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Opinión

5 de Mayo de 2020

Columna de Agustín Squella: La Escuela Católica o de qué sirve leer

Agustín Squella
Agustín Squella
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¿De qué sirve leer? Me refiero a  novelas, y la pregunta acabo de encontrarla en la página 604 del monumental libro de 1.200 páginas, La Escuela Católica, de Edoardo Albinati, un libro que va para largo, igual que la crisis sanitaria por la que estamos pasando. “¿Para qué se leen las novelas?”, se pregunta el autor italiano. ¿Para aprender, para entretenerse, para vivir las aventuras de los demás, para comprender mejor cosas que también nos han pasado o podrían ocurrirnos a nosotros, para tener un buen rato a solas, para vencer un poco la timidez, o para confesar todas esas cosas juntas?

El lector dirá. Cada lector de novelas tiene una respuesta, y muchas veces más de una, porque el propósito de leerlas, o el resultado de hacerlo, es, casi siempre, más de uno.

¿Entretenerse? Desde luego. ¿Vivir otras vidas o simplemente observarlas? Por cierto. ¿Pasar un rato a solas? También, aunque el lector de novelas nunca está propiamente solo, sino acompañado, muy acompañado, así sea que el personaje de la novela que se encuentra leyendo sea  solo uno. ¿Comprender mejor las cosas? De todas maneras. Nadie lee una novela para aprender, o sea, para volver al colegio, pero es gracias a ellas, como también a las películas y series de televisión, que conseguimos una mejor comprensión de nosotros mismos, de los demás, de las circunstancias que vivimos como individuos y como sociedad. La lectura de novelas amplía esa comprensión, la vuelve más compleja, y nos predispone a la indulgencia, a la compasión, a la ternura -llámela usted como quiera-, esa ternura que se precisa para no ser tan severos en los juicios que damos acerca de nosotros mismos y de los demás.

A los lectores de novelas nos suelen preguntar cómo llegamos a ellas cada vez que en un momento cualquiera enaltecemos en público alguna que acabamos de leer, y, al menos en mi caso, la respuesta es la misma que doy cuando me preguntan cómo acerté un buen dividendo en el hipódromo: por un dato. En una tarde de carreras circulan muchos datos, o sea, información para callado acerca del caballo que podría ganar la próxima prueba. “No juego por datos”, acostumbramos mentir los hípicos, y agregamos que  jugamos un determinado caballo solo por gusto, por inclinación, por una preferencia que a veces revestimos de una extensa argumentación pretendidamente racional y  fruto del estudio previo que hemos hecho de una carrera y de las posibilidades de cada uno de los participantes.

Pero los datos que circulan para una misma carrera son varios, y el que les presta atención y se guía por ellos aplica una vez más la regla del gusto para decidirse por uno o por otro. El gusto, esa brújula misteriosa, esa veleta voluble, según lo describió Octavio Paz, es una luz que se enciende en cada uno de nosotros cuando estamos frente a algo o alguien que nos gusta. Entonces, el gusto no es poca cosa: el gusto enciende nuestros sentidos y nos hace fijarnos de nuevo en algo o alguien que creíamos haber olvidado.

Con las librerías ocurre lo mismo: uno entra con alguna idea en la cabeza, o simplemente a mirar, a ver cuál libro podría gustarle, pero entra también para datearse. Un buen librero tiene que ser ante todo un buen datero que sepa un poco cuáles son las debilidades de los maniáticos que ingresamos a sus locales con los ojos afiebrados en busca de una nueva lectura. A veces los datos los dan los mismos libros que hemos leído antes, y no porque promuevan otros libros, sino porque sus autores ya nos gustaron una vez y pensamos que en la siguiente no van a defraudarnos. Los buenos autores se datean solos. Datean también las solapas de los libros, y cualquier parte de ellos que hable del contenido o del autor. Para mí, sin embargo, el mejor dato lo proporciona la lectura de la primera página de toda novela, y a veces incluso el primer párrafo: si gusta, es muy difícil que más adelante te defraude. Allí está siempre el tono del texto y una prueba irrefutable de la calidad que te espera. Y si no te gusta es imposible que la cosa mejore más adelante.

La Escuela Católica, de Edoardo Albinati.

Fue por dato de un librero que compré La Escuela Católica, que resultó ser un libro tan bueno como desconcertante. Si  quieres que una novela mueva realmente algo en tu interior, que te agite, que te sorprenda, que su tono y las atmósferas que es capaz de crear te resulten tan nuevas como de algún modo familiares, que tenga casi siempre la palabra justa y las palabras justas, las que corresponden y también ni una más y ni una menos, que la cierres con un expresión de entusiasmo del tipo “¡Qué bien!” o “¡Qué buena!”  toda vez que la regreses al velador luego de haber leído unas cuantas páginas, entonces tienes que atreverte con La Escuela Católica, una maratón de lectura que como toda carrera de fondo exige controlar bien la respiración, hacer cálculos para adelantar o demorarte en hacerlo, y estar siempre atento a las condiciones que te vaya ofreciendo la pista.

Se trata de un libro híbrido, de esos que abundan hoy y que en cierto modo  la llevan. Híbridos en cuanto a los diversos géneros literarios que hay en ellos, hasta el punto de que se vuelven inclasificables. Yo, tengo que decirlo, recelo de ese calificativo -inclasificable-, porque se ha vuelto casi lo mejor que podría decirse de una obra literaria. “Por favor, pido, a mí denme una novela que responda a ese nombre”, y ojalá larga, porque esto de la literatura bonsái oculta muchas veces la incapacidad para sacar adelante una obra de mayor aliento. Aquello de que lo pequeño es hermoso me ha parecido siempre un invento de las personas de baja estatura. Lo pequeño es pequeño, y ya está, y tanto puede ser hermoso como no, lo mismo que lo grande o extenso es eso, grande, extenso, con independencia de que pueda ser hermoso o no serlo.

¿Pero saben?  La hibridez del libro de Albinati es máxima, superlativa, y quizás, por momentos, algo pedante, incluso bastante pedante, pero se lo perdonas todo en medio del desconcierto y la fascinación que produce su lectura. Recuerdos de infancia, testimonio de una época -los 70 del siglo pasado en un barrio acomodado de Roma-, autobiografía, crónica familiar, novela negra, crítica literaria, apreciación cinematográfica, pieza sociológica, análisis del catolicismo italiano, ensayo de psicología, manual de pedagogía, análisis de la sexualidad, tratado de la masculinidad, estudio del fascismo, divagación sobre izquierdas y derechas, y vaya uno a saber cuánto más. De lo único que no se ocupa es de economía, pero tiene sus buenas páginas acerca de la importancia y la insignificancia del dinero.

“¿Qué es esto?”, se pregunta una y otra vez el lector mientras avanza por el libro, sintiéndose atrapado en una red, en una inmensa red que, a la vez que lo paraliza, lo impulsa a seguir leyendo para saber por qué tres jóvenes bien educados torturan y violan a dos muchachas, asesinando a una de ellas, mientras la otra se libra gracias a fingirse muerta luego del maltrato recibido.

¿Quién soy? ¿Qué es ser un hombre? ¿En qué consiste la masculinidad? ¿Es ésta inseparable de la dominación que se ejerce sobre las mujeres? ¿Tienen el sexo y la lucha de clases alguna relación entre sí? ¿Es el mismo amor, como también el deseo y la violencia, una simple cuestión de clases?

Albinati abre esas y otras preguntas, y lo raro y destacable es que las responda, puesto que entre quienes  escriben literatura o filosofía se ha vuelto un tópico, otros de los tics y manías de turno, decir que en esas dos actividades todo se reduce a formular preguntas sin jamás arriesgar  una respuesta, lo mismo que esos profesores que van por ahí repitiendo que la educación de los jóvenes no es más que aprender a aprender, o sea, no aprender absolutamente nada. Preguntas, respuestas, es cierto, pero que en este libro tienen el efecto de que el lector se quede dudando, dudando de todo, incluso de sí mismo.Más que otras novelas, La Escuela Católica permite verificar esta idea de Roberto Bolaño: leyendo se aprende a dudar.

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