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Cultura

18 de Diciembre de 2019

“La otra historia de mis dientes”: Un adelanto del libro AnfibiaPapel Cuerpo

15 crónicas, diarios, poesías y ensayos dan forma a AnfibiaPAPEL Cuerpo, un libro que habla de la transición del cuerpo animal al cuerpo máquina, una máquina obsoleta que cada vez necesita más juventud, más goce, menos sueño, más adrenalina, menos carga. El cuerpo atravesado por la inteligencia artificial y por un poscapitalismo que lo necesita al límite. Revisa este adelanto escrito por Diego Zúñiga.

Por

Mami, 

La próxima vez

No manches por favor 

Mi cepillo de dientes

Con sangre.

Gonzalo Millán

Quizá cómo fue esa primera vez. Podríamos intentarlo, imaginar la escena, un niño frente a un espejo, un adolescente más bien en un baño, un espejo le devuelve su reflejo una mañana de cualquier día, poco antes de ir al colegio, y lo que ve son sus dientes manchados con sangre. Las paletas, para ser más precisos: una mancha oscura las cubre y él no entiende qué ha pasado. Piensa, de hecho, que puede ser un mal sueño, un movimiento, algo que lleva a que aparezca esa mancha rojo intenso sobre sus dientes, pero no está seguro. 

Se los cepilla detenidamente, más del tiempo habitual. Logra borrar la mancha, la sangre se ha ido, puede que haya sido todo un mal sueño. Se mira los dientes frente al espejo: nunca han sido tan blancos como se supone que debieran ser. Algunos están levemente chuecos, pero nada que no pueda sobrellevar: sus compañeros de curso se han puesto, la mayoría, frenillos, y él piensa que también debiera ir al dentista, pero no hay plata. Ponerse frenillos es un lujo. 

Ir al dentista en Chile era un lujo en los 90, no había forma. 

Quizás aún lo sigue siendo, aunque si se paga en cómodas cuotas no resulta tan imposible. En Chile todo se puede comprar en muchas, muchísimas cuotas, partiendo por la educación y siguiendo por la salud, y todo va a estar bien, se supone, te dicen. 

Ilustración por Martina Fior (@bicoestudio)

Sus compañeros y compañeras de curso se ponían frenillos, y al principio se avergonzaban de esos aparatos dentales que parecían invadir por completo sus rostros, pero luego, no sé muy bien cómo, se terminó convirtiendo en una suerte de moda y la vergüenza dio paso a una jactancia media inexplicable. Pero ahí estaban: por un lado, los que tenían frenillos y sonreían orgullosos, y por otro el resto, que aprendería a sonreír sin abrir la boca, haciendo una mueca lo suficientemente notoria para que el mundo entendiera que sí, que todo estaba bien. 

Pero la sangre seguía ahí.

***

El programa se lanzó en agosto de 2002, durante el gobierno de Ricardo Lagos. Se llamaba Sonrisa de mujer y consistió en una campaña que buscó financiar tratamientos dentales para miles de mujeres que no tenían forma de pagarlos: mujeres que no podían sonreír porque no tenían dinero. El proyectó lo dirigió la primera dama de ese entonces, Luisa Durán, y fue, cómo no, un éxito: iban a ayudar a diez mil mujeres y terminaron llegando a más de veinticinco mil. 

Años después, la editora Andrea Palet iba a escribir una columna muy hermosa a propósito de dientes, o de mujeres sin dientes mejor dicho, titulada: “Buena presencia”. Ahí comenzaría con un recuerdo personal —la vez en que perdió su dentadura en un accidente— y terminaría con esta campaña de Luisa Durán, con la importancia de un proyecto como éste. 

Ilustración por Martina Fior (@bicoestudio)

“Por eso me pareció magistral la idea —escribe Palet—. Porque asumía la importancia que en este país tiene la catadura, la apariencia, la presencia física; porque demostraba haber medido la magnitud de la desgracia femenina que suponen unas cuantas piezas dentales perdidas”. 

Y después, iba a agregar: “Reconstruirse la propia imagen es una cuestión de dignidad y autoestima en esta sociedad intolerante, clasista y esteticista: y no dije estética, dije esteticista, o sea de gusto vulgar y que propende al embellecimiento antes que a la belleza”.

Hablar de dientes, entonces, es hablar en algún sentido de belleza, pero también de clase, privilegios, exclusiones e incomodidades. Es hablar, cómo no, de política. Y la política sonríe con esos dientes blancos y relucientes, alineados, insultantes. 

El programa Sonrisa de mujer fue un éxito, pero sólo duró dos años. Después, surgieron algunos otros intentos, pero ninguno tuvo su impacto. De hecho, en 2009, apareció una campaña de salud mental llamada ChileSonríe, que se presentó con el auspicio del Ministerio de Salud, una iniciativa privada que se promocionaba en el matinal más sintonizado de la televisión chilena y que terminó siendo una estafa que afectó a cerca de once mil personas que creyeron en el programa. 

Ilustración por Martina Fior (@bicoestudio)

Ahora que lo pienso, entre una campaña y otra, mi madre perdió una buena parte de sus dientes. No buscó ayuda en ninguno de esos programas. Una de mis hermanas ayudó a pagarle un tratamiento. El tratamiento no funcionó completamente. Muy pocas veces sonríe mostrando los dientes superiores. En la parte inferior no hay nada. El problema es que tiene mucho sentido del humor y es de risa fácil, por lo que debió adoptar rápidamente el gesto de cubrirse la boca con la mano y así poder reírse sin sentir vergüenza. 

Una mano que cubre una boca, que cubre un rostro, que cubre algo que no está bien.

***

Despertar, ir al baño, mirarse en el espejo, ver la sangre en los dientes. La imagen se repetiría hasta convertirse en una costumbre incómoda, pero no imposible de sobrellevar. Algún día, ese adolescente iba a descubrir el poema de Gonzalo Millán que abre este texto y pensaría en su propio cepillo de dientes y en su madre sin la parte inferior de su dentadura. Es probable que ese tiempo en que descubrió aquel poema de Millán, sea el mismo en que el adolescente volvió a hablar con su padre después de años. Decir hablar es un decir, en todo caso, pero lo cierto es que ese contacto filial que retomaron derivó en un par de encuentros, y esos encuentros terminaron en un viaje a Buenos Aires, un invierno quizá, o tal vez primavera, un viaje que parecía a ratos una pesadilla, pero que no vale la pena desentrañar aquí, no, lo que importa de ese viaje es que una mañana el adolescente se despierta y su padre lo mira y le pregunta qué es eso que tiene en los dientes. Lo que tiene en los dientes es sangre, por supuesto, cómo no te vas a dar cuenta, huevón, piensa, lo piensa pero no lo dice, no, lo que dice es: no sé, y va al baño, se mira en el espejo y representa toda la escena, una escena en la que interpreta a un adolescente que se asombra con la sangre que tiene en los dientes y le dice eso, le dice: papá, es sangre, parece que sangro en las noches, o algo así, y el papá le da una respuesta ejemplar, una respuesta que es una mentira, por supuesto: me debieses haber dicho antes, cuando volvamos a Chile iremos al dentista. 

Volver a Chile, piensa el adolescente, es volver a un lugar en el que nunca ve a su padre, pues su padre vive a más de dos mil kilómetros de distancia de Santiago, en una ciudad que queda en la costa, un puerto, Iquique, a un costado del desierto, el desierto de Atacama, allá arriba, cerca de donde comienza Chile. 

Los dientes sangran, las encías en realidad sangran durante la noche, los dientes se manchan, los dientes resisten, los dientes se pierden en el desierto, sobreviven, se convierten en el último vestigio de la violencia, quizá las únicas palabras que quedan después de la muerte. Los dientes encierran una historia, una biografía, un nombre. Desaparece todo, desaparecen las vidas, los cuerpos, dinamitan los cuerpos en mitad del desierto, los lanzan a fosas, los queman, pero los dientes siguen ahí, manchados, resisten, contienen el ADN, lo conservan, conservan un nombre, una vida, a pesar de todo.

El adolescente vuelve con su padre a Santiago. Ese verano, a pesar de sus pronósticos, viajará al norte y se arreglará los dientes, pero no en Chile, no, nada de lujos, no se pueden dar esos lujos. Recurrirán a la última opción, a la más barata, a la que siguen optando cientos de chilenos que viven cerca de la frontera con Perú. 

Esa opción dice: cruzar la frontera, buscar un dentista peruano en Tacna y realizarse un tratamiento a mitad de precio.

Viajar, entonces, desde Santiago al norte, cruzar el desierto de Atacama, cruzar ese territorio infinito, ese lugar donde los milicos dinamitaron gente después del golpe de Estado, los hicieron desaparecer, borrar, querían borrar esos nombres, esas vidas, pero no pensaron en los dientes, no se detuvieron en esas bocas cerradas que no quisieron delatar a sus compañeros, que no quisieron hablar. No se fijaron cómo esas bocas cerradas guardaban historias, nombres, vidas, dientes, muchos dientes que seguramente también sangraron antes de la muerte. 

Las bocas cerradas, los dientes apretados hasta el final.

***

Le revisan las encías, la dentadura, en una pequeña consulta adentro de una galería en Tacna, en Perú. Lo interviene una dentista por un par de minutos o quizá más, no lo recuerda con toda la exactitud que quisiera. Después de toda la operación, le pone una pasta sobre los dientes y las encías que lo ayudará a cicatrizar. 

La boca abierta, herida, llena de sangre. 

Muchos años después, escribirá esa escena en un libro y alguien, un lector, le dirá que cuando avanzaba por ese viaje dental, cuando leía la historia de ese muchacho con sobrepeso y la boca llena de sangre, pensaba en otro artista, en una obra, en una instalación, un trabajo del Carlos Leppe, quizá el primer chileno que se aventuró en la performance, en plena dictadura. Recordaba una obra, una instalación, Sala de espera, y en particular una pieza, “Las Cantatrices”: tres videos en los que aparece Leppe maquillado, los labios rojos, sombra de ojos celestes y el cuerpo completamente enyesado, haciendo como que interpreta una ópera, y con la boca intervenida por una aparato ortopédico dental que la mantiene abierta, que la fuerza, en un grito que se vuelve eterno. Frente a esos tres televisores, otra pantalla en la que aparece la madre de Leppe relatando su vida, el vínculo estrecho que la une con su hijo. 

Tiempo después, la crítica y teórica Nelly Richard escribiría un libro imprescindible sobre la obra de Leppe —Cuerpo correccional— y en él anotaría lo siguiente: “la señalización de la boca en tu mapa facial o cartografía corporal trazada en la pantalla video encarada por tu madre, el close up de tu boca contiguo al retrato video de tu madre/ rememora la importancia de tu boca como zona primaria de contacto materno —directamente alimenticio o erógeno— o zona de absorción e incorporación del cuerpo materno (seno) en tu relación (lactante) de fusión—zona en la cual te condensas la suma placentera de tus vivencias primitivas/erotizándote en la esfera materna”. 

La boca, los dientes, la madre, el deseo.

***

Alguna vez se lo dijo Luis Chitarroni al muchacho que ya no es muchacho y al que ya no le sangran los dientes —por el momento, claro—: nada de sonrisas en las fotos, nada de mostrar los dientes: un escritor no puede salir sonriendo en una fotografía. Se lo dice un poco en broma, pero también un poco en serio, y es así: Google Imágenes no le devuelve ninguna fotografía en la que Luis Chitarroni —ese escritor argentino excéntrico y entrañable— muestre sus dientes. O quizás una o dos, en la que lo tomaron desprevenido, pero en el resto, nada: mirada fija, el ceño fruncido —perdón el lugar común—, la boca cerrada y esa barba llena de abundancia. 

El muchacho que ya no es muchacho está seguro de haber leído una declaración muy similar acerca de fotografías, escritores y dientes a Valeria Luiselli, algo así como: “Hay que desconfiar de los escritores que muestran los dientes al sonreír”. No encuentra la cita exacta, no hay registro, pero lo cierto es que tiene sentido: por ese entonces, Luiselli publicaba su segunda novela, La historia de mis dientes, y daba entrevistas, muchas, y le tomaban retratos y no, nunca aparece mostrando sus dientes. 

***

Una pequeña corrección: encontró la cita, el texto original, y por supuesto que es distinta a como la recordaba. 

El texto se llama “Nuestros dientes” y lo publicó Valeria Luiselli en mayo de 2015 en El País. Cita a Proust, Nabokov, Virginia Woolf y Martin Amis —todos con problemas dentales— y anota, en un momento: “Un escritor es siempre un impostor, de un tipo u otro. Un impostor, como un buen jugador de póquer, nunca muestra la baraja de sus dientes al menos de que ésta sea perfecta —y nunca lo es—. Los dientes son siempre lo que se está muriendo adentro de nosotros, lo que entre líneas se hace intuir pero no se dice. Son nuestras pequeñas vergüenzas: ya sea porque les hemos dedicado tiempo insuficiente o dinero en demasía. Los dientes están siempre ahí para recordarnos de nuestra insuficiencia, nuestros vicios, nuestra negligencia, nuestra verdadera extracción social. Los dientes cuentan buenas historias porque son la historia que los escritores casi nunca se atreven a contar bien”. 

***

A veces, el muchacho que ya no es muchacho despierta con las encías inflamadas y los dientes manchados de sangre. 

Tacna queda a más de dos mil kilómetros desde donde vive él, en Santiago. 

Arreglarse los dientes sigue costando una fortuna, aunque ahora las facilidades son cada vez mayores: tarjetas de crédito, pago en cuotas, lo que quieras, lo que se te ocurra.

Las encías de su madre no sangran, pero sus dientes se han manchado con nicotina: aprendió muy rápido a cubrirse la boca cada vez que se ríe. Es, a esta altura, un movimiento completamente sincronizado: risa, mano, boca, todo al mismo tiempo. 

Y él no se ha dado cuenta aún, pero desde hace unos años que también adoptó ese gesto. 

Y se ríen. 

Se cubren la boca y se ríen. 

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