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Opinión

28 de Mayo de 2020

Columna de Agustín Squella: Tiempos de desmesura

Usar nuevamente lenguaje bélico para referirse a lo que estamos haciendo frente al virus es también una desmesura. Ese lenguaje de “estar en guerra” se ha empleado mucho durante los últimos años en Chile: guerra contra la delincuencia común, guerra contra el narcotráfico, guerra contra la pobreza, guerra contra la piratería de libros, guerra contra la protesta social, guerra hasta con el comercio ambulante. ¿No serán demasiadas guerras?

Agustín Squella
Agustín Squella
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No se necesita decir que vivimos tiempos de desmesura. El virus se expandió desmesuradamente por el planeta y causó lo que se llama una pandemia, con efectos sanitarios, económicos y sociales también desmedidos. Las cuarentenas, si bien necesarias, son  enormes y afectan a millones de personas, aunque prohibir la circulación de mayores de 75 en lugares que se encuentran sin cuarentena ha sido una decisión desafortunada, tanto que yo he hecho objeción de conciencia en su contra. ¿Más vulnerables los viejos al Covid-19? De acuerdo, tal como los niños lo son al sincicial, pero a nadie se le ha ocurrido prohibirles ir a la plaza cuando arrecia este otro virus.

 Otra desmesura de lo que estamos pasando es hablar una y otra vez de “distanciamiento social”, desoyendo la sugerencia de la OMS de sustituir esa exagerada e inexacta expresión por “distanciamiento físico”. Es esto último lo que se nos pide, y no lo primero. Cuando camino por mi barrio dos veces al día me topo con algunos vecinos, y lo que hacemos es detenernos, mantener una distancia de dos metros (distanciamiento físico) e iniciar una breve conversación de la que nunca está ausente el humor, o sea, todo lo contrario de un distanciamiento social.

Usar nuevamente lenguaje bélico para referirse a lo que estamos haciendo frente al virus es también una desmesura. Ese lenguaje de “estar en guerra” se ha empleado mucho durante los últimos años en Chile: guerra contra la delincuencia común, guerra contra el narcotráfico, guerra contra la pobreza, guerra contra la piratería de libros, guerra contra la protesta social, guerra hasta con el comercio ambulante. ¿No serán demasiadas guerras? Para referirse a los ejemplares voluntarios que hoy  están colaborando con autoridades de gobierno se habla de un “ejército” de voluntarios, y estoy seguro que ninguno de ellos se siente muy a gusto con esa comparación. El virus no es un enemigo al que haya que derrotar con las armas, sino un mal que se doblegará con la inteligencia y responsabilidad de todos (bueno, excluidos Trump y Bolsonaro, desde luego).

Otra demasía es hablar ahora de “pandemia económica” y “pandemia social”. La pandemia causada por el coronavirus está produciendo gravísimos efectos sanitarios, económicos y sociales, pero a nadie se le ocurriría hablar por ello de “pandemia sanitaria”. Entonces, ¿por qué hablar de “pandemia” económica y social?

Si nos olvidamos un momento del virus (algo prácticamente imposible, lo sé), el fenómeno de la desmesura no es exclusivamente chileno, y a lo que me refiero ahora es a los evidentes excesos en que desde hace tiempo estamos incurriendo al expresarnos,  al hablar, al escribir, a la hora de juzgar a los demás, pero también al momento de reír, de comer, de beber. La pandemia de la obesidad, que es otra enfermedad mundialmente extendida, nos está ganando la “batalla” hace rato, y nuestra reacción ha sido sumamente tardía. De beber, ni hablar (mea culpa), pero de lo que se trata es de no exagerar, o sea, de no ser desmesurados. “Una copa de vino al día”, me prescriben los distintos médicos que veo, pero yo les digo que eso es más difícil que ninguna. Quienes estamos habituados a beber diariamente algo de vino sabemos que la que no cuesta gran cosa evitar es la primera copa, el primer sorbo, puesto que una vez que hemos pasado por ella resulta enteramente imposible quitarle el cuerpo a la segunda. Esa primera copa, ese primer sorbo incluso, provoca aplausos en nuestro cerebro, y nadie tiene por qué detenerse en lo que está haciendo si con ello gana aplausos, así vengan de uno mismo.

¿Cómo es que hemos llegado a hablar a gritos en los espacios públicos, en las calles, en el transporte público, en restaurantes y cafés, y hasta en los templos antes de que el oficiante haga su ingreso para dar inicio a una ceremonia fúnebre? Nadie puede extrañarse de que hablemos fuerte en el estadio mientras asistimos a un partido de fútbol, o en el hipódromo cuando los caballos se aproximan a la meta y disputan frenéticamente la delantera, o en medio de una manifestación a favor de nuestros derechos, pero otra cosa es hacerlo a cada rato y en cualquier sitio, incluso cuando hablamos por nuestros teléfonos. Peor aún es la práctica de hablar en voz muy alta y empleando una retahíla de garabatos, como es ya habitual en cafés y restaurantes, algo que molesta no por razones éticas, sino lingüísticas, porque esas malas palabras reemplazan sustantivos y adjetivos que los hablantes desconocen, de manera que lo que revela el recurso habitual al garabato no es falta de modales, sino pobreza de lenguaje.

“Estamos en un lugar público”, me respondió una joven que almorzaba con una amiga en un restaurante del centro de Santiago cuando le hice ver, cortésmente, que estaban hablando muy fuerte y a punta de groserías. “Justo lo contrario -me permití corregirla-, porque en un lugar privado, su casa por ejemplo, ustedes podrían hablar como quisieran, mas no en un sitio público en el que es preciso cuidar el tono y la calidad del lenguaje”. Pero fue inútil. Mis interlocutoras insistieron en que tratándose de un lugar público podían comportarse como a ellas se les antojara. De manera que pedí la cuenta y caminé hacia la estación del Metro, otro lugar público, donde seguí escuchando un lenguaje similar.

Foto: Agencia Uno

Nadie sonríe en nuestro tiempo, y lo que hacemos siempre es reír, lo cual está bien, pero lo hacemos de manera estridente, abrumadora, como si responder  con una risotada fuera la mejor recompensa para nuestro interlocutor y el ensordecedor e innecesario aviso que en un café o restaurante damos a todos los presentes acerca de lo muy bien que lo estamos pasando.

¿Se fijan en que hoy todo es “super”? Nada es ya simplemente “bueno , ni siquiera “buenísimo”, sino “super bueno”, y lo mismo le ocurre a su antónimo: nada ni nadie es “malo”, sino “super malo”. En materia penal, asimismo, todas las faltas nos parecen delitos y todos los delitos nos parecen de la máxima gravedad, y es de esa manera que a la primera falta de una persona pedimos una inmediata y larga pena de presidio, satisfaciendo así no nuestro sentimiento de justicia, sino nuestro deseo de venganza. La proporcionalidad de las penas parece un principio ya olvidado, incluso por quienes tienen el deber de tenerlo presente -nuestros legisladores-, y cometido un delito, o una simple falta, lo que se impone es otra desmesura: el verbo “castigar” prevalece  sobre “reparar”. Y castigar con presidio, que es una pena que lleva anexa, de hecho, otros daños para quien la sufre: hacinamiento constante, inseguridad física permanente, estrés de día y de noche, pérdida del trabajo, debilitamiento de  vínculos familiares, pérdida de amistades, etc.

Muchas a veces, y no contentos con que algo sea “bueno”, y ni siquiera “super bueno”, lo que decimos es “demasiado bueno”, sin preguntarnos cómo algo puede ser “demasiado” bueno. “Vuelvo a repetir”, señalamos muy a menudo, cuando bastaría con decir “repito”. Nada es simplemente “bonito” y todo pasó a ser “hermoso”. Un paro estudiantil no vale nada, tiene que ser con “toma”. “Dale”, decimos también, para expresar que estamos de acuerdo con lo que alguien acaba de decirnos.

Una espontánea y comedida expresión de admiración hacia una persona de otro sexo (eso que antes de ser penalizado se llamaba “piropo”) pasó a ser insinuación, acoso, violencia. Y, más allá de eso, denunciar como “violencia” cualquier acto que nos desagrade, cosa que hacemos a cada instante, va a terminar en que una palabra tan fuerte como ésa se aplique al mozo que se demora en traernos nuestro pedido por quedarse un momento saludando a otro cliente, o al delantero del equipo contrario que acaba de marcarnos un gol, o al profesor con pantalones que se atreve a sacar la voz en una sala de clases para exigir silencio.

Nadie manda ya “un abrazo”, sino “un  abrazo grande”, y a veces, incluso, “un abrazo grande, grande”. Hace algunos días un locutor de noticias mandó  a sus auditores “un abrazo gigante” y les mató el punto a todos. De querer a algunas personas hemos pasado a “amarlas”, y es así como nuestras conversaciones telefónicas con esposas, hijas, nietos, amigos, proveedores de alimentos a domicilio, terminan todas con un desmesurado “te amo”. Nadie manda “besitos”, tampoco “besos”; ahora todos son “besotes”.

¿No resulta también desmesurado agradecer a Dios a cada instante por cada cosa buena que nos pasa? “Gracias a Dios”, se dice con demasiada facilidad, y aquello por lo que se nos ha preguntado puede ser si lo hemos pasado bien el fin de semana, si andamos bien del estómago, o si hemos obtenido una buena nota en un examen. También es frecuente ver desmesura en algunos avisos de defunción que, lejos de limitarse a comunicar el fallecimiento de alguien, hacen un extenso panegírico del difunto o del lugar a que ha partido luego de dejar esta tierra. Ni hablar de algunos discursos que se dicen en las misas de difuntos ni de los globos que se lanzan al cielo en los cementerios, como si lo que ocurriera allí fuera la fiesta de cumpleaños de la persona que está siendo sepultada.

Así es como vamos, de desmesura en desmesura, y eso que no he mencionado la que consiste en llorar con notable facilidad y abundancia ante  cámaras y micrófonos, como si romper en llanto por el extravío momentáneo de una mascota fuera la mejor prueba que podríamos dar de eso que se llama inteligencia emocional. No niego que esta última exista, pero ella tiene que ver con la contención antes que con el desborde.

Mayor contención: ese es uno de los deberes que podría establecer una nueva Constitución.   

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