede hablar en estos términos– que representa el neoliberalismo es que con él se destruye toda idea de libertad humana, finita, detrás de la imposición de una nueva figura de destino donde reina una tecnocracia anónima y autoritaria, de la que, para peor, nadie tiene el control. En un mundo globalizado, donde reina la ley del mercado, el neoliberalismo va de la mano con el proceso de autodestrucción del ser humano, pensado como agente autofundado, dueño de sí.

Frente a esta destrucción, o bien pensamos la política volviendo atrás, a través de un mundo lleno de sentido y de dioses (sea este el dios fundador del ser humano o de una idea pura de naturaleza), o bien construimos, con la finitud de nuestras herramientas –desde la propia horizontalidad a la que abre el vacío en el que estamos– nuevas formas de universalidad, de institucionalidad, de memoria y de luchas emancipadoras. O bien nos lanzamos en una nueva guerra de religiones levantando las banderas del bien y del mal; o bien el vacío que enfrentamos designa nuestra responsabilidad común ante una realidad que tenemos que construir todos y todas. O bien, ante lo que nos parece un incendio, lo único que queremos ver es la señal de una verdad que nos trasciende, o bien nos situamos como actores de un mundo político cuya verdad depende de todos nosotros y de todas nosotras y que no contará con ninguna clemencia (divina o social).

*Aïcha Liviana Messina, Profesora titular, Universidad Diego Portales.

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