Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

27 de Enero de 2020

Columna de Manfred Svensson: ¿Democracia plena?

Agencia Uno

"Quienes creen que nuestra democracia necesitaba más participación tienen razón. Pero la plenitud de la democracia no depende de su radicalización o exclusivamente de la extensión de sus términos, sino del cuidado de esos límites y contrapesos que la hacen consciente y menos vulnerable a su propia fragilidad", escribe Manfred Svensson.

Manfred Svensson
Manfred Svensson
Por

Manfred Svensson
Investigador senior del IES y académico de la U. de los Andes

En una era que para algunos representa una “recesión democrática”, Chile acaba de ser descrito por The Economist como una “democracia plena”. La clasificación, hecha pública la semana pasada, ha sido repetida por algunos comentadores como confirmación de que el estallido nos pone en un curso apropiado. Si la participación era uno de los aspectos débiles de nuestra democracia, la actual activación de la ciudadanía sería inequívoca señal positiva. Para otros, sin embargo, esta clasificación de The Economist apenas puede ser más que una burla: si condiciones básicas de orden público han desaparecido para una parte significativa de la población, si la clase política entrega escasas señales de estar a la altura del delicado momento, y si durante los últimos meses han existido momentos en que incluso podía dudarse de la subsistencia misma del régimen democrático, este tono celebratorio pareciera ser simplemente insultante.

Entonces, ¿está mejor o peor nuestra democracia? Es un signo revelador que con cada vez más frecuencia estemos usando los epítetos de “izquierda democrática” y “derecha democrática”. El adjetivo revela con fuerza suficiente el hecho de que ya no creemos que ella sea una cualidad del todo compartida en el sistema político. Las disposiciones democráticas pueden haberse acentuado en algunos, pero al mirar el conjunto lo que salta a la vista es la fragilidad que, como en tantas otras partes, el proyecto democrático exhibe en nuestro país.

Pero aunque pocos desconocerán la fragilidad de la democracia, de ahí pueden seguirse diagnósticos y remedios muy distintos, algunos de los cuales pueden llevarnos a una situación más delicada aún. Las diferencias saltan a la vista cuando pensamos en las distintas reacciones ante la violencia ejercida por grupos percibidos como víctimas. Para algunos, la promesa democrática del futuro se encuentra precisamente en quienes han sido previamente victimizados, y cuya condición de víctimas los coloca ahora más allá del bien y el mal. La condescendencia con que gran parte de las redes sociales aprueba a quienes han buscado el boicot de la PSU es un síntoma inequívoco de esta tendencia. Les han quitado todo, ahora tienen derecho a todo. Pero este paternalismo es incompatible con el ethos democrático. La democracia exige que, en algún sentido relevante, existan exigencias parejas para los ciudadanos; exige que no solo nuestras instituciones puedan plantear tales exigencias, sino también nuestro discurso.

Del mismo modo, hay una parte importante de nuestra cultura para la que la respuesta a la fragilidad democrática pasa ante todo por mayor intensificicación democrática, por democratizar más espacios y por profundizar la democracia existente en otros. Pero esta monolítica mentalidad es ciega al delicado ecosistema que hace posible la preservación de la democracia en el largo plazo. Ya Aristóteles llamaba a distinguir entre las políticas que agradan a los entusiastas de la democracia y aquellas que permiten la efectiva mantención de un gobierno democrático.

Cuidar la democracia no siempre es buscar su simple extensión ni radicalización. La democracia vive en parte de instituciones y hábitos democráticos, pero vive también de instituciones y hábitos que ella misma no crea. Hoy tenemos que poner especial atención a aquellos bienes que son necesarios para la democracia, pero que se transmiten por disposiciones y comunidades no del todo democráticas. Preservar la democracia también es preservar los lugares en los que tenemos una experiencia del límite. Eso no significa volver a la forma exacta en que la autoridad ha sido ejercida en el pasado; pero sí es preservar familias y espacios educacionales en los que las inclinaciones de un niño pueden ser resistidas y conducidas.

Quienes creen que nuestra democracia necesitaba más participación tienen razón. Pero la plenitud de la democracia no depende de su radicalización o exclusivamente de la extensión de sus términos, sino del cuidado de esos límites y contrapesos que la hacen consciente y menos vulnerable a su propia fragilidad. Como recientemente ha escrito Chantal Delsol, “para refundarse, la democracia deberá renunciar a su arrogancia”.

Notas relacionadas