También la pandemia de influenza de 1918 obligó a cancelar conciertos y a que muchos trabajadores de la música activasen planes de emergencia para la supervivencia económica. Varios artistas murieron. Surgieron canciones aludiendo a la catástrofe sanitaria.
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Bajo una pandemia los músicos y sus equipos técnicos pasan, antes y ahora, a ser población de alto riesgo. La distancia física y el confinamiento en casa atentan contra el preciso sentido de la música en vivo, que es la escucha en colectivo. Sea frente a un cuarteto de cuerdas o en un refregado mosh pit, sonido y contagio proponen una metáfora hermosa. Hasta que la salubridad pública dicta otra cosa.
También la pandemia de influenza de 1918 obligó a cancelar conciertos y a que muchos trabajadores de la música activasen planes de emergencia para la supervivencia económica. No existía entonces una industria del espectáculo comparable a la actual —ni a las cifras récord de pérdidas que ésta hoy prevé por culpa del coronavirus—, pero de todos modos las precauciones se pagaron con silencio y cesantía. Para octubre de 1918 varias salas de conciertos debieron cerrar por un tiempo breve, acorde con la prohibición de reuniones masivas. Hubo reprogramación de fechas en espacios prestigiosos de ópera de Europa y Estados Unidos por el contagio de cantantes; y músicos connotados —los pianistas Felix Arndt y Henry Ragas, el violinista Alex King Watzke, los compositores Charles Tomlinson Griffes y Hubert Parry— sucumbieron fatalmente a la enfermedad.
La llamada «gripe española» se llevó también en agosto de 1918 a Martin Krause, el pianista alemán formado en parte por Franz Liszt y que llegó a ser el gran maestro de Claudio Arrau, durante los primeros años del chillanejo en Berlín. Hubo entre ambos una relación de sólo un lustro y excepcional estrechez —«este niño será mi obra maestra», había dicho el alemán al escucharlo por primera vez—, y por eso el virus interrumpió para Arrau un vínculo prácticamente paternal (tanto así, que tras la muerte de Krause se negó a tener otro profesor, y a los 15 años decidió seguir formándose por su cuenta).
Cayeron también infectados, aunque lograron recuperarse, músicos tan célebres como Sergei Rachmaninoff, el italiano Ottorino Respighi, el polaco Karol Szymanowski y el húngaro Béla Bartók. «Escapar de los bolcheviques para llegar a morir de influenza española… ¡qué sarcasmo!», cuentan que dijo el ruso Sergei Prokofiev recién llegado a Nueva York cuando se supo expuesto al contagio (que, sin embargo, no le tocó). Peor suerte tuvo su compatriota Igor Stravinsky, a quien la pandemia primero le truncó la gira de presentación para su obra teatral La historia del soldado, y poco después se le metió al cuerpo, la cama y el ánimo.
«Más que nada, la pandemia de influenza fue vista como un inconveniente temporal. El verdadero problema era la guerra», recuerda el musicólogo estadounidense E. Douglas Bomberger en un estudio sobre la transformación cultural de su país a partir de 1917.
Efectivamente, el incontrolable virus no alcanzó a asustar lo suficiente al mundo del espectáculo como para silenciarlo por demasiado tiempo: para amenazas, las había peores. Antes de que finalizara el año más fatídico por el contagio (cincuenta millones de muertos en la segunda de sus tres olas), ya había otra vez grandes conciertos en vivo. Esta nota histórica del New York Times consigna que la Orquesta Sinfónica de Chicago retomó en noviembre de 1918 su temporada con amenazas de multa «a quien tosa o estornude sin suavizar la explosión sobre un pañuelo».
Además, y como siempre, el capitalismo también se las arreglaba entonces para poner la crisis de su lado:
«Ahora es el momento de apreciar el goce un Nuevo Edison —proponía la publicidad para llevarse a casa un fonógrafo de esa compañía (foto III)—. Puedes asistir a conciertos de ópera, música sacra o canciones sin ningún riesgo de contraer influenza».
Surgieron algunas canciones aludiendo a la catástrofe sanitaria; algunas dramáticas, otras ligeras. Bajo la lógica de que ambas eran igual de pegadizas, «y hacen como que se van pero vuelven», en España, al contagio se le apodó “El soldado de Nápoles”, tal como el estribillo de una zarzuela muy popular en 1918.
En inglés, hubo diferentes composiciones breves con el título “Influenza blues”. Las que hoy más se citan son esta pieza encantadora cercana al ragtime, y una grabación de guitarra y voz en el opuesto dramático, en la que la cantante afroamericana Essie Jenkins atribuye al «plan de Dios Todopoderoso» una fiebre y dolor de huesos «que en pocos días te lleva a ese hoyo en la tierra llamado tu tumba».
Si al coronavirus lo podemos acompañar hoy con playlists de canciones relacionadas, de la más noble a la más infame, la pandemia de influenza avanzó en cambio entre una población aún sin acceso masivo a la música grabada. Muchas de las composiciones populares nacidas en esos años oscuros podemos conocerlas por registros posteriores, que de todos modos son elocuentes de que hace un siglo la muerte y la pobreza también les coqueteaban sobre todo a los ya desfavorecidos.
Varias composiciones de folk y blues muestran el abrazo a la propia tragedia y la resignación a no poder alejar la desgracia. Son cantos en inglés sin miedo ni atisbo de autocompasión, que a la suerte aciaga le plantan cara desde el orgullo de saber que se ha dejado uno para sí la principal e intransable carta, la de la dignidad.
«Oh, Muerte, / ¿no me darías un año más de plazo?», comienza una de las canciones más remecedoras de esos años, un sombrío canto folk de compositor anónimo, grabado durante el siglo XX tanto por héroes del bluegrass como por la inquietante Diamanda Galas. Pero es la versión legada por Sarah Ogan Gunning (1910-1983) la que en estos días parece mejor ajustada a nuestra amenaza fúnebre, acaso por la desnudez de su voz, entregada con la convicción de una mujer pobre y azotada por el dolor mayor (perdió a dos de sus hijos durante la Gran Depresión) a un diálogo convincente de tú a tú con quien viene a llevarse algo más que sus bienes («no wealth, no land, no silver no gold / Nothing satisfies me but your soul»).
Escribió Woody Guthrie:
«Escuché a Sarah y le seguí cada movimiento. Y entonces dije: “Sí, Sarah, tú luchas contra la gente que yo odio, la enfermedad que todos odiamos, los causantes y mensajeros de todas las peores afecciones, este sistema de lucro que alimenta la máquina monopólica que nos ahoga a solas a cada uno, hasta impedirnos cantar, bailar, encontrarnos, hablar, discutir y hacer planes… llevar la vida que queremos».
Tampoco podemos hoy llevar la vida que queremos. Pero quizás nos queda cantar, para que la odiosa excepción forzosa en la que estamos no se salga con la suya.