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Reportajes

6 de Febrero de 2020

Adelanto de “La ciudad que me habita”: Estatuas, memorias y patrimonio

Ilustración: Marcelo Escobar

El especialista en historia urbana, Vólker Gutiérrez, reúne lecturas, reflexiones, personajes, acontecimientos, críticas y curiosidades sobre Santiago en este libro que cuenta con ilustraciones de Marcelo Escobar y un prólogo escrito por Miguel Lawner. El libro compuesto por 39 crónicas será presentado el martes 21 de enero, a las 19 horas, en el Museo Benjamín Mackenna (Vicuña Mackenna 94).

Por

Noviembre de 2019.

“Lo que fue piel hoy es

paño; lo que fue cierto, hoy

engaño”…

– Violeta Parra

En el portal Memoria Chilena, de la Biblioteca Nacional de Chile, bajo el título de “Ocupación de la Araucanía (1860‐1883). Segunda campaña de Cornelio Saavedra”, se lee la siguiente entrada respecto a este acontecimiento y personaje:

A fines de 1868, las tropas chilenas conducidas por Cornelio Saavedra y José Manuel Pinto, entraron violentamente en el territorio mapuche, saqueando casas y cultivos, masacrando a la población civil y robando más de 2 millones de cabezas de ganado. Las tribus arribanas, comandadas por Quilapán, hijo de Manguin, se opusieron ferozmente al ejército, pero fueron derrotadas. Nada pudieron hacer frente a la táctica de tierra arrasada empleada por Saavedra y Pinto y el superior armamento de las tropas chilenas, que empleaban fusiles de repetición que no necesitaban recarga constante (las negritas son mías).

Cornelio Saavedra Rodríguez fue el coronel del ejército chileno que presentó y dirigió un plan para reducir al pueblo mapuche en el sur del país, en la segunda mitad del siglo XIX. Dentro de las acciones que la historia recoge del proceso de ocupación de la Araucanía, aparte de lo señalado en el párrafo de más arriba, Saavedra apuntaló su estrategia con la fundación de fuertes militares, uno de los cuales fue el de Collipulli, en noviembre de 1867. A la localidad llegaron después, entre otros, agricultores, comerciantes, sacerdotes católicos, banqueros e inmigrantes europeos, hasta que la fortificación militar dio paso a la ciudad de ese mismo nombre.

Algo similar ocurrió en la zona costera del Wallmapu, donde por la misma época nació oficialmente la localidad que después fue llamada Puerto Saavedra. Hace dos años, por las noticias pudimos enterarnos que sus autoridades implementarían un proceso participativo para modificar el nombre de la comuna, ya que recuerda precisamente al militar que arrasó con los pueblos originarios. Desconozco en qué está esa situación, pero es una muestra más de que la memoria colectiva, y por tanto el patrimonio cultural, es un asunto dinámico que en muchos aspectos depende de la interpretación que hacemos desde el presente.

Y cuando el viento de la historia sopla fuerte, derribando paradigmas de épocas pretéritas y anunciando nuevos tiempos, los cambios no solo se circunscriben al precio del pasaje de la locomoción o a la permanencia de un ministerio. También se remecen aquellas cosas o situaciones que percibíamos inamovibles, como las estatuas. Es cuestión de dar una lectura a lo que ocurrió con los monumentos públicos del Antiguo Régimen en la Francia revolucionaria de 1789. O lo que acaba de pasar, en octubre de 2019 en Chile, con el busto de Cornelio Saavedra en la Plaza de Armas de Collipulli, con las estatuas de Francisco de Aguirre en La Serena o de Pedro de Valdivia en Temuco. Eppur si muove (y, sin embargo, se mueve), como dicen que sentenció Galileo al ser obligado por la Inquisición a abjurar de la teoría heliocéntrica.

En el trabajo más profundo hecho hasta ahora sobre las esculturas en los espacios públicos de Santiago (“Escultura Pública”, 2004), la investigadora Liisa Voionmaa señala que “La efectividad de los símbolos no se manifiesta con la misma fuerza en la vida cotidiana como en situaciones extraordinarias. Los cambios de sistema político (…) son ejemplos vivos de circunstancias en las que el peso de los símbolos se hace más presente”. Esto es, cuando una sociedad se muestra dispuesta a cuestionar seriamente su pasado, cuando la mayoría ciudadana se plantea modificar estructuras y cotidianeidades injustas, emergen potentes ideas y acciones que buscan simbolizar nuevas valoraciones.

Es, de alguna forma, la misma lectura que podemos hacer sobre el tema del patrimonio, en el entendido que se trata de un área del saber y el quehacer cultural que está en constante disputa y resignificación, ya que, como indica Carolina Maillard en su artículo Construcción social del patrimonio (“Hecho en Chile”, 2012), “Comprender el patrimonio cultural como construcción social implica entender que dicha construcción no es independiente de una hegemonía social y cultural que le otorga legitimación y, por tanto, no puede aislarse del contexto sociopolítico en el cual se produce”.

Hace tres décadas, cuando asistimos a la debacle de los también conocidos como socialismos burocráticos en Europa, desde diversas latitudes, incluyendo este apartado rincón sudamericano, hubo quienes manifestaron su gozo con la caída del Muro de Berlín y con el derribamiento de estatuas de políticos y militares que representaban a los regímenes en desgracia. No escuché entonces que alguien hablara de vandalismo y atentado contra el patrimonio cultural, o que llamara a formar escuadrillas de chalecos amarillos (Mouvement des gilets jaunes) para limpiar y reponer las esculturas. Ergo, no seamos ilusos en estos temas, como si el patrimonio cultural fuera una incuestionable revelación divina. Como en buena parte de la actividad humana, como ocurre con la ciudad, con las fuerzas armadas o, incluso, con la estructura del fútbol rentado, solo por dar acotados ejemplos, nos encontramos aquí, en lo patrimonial, con un campo en disputa permanente.

Entonces, la discusión importante, de fondo, respecto a lo ocurrido con las estatuas arrebatadas de sus pedestales en estas semanas en Chile, es la que tiene que ver con qué pasado es el que vamos a poner en valor para generaciones futuras y cuáles personajes serán resignificados a la luz de lo que en nuestros tiempos consideramos justo y necesario. Tal como ocurrió recientemente con la estatua de los enamorados en Puerto Montt, la ciudadanía es la que debe decidir si dotará de un sentido distinto o mantendrá en las plazas esas esculturas dedicadas a personajes que “saqueando casas y cultivos, masacrando a la población civil”, abusaron de una población que no quería ser sometida a imperios culturales ajenos.

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